Escribir un libro es fácil: consiste en sentarte y dedicarle muchas horas, en pelearte contigo mismo y con el contenido hasta encontrar el hilo, el tono, la mirada. Cuando lo encuentras, todo marcha.
Es precisa, sin embargo, mucha fuerza de voluntad. Y no en los momentos que se dedican a la escritura, sino antes y después. Hay que emplear muchas horas, justo eso que no tienes, que le robas al sueño, a la familia, a la vida, a los ingresos. Implica sobrellevar la culpa por malgastar el tiempo. Y cuando el libro está acabado, es frecuente preguntarse si el esfuerzo ha merecido la pena. En términos pragmáticos, la respuesta es siempre no. Incluso en el caso de que la obra fuera un éxito, los triunfos en ensayo son económicamente irrisorios, en general. Además, toda obra tejida desde la convicción de que entender las causas permite una capacidad de acción mayor y mejor para resolver los problemas suele ser desdeñada. Escribir hoy genera réditos, económicos o de marca personal, si se hace con objetivos académicos o de política partidista. Todo lo que no sea eso, todo lo que no implique ratificar las tesis que se manejan a un lado u otro, es condenarte a perder: producir una obra de pensamiento supone hoy deslizarte hacia una posición despreciable, ni réditos ni reconocimiento; es escribir desde fuera y, por tanto, condenarte a la soledad.
Claro que, para ser sinceros, tampoco hace falta tanta voluntad. Descrita en estos términos, parecería una tarea hercúlea, y no lo es. Y tampoco la soledad a la que aboca es estrictamente cierta, ya estabas solo antes. Eres el que mira la fiesta a través del cristal y observas cómo lo están pasando los de dentro, lo que sonaría muy incómodo, o triste, o aspiracional, si los que bailan en los salones hicieran algo atractivo. Pero no lo es: resulta aburrido, formalista, coagulado. Es un mundo tan preso de sus propias convicciones, tan banal, tan aristocracia del zar, que raramente resulta envidiable. Ha cerrado las puertas a la realidad, su estrategia es la del encierro, y tampoco vivir en un buñueliano ángel exterminador suena muy divertido.
Y en cuanto a la falta de recorrido, la cultura está inmersa en una situación de declive, en la que la gran mayoría de la gente que se dedica a ella tiene escasa o escasísima visibilidad, de modo que estamos todos igual, es el desagradable signo de los tiempos.
Escribir, además, tiene sus compensaciones. Es un instante en que eres más consciente que nunca de que hay otras personas, de tu tiempo y del pasado, con las que se puede establecer una relación de diálogo, aprendizaje e intercambio. Quizá asoma la intuición en algún momento de que formas parte de un territorio nuevo, de ese espacio en que pasado y futuro se unen, en el que puedes apartarte del ruido cotidiano, abandonar la superficie de las cosas y penetrar en ellas para adentrarte en esas constantes de lo humano, en las corrientes subterráneas de la historia, e intentar descifrar su sentido, entender sus regularidades y quizá adivinar algunas de sus leyes. Y eso tiene un valor inmenso, al menos para mí, porque me otorga un sentido de libertad, en la acepción espinosista, que es de las pocas cosas que merecen la pena en esta vida. Desde ese punto de vista, qué más da que tu obra tenga o no recorrido o influencia. Ojalá haya mucha gente a la que le interese y con la que pueda entrar en diálogo, y si no, pues ya soy mayor, toca vivir en serio, y no tengo tiempo para malgastarlo en fiestas que me aburren.
Pero sí hay algo que me resulta socialmente preocupante, y es la expulsión del intelectual de la esfera pública. Es una figura desprestigiada a izquierda y derecha y que ha quedado reducida a una clase tecnocrática, habitualmente compuesta por economistas genuflexos, o a un sujeto despreciable que oprime al pueblo porque le niega su voz. Yo lo veo de otra manera, y creo que analizar, dirigirse a la raíz, comprender las causas y entender las consecuencias es una válvula de seguridad imprescindible. Contar con gente que ejerce la crítica o adivina nuevos caminos es muy necesario en cualquier sistema para introducir esa reflexividad que permite corregir los errores, o en su defecto, construir ideas en torno a las que reunir fuerzas sociales. Hoy ideas tenemos pocas, pero hay menos conexión aún entre ellas y la gente, y el intelectual era un conector entre unas y otras. La contestación al sistema creía en la horizontalidad y apostaba por acabar con el intelectual gracias a las nuevas tecnologías libres, y lo que tenemos ahora es el control de las grandes tecnológicas de la expresión pública, una prueba más de la ingenuidad y estupidez de esa izquierda. El poder, por su parte, no respeta a los intelectuales, porque sólo está interesado en aquellos que ratifican sus posiciones, y ha constituido su sindicato vertical de las ideas. Algo hay que hacer con esto. Y ya.
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Autor: Esteban Hernández. Título: Así empieza todo. Editorial: Ariel. Venta: Todostuslibros y Amazon
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