Jean-Claude Romand se convirtió en mentiroso a los 18 años. Al principio exageraba la realidad o le daba giros de menor cuantía, seguramente para compensar algún tipo de déficit psicológico: una mala gestión emocional o una autoestima por los suelos. Pero muy pronto sus mentiras comenzaron a crecer como un gran pulpo con tentáculos abriéndose en todas direcciones. Se casó, tuvo dos hijos y fingió ser médico aunque nunca había terminado la carrera y jamás había sido bueno en ninguna asignatura, ni en el instituto ni en la universidad, ni siquiera en el colegio. Únicamente se le daba bien mentir, engañar a la gente, minar sus defensas y con la edad hacer que confiase en él, que le entregase sus ahorros de toda la vida para que él los invirtiese con la promesa de grandes beneficios. Llegó un momento en que ya no debía de saber qué era real y qué era irreal en su vida, tampoco si de verdad tenía algo así: una vida. Aunque su mente daba la sensación de ser un planeta distante donde nadie era bien recibido, seguramente estaba pensando en nosotros, en los demás, todo el rato. «¿Qué le dije que hacía hoy a mi madre? ¿Y a mi mujer? ¿Y a mis amigos? ¿Tengo amigos?». Imagino los cálculos estrafalarios de su pensamiento, la fabulación continua, las diferentes versiones de sus idas y venidas, los rebobinados para corregir errores cuando hablaba con unos y les contaba algo que solo le había contado a los otros, y me da miedo. Calculo que también a él le entró miedo al darse cuenta, llegado un punto en sus engaños y los efectos que producían, de que su máscara estaba a punto de caer. Por eso decidió matar a toda su familia y a una amante que tenía por aquel entonces, porque así les ahorraría el terror que sentirían al ver con quién habían compartido su existencia hasta aquel momento. Solo sobrevivieron su amante y él mismo; mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres. Emmanuel Carrère se interesó por el caso nada más aparecer las primeras noticias en los medios de comunicación. Aquel individuo, Jean-Claude Romand, le pareció El adversario perfecto para un escritor que nunca antes había sido capaz de encontrar un tema que elevase y diese dirección a su obra. En adelante se convertiría en Emmanuel Romand o Jean-Claude Carrère, como queráis.
Rubén Lardín reconoce en su libro Las ocasiones (editado primorosamente por Fulgencio Pimentel) que el pasado es el lugar donde «olvidamos cosas y nos equivocamos y nos arrepentimos y mentimos al respecto». Ve en cada libro que lee, cuando es grande, «un individuo nuevo y extraño que nos pone en cuestión», de modo que con cada nueva lectura, cuando es de las importantes, se le cae una máscara o se la coloca. También al escribir le sucede. Escribir, para él, debe de ser algo así como mentir o como decir la verdad más descarnada, que viene a ser lo mismo; por eso no conviene fiarse demasiado de sus palabras. Si te dice que su último libro es una novela, miente; si te lo cuenta diciendo (como se asegura en la contraportada) que trata sobre «una persona de Barcelona que se muda a Madrid», miente. Rubén Lardín, no obstante, miente como hacemos los escritores, aunque él insista en no ser un escritor, al menos no un escritor cualquiera. A él no le gusta parecerse a nadie, sobre todo a Jean-Claude Romand, porque puede que sea un escritor o no, que entregue libros a las editoriales y artículos a los periódicos para que se los publiquen; puede que escriba guiones para cómic, cine o televisión aun si desprecia a otros como él, por vendidos o por exitosos o por ricos; puede que organice exposiciones para museos u otras instituciones culturales pese a no verse representado en nada que represente a otros artistas; puede que haga todas esas cosas y finja no hacerlas o hacerlas sin las ínfulas y pretensiones de los demás, solo por el dinero y la gloria (como los demás), y aun así Rubén Lardín es cualquier cosa menos un asesino. Roba libros, cosa que él mismo reconoce, pero a Jean-Claude Romand se le parece poco, a lo sumo se parece a la versión que ofreció Laurent Cantet de Romand en El empleo del tiempo (L’Emploi du temps, 2001). A Cantet, a diferencia de Carrère, no le interesaba presentar a un personaje a quien solo pudiésemos considerar un monstruo, el adversario perfecto para un creador de ficciones dispuesto a medirse con la realidad y ver cuál era el resultado de mezclarlas; a Cantet le interesaba alguien menos extremo, todavía humano, capaz de mentir indiscriminadamente e incapaz al mismo tiempo de matar, una persona dispuesta a luchar contra las fuerzas que nos mueven en nuestro mundo real, en busca de ese lugar fuera del sistema que a todos nos gustaría encontrar y al cual no nos acercamos porque nos dan miedo las posibles consecuencias.
Vincent Renauld (a quien interpreta en El empleo del tiempo Aurélien Recoing) sí se parece a Rubén Lardín. A Vincent lo vemos airado cuando no le escuchan o le cuestionan mientras le cuenta a otros sus métodos patafísicos para ganar dinero; también a Rubén lo notamos airado cuando durante muchas páginas ha divagado sin rumbo e intuye cansancio en el lector, cuya posible pregunta sobre cuál es el argumento del libro él responde diciendo que «¡si es un libro tendrá que ir de todo!». Y a Vincent lo vemos dormir en los aparcamientos de los moteles, comer en zonas de descanso sándwiches o platos preparados, sentarse frente a un bosque y dejar pasar las horas posiblemente sin pensar en nada, conducir de noche y de día por carreteras que no le dirigen a ninguna parte, cosas todas ellas que podríamos considerar las afueras de la vida, esa región inexplorada adonde nadie quiere ir por si encuentra un abismo y se precipita por él; del mismo modo que leemos a Rubén contándonos lo que no suele contarse en una novela ortodoxa, si es que podemos considerar Las ocasiones una novela, un libro en cualquier caso en las afueras de la literatura, centrado en todo cuanto suele quedar fuera de lo literario, como si no formase parte o como si fuera material de segunda. Vaya por delante, seguir los absurdos movimientos de Vincent Renault en El empleo del tiempo tiene tantas compensaciones como leer los erráticos párrafos de Rubén Lardín en Las ocasiones, porque ambos intentan desarticular el mecanismo que nos atrapa y deglute a todos, ambos se enfrentan en soledad contra las fuerzas que nos someten y ambos tienen que perder finalmente, porque su fracaso en la ficción es para nosotros un triunfo, la descripción de una lucha que nos hace más fuertes como espectadores, como lectores y como personas. Rechazar a Vincent y Rubén, pese a sus mentiras y exageraciones, me parecería algo parecido a rechazarnos a nosotros mismos.
Uno de los temas involuntarios de Las ocasiones es el dinero, un tema casi inédito en la literatura española y que, sin embargo, tiene una importancia esencial en la literatura estadounidense. Escritores como Theodor Dreiser, John Steinbeck, Richard Yates o Paul Auster establecían a veces un paralelo entre diferentes cantidades de dinero y el avance de la trama de un relato o de una novela, que acababa en cuanto al protagonista ya no le quedaba un solo dólar en el bolsillo. A Rubén Lardín el tema no le interesa, le angustia, pero solo lo suficiente como para convertirlo en un eco constante a lo largo del libro y no en su centro ni en un esquema geométrico que le proporcione algo así como un orden o un objetivo. Para nada. Al protagonista de Las ocasiones lo seguimos en sus peregrinaciones por Barcelona, Madrid o París, siempre en sofás prestados, pisos compartidos, casas de escaleras que crujen y galerías comerciales medio vacías. Como quien siempre estuviera listo para huir de la policía, apenas tiene posesiones o recuerdos personales, sus conquistas son ante todo las películas vistas y los libros leídos, porque de lo demás apenas quedan huellas: unas cuantas pinceladas de algunos amores que acabaron mal (y de los cuales suele emerger Mona) o de las amistades (con un número elevado de charlatanes o de gente satisfecha). Entre las ruinas que componen el texto, párrafo tras párrafo, entre líneas, el eco a lo largo del libro suele ser el de la precariedad constante, el de escribir incesantemente para medios donde no se cobra o se cobra muy poco, el de buscar sin descanso lugares en los que caerse muerto y descansar. La libertad tiene ese precio. No ser una persona práctica y productiva (con un trabajo y un horario como Dios manda) conduce a la exclusión y la marginalidad. También puede conducir a la admiración, si todavía quedan quienes lo hagan. Yo.
Cada época produce sus héroes y sus monstruos, y los artistas suelen situarse en la intersección entre ambos. Ahora vivimos un momento de indefinición cultural, en el que los cantantes y los escritores aceptan el incierto papel de influencers o de showmen que les adjudican el mercado y las sociedades y redes interesadas en canalizar su discurso, para sustituir a los antiguos héroes, cuyas historias ya casi nadie cuenta o escucha, borradas por las viñetas de la mitología Marcel o DC. Ya no es preciso pensar ni viajar, basta con hablar y bailar. Las herencias narrativas van borrándose, mientras cada cual forja sus propios mitos, destruyéndose de ese modo nuestra sensación de pertenencia a una comunidad o a una tradición. También desaparecen los herederos del romanticismo poco a poco y con ellos han comenzado a disiparse las ambiciones que animaron la filosofía de Friedrich Nietzsche, la obra literaria de James Joyce o el cine de Orson Welles, cuyas obras fueron un intento de superación de ciertas tradiciones pero no para eliminarlas sino más bien para abrir sus márgenes y ampliar sus territorios. Ya no quedan quienes de verdad quieran poner en entredicho las reglas y los valores establecidos, porque casi todo el mundo aspira a gustar mayoritariamente y a tener una gran cantidad de seguidores, cuando no se trata de personas asustadas por los pésimos presagios que se ciernes sobre el planeta y sobre nuestro porvenir como especie. Integrados y apocalípticos, apocalípticos e integrados, en eso consiste el juego, a esas opciones estamos supeditados. Todo lo más aparece de cuando en cuando algún gamberro que nos hace soñar, como Rubén Lardín, que por lo menos tiene la decencia de no parecerse nada ni a la gente normal ni a los escritores respetables. No forma parte de los ejércitos de enfermos (pese a que en unas breves líneas de Las ocasiones nos cuenta su experiencia personal con el cáncer) y locos que siempre han venido a rescatarnos cuando amenazábamos con volvernos demasiado realistas, pero tiene unas constantes vitales bastante parecidas, hijo del Fedor Dostoievski de Memorias del subsuelo. Su visión, que suele ser anárquica e irreverente, nos descoloca durante unos instantes, cuestionando nuestra comodidad liberal y burguesa. Como otros artistas en los márgenes, responde, hasta cierto punto, al retrato robot de narcisista, asocial y ambiguo. En él no solo se confunden nociones como realidad y ficción, sino también tranquilidad y violencia. Todo en él es ambivalente. Por eso este libro puede ser apreciado o denostado con igual facilidad. Aunque la suya es una historia menos melodramática que la de alguien llegado de África o Lationamérica, al final acaba siendo más desgarradora porque el arte no parece haberle servido para redimirle de su triste condición, al menos hasta el momento. Gracias a Dios, como él mismo señala, no vive completamente solo: «Cuando se vive así de esta manera, entregado a cierta soledad, los fantasmas son un bien necesario. No sé si es aconsejable, pero la tendencia es rodearse de ellos y encomendarles tus pensamientos recurrentes. Los fantasmas son porteadores».
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Autor: Rubén Lardín. Título: Las ocasiones. Editorial: Fulgencio Pimentel. Venta: Todostuslibros.
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