Quien dice escribir dice también pintar, componer, fotografiar… crear, en definitiva, o como fin último en el frente del que pocos salen indemnes o sin rasguño alguno, sea éste físico o moral. Pienso entonces en una de las primeras reporteras de guerra, Martha Gellhorn, fallecida el 15 de febrero de 1998, hoy hace veinticinco años, y pienso en la manera en la que abrió el camino a la hora de retratar el horror de la guerra. Así lo hizo por escrito y así lo publicó la editorial Debate bajo el título El rostro de la guerra: Crónicas en primera línea, 1937-1985. Y la sensación con la que acaba el lector, leyendo una y otra vez diferentes escenarios acusados por un mismo mal, es que ese rostro es siempre el mismo. No cambia ni aunque el ser humano se engañe jurando y perjurando que jamás volverá al frente, que los desastres bélicos están superados, que eso pertenece al siglo pasado, que hemos mejorado, y sin embargo, cada cierto tiempo vuelven los ecos de canciones como aquella de Chicho Sánchez Ferlosio, «Gallo rojo, gallo negro», y los versos parecen actualizarse como si de un sistema informático se tratase:
es que ya se acaba el día.
Si cantara el gallo rojo
otro gallo cantaría.
Ay, si es que yo miento,
que el cantar que yo canto
lo borre el viento.
Ay, qué desencanto
si me borrara el viento
lo que yo canto.
Se encontraron en la arena
los dos gallos frente a frente.
El gallo negro era grande
pero el rojo era valiente…
Los gallos, sean del color que sean, siguen enfrentándose, retándose en la arena, atacando uno, defendiendo el otro; valiente uno, traicionero el otro. Cuestión de fuerzas, cuestión de equilibrios, y aun así, quien es testigo y da testimonio de la guerra teme lo que los versos de Ferlosio afirman: “Ay, qué desencanto / si me borrara el viento / lo que yo canto”. Si se escribe como hizo Gellhorn en cada uno de los frentes; si se pinta como lo hizo Josep Bartolí cuando fue encerrado en los campos de concentración del sur de Francia; si se compone como hiciera Shostakóvich en la Rusia sometida; si se toma una fotografía como las que hizo Gerda Taro… además de retratar el horror y evitar con ello que el viento se lleve lo que se ha plasmado, se hace también para sacudir conciencias aunque el efecto apenas dure un día, una hora, un minuto. Qué se yo. Al final la reacción, el impacto y lo que queramos hacer con él depende de lo que tarde uno en leer, contemplar o escuchar. Luego se puede hacer como si nada, y allá cada cual. Pero teniendo en cuenta lo rápido que ha disminuido la capacidad de concentración no sorprende que las imágenes inhumanas que aún nos llegan de Ucrania y, más reciente todavía, las del terremoto que ha sacudido Siria y Turquía, como la del padre que sostiene la mano de su hija fallecida o la del recién nacido rescatado que aún llevaba el cordón umbilical colgado porque su madre había dado luz justo antes de morir o ya sin vida, duren en nuestra mente lo que tardamos en mover el pulgar de arriba abajo o a golpe de clic. Y en ese lapso, toda emoción se va al traste. Toda identificación y ganas de llorar que se ha podido sentir en apenas diez o quince segundos, se evapora como si nada. ¡Ay, qué desencanto!
«Aparte de una furia atroz, sientes vergüenza. Sientes vergüenza de la humanidad», escribe Gellhorn después de visitar el campo de concentración de Dachau y ver, como tantos otros soldados y reporteros, los cuerpos desnudos, puro hueso, de los judíos que no habían sido incinerados por falta de tiempo y yacían amontonados y sin vida en los crematorios con la piel amarillenta y abultada debido a la hambruna y la tortura a la que fueron sometidos. Qué difícil resulta desprenderse del olvido, de la memoria, de esa parte de la Historia. Y Martha Gellhorn lo sabía bien, pues conocía a la perfección su cometido, el trabajo que debía hacer: contar esa vida cotidiana que no es igual para todo el mundo. «Me saturé tanto de locura y crueldad de aquella guerra que, movida por motivos de estricta salud mental, dejé de pensar y juzgar, con lo que me convertí en una grabadora con ojos. Sospecho que el único modo de no perder la razón en los conflictos consiste en aletargar buena parte de la capacidad de raciocinio, adormecer la sensibilidad, reírse por el motivo más insignificante e ir perdiendo el juicio lenta pero inexorablemente». En otras palabras, desprenderse de uno para rebajar no ya el umbral que produce el dolor ajeno, sino también el del sufrimiento y desconcierto que provoca verlo. Y a pesar de los esfuerzos de la escritora y periodista por no sentir, por no juzgar, en sus crónicas no puede evitar servirse de la palabra para golpear al enemigo, socorrer al desvalido o hacer justicia por el vencido. Iniciando su andadura en Barcelona y Madrid, para cubrir la Guerra Civil, y terminando en Panamá, pasando por Helsinki, Cantón, Londres, Italia, Alemania, Java y Vietnam, entre otros lugares y frentes, Gellhorn describe minuciosamente el rostro vulnerable de los soldados y los civiles; el cansancio de los heridos, de los médicos y enfermeras voluntarios, de los reporteros y guías que la acompañaron en la travesía bélica que duró casi cincuenta años, así como la resistencia, la fuerza de voluntad, el optimismo y la eterna espera a la que todo ser se aferra cuando se encuentra en medio de una guerra. Cuando cada día, cada noche, es un invierno más. Largo, interminable, como el frío, como el hambre. Y se sabe, se intuye, que ese frío que se siente es la antesala de la muerte. Sin embargo, por mucho que nos esforcemos quienes no estamos en primera línea aun queriendo estar, es imposible entender una guerra sin vivirla, sin olerla, sin oírla: «Escribía muy deprisa (…), siempre temía olvidar el sonido, el olor, las palabras, los gestos exactos que eran propios de ese momento y ese lugar», reconoce Gellhorn. Y basta hacer un esfuerzo para sentirla y dejar, de ese modo, que nos quiten las vendas del cinismo, del eufemismo, del sometimiento a la cirugía estética que se empeñan en implantar algunos de los peores quirófanos patrios. A estas alturas, me pregunto cuántos pacientes de hoy siguen queriéndose retocar.
Los débiles son aquellos que bajan los brazos, quienes se conforman, quienes callan, quienes de tanto vender partes de su alma la han dejado maltrecha y amputada. Por ello, pasen veinticinco, treinta o cincuenta años, seguirá siendo un consuelo, al menos para unos pocos, recordar las palabras de los reporteros que, como Martha Gellhorn y demás escritores, pintores, fotógrafos o compositores, se han jugado la vida —todavía hoy se la juegan— y salvan el cuello debiéndole una al diablo, a Dios o a la muerte después de haberla mirado y haberla esquivado. Y todo por su trabajo, por su deber, por denunciar y maldecir y sentir impotencia al no poder intervenir, hacer más, ayudar más, salvar más, concienciar más. «Lo mismo sucede con la historia, a la que admiramos como la mayor poeta y narradora de todos los tiempos», afirmó Zweig aun tratándose de tiempos dramáticos y, posiblemente, de los más oscuros que guardamos. Tragedias griegas propias de nuestra raza y naturaleza. Qué difícil resulta escribir en tiempos de guerra.
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