Se sorprenden los amigos de mi telefónico método de trabajo. Y yo de que ellos tengan tiempo para hacerlo como dictan los cánones: frente al ordenador, a hora fijada, papeles al lado y un dramatis personae bien perfilado en la ribera de esa mesa iluminada con los rayos del alba, donde huele a café recién hecho y reina el silencio. Quizá debería ser así y, seguro, el sufrido editor agradecería que mis alumbramientos no requirieran de sus fórceps. Lo siento, Julián, pero es lo que hay. Sí, es cierto, escribo, esto también, en un taxi. En el móvil, con un tecleo torpe y espasmódico que me sirve para perpetrar lo que luego envío a quienes tienen la deferencia y paciencia de publicar mis textos. Hay veces que los repaso en esa lista interminable que almacena cronológicamente mi móvil. Los hay de todo tipo, de asuntos varios, y en muchos casos no tengo ni pajolera idea de qué recodo mental los motivaron. Me lleva horas desentrañar el entuerto creativo, y cuando no lo logro me embarga un pavor de si acaso se me vienen las lagunas de un anciano antes de tiempo.
Tecleo como derviche cosas que no recuerdo. Me consuelo pensando que algo de valor tienen si hubo un momento, en un día cualquiera, que me llevó a almacenarlo en la memoria del teléfono. Y me tranquiliza que, gracias a los avances tecnológicos, he jubilado los post its. En la era a.m., cuando el artefacto servía solo para hablar por teléfono, junto a la cama apilaba un taco de colorines diversos. En mis despertares nocturnos, apuntaba ideas que a la mañana siguiente no conseguía interpretar, entre otras cosas porque tengo una letra de médico poseído por el espíritu maligno de un demonio bíblico. Solo Teresa, paciente ella, pudo practicar el exorcismo antes de que mis noches acabaran con mis días de matrimonio. Antes de que la cosa terminara con ella transmutada en padre Karras, y yo viéndola rodar por las escaleras, me soltó un contundente «ésto no va a pasar más. Ni una vez más». «Por ésto» se entiende amanecer con su hermoso pelo azabache festoneado de post its verdes, amarillos, fucsias… Podría haber dicho en mi defensa que la culpa no era que yo los pegara en el cabecero de la cama, sino que ella se mueve más que un… No tuve huevos y me compré un móvil bueno, de los de la manzanita, para escribir columnas, novelas y artículos para Zenda.
Se puede decir que la tecnología ha salvado mi relación de pareja. Eso y al medio ambiente. Treinta papelitos diarios no hay Amazonas que lo soporte. Ahora trato de comprobar si es cierto eso que dejó dicho Ray Bradbury de que es «totalmente imposible escribir 52 malas historias seguidas». No sé si el bueno de Ray estaba en lo cierto. Almaceno en la nube bodrios como para que la pobre de Calíope no alcance a ver el sol.
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