Durante muchos años admiré a aquellos que sabían treparse a un escenario con el alma quebrada y aún así cumplir con su papel. Me parecía un acto de heroísmo secreto ser capaz de meterse en otro personaje mientras a tus espaldas aguarda el cuerpo yerto de quien más querías. Con el tiempo aprendí que ese esfuerzo que yo creía sobrehumano traía consigo un consuelo casi tan poderoso como el dolor que se agolpaba dentro. Se teme uno, al amparo embustero de la autocompasión, que no podrá escribir con el alma en añicos, cuando lo cierto es que no sólo puede sino que sus entrañas lo requieren, y que justo por eso dejará en esas líneas la sangre y el pellejo.
Siempre que escribo roto, o bien temo que el mundo se resquebraja, me miro en una cueva solitaria, al modo de Clint Eastwood en Por un puñado de dólares. Ha escapado del pueblo malherido, para más señas dentro de un ataúd y en la carreta del sepulturero, mientras los bandoleros rebuscaban debajo de las piedras para llenar de plomo sus entresijos. El personaje no es propiamente un héroe, sino un matón a sueldo con un elemental sentido de justicia. No bien haya curado sus heridas, volverá como un fiambre redivivo a darle más quehacer al sepulturero.
La he visto cuando menos veinte veces, con las falanges tiesas y los ojos un tanto fuera de sus órbitas, y ahora que somos tantos los que hemos ido a dar a nuestra cueva no está de más regresar a esa escena, cuyo protagonista se entretiene dando forma a un pedazo de lámina que usará como escudo para sobrevivir. Podrá estar humillado, herido o destrozado, pero sigue peleando en su caverna. Es, a su modo, dueño del mañana; si ya sus enemigos lo creen muerto o fugado para siempre, nadie mejor que él sabe que se equivocan: he ahí su poder y la fragilidad de sus perseguidores.
Sergio Leone evitaba los colores intensos en sus westerns, de ahí que el horizonte polvoriento y el cielo deslavado contribuyeran a crear la sensación amarga de un paisaje donde la diferencia entre vivos y muertos es apenas notoria. No hay mañana, ni rastro de alegría, y las escasas risas que alcanzan a escucharse son meros pitorreos de los verdugos del pueblo fantasma. ¿Qué sería de la épica profunda que da fuerza y sentido a nuestra historia sin la pista sonora de Ennio Morricone?
Abril de 2020: el paisaje allá afuera no es muy distinto del de un pueblo fantasma. Diría que me resguardo del horror como una cucaracha de sus fumigadores, si no supiera que estoy en la cueva y pienso regresar y necesito hacerlo con la fuerza bastante para enfrentar un mundo impredecible que en ciertas noches huecas juego a imaginar sin el menor amago de certeza. Escribo esto en un día sombrío y deslavado, tratando de expulsar de mi cabeza las imágenes de los muertos de ayer en las calles. “No estoy solo”, trato de reanimarme, “hay miles de millones como yo”. Por eso, ya en la orilla del punto final, recuerdo que aquí, hoy, soy dueño de mí mismo. Y eso es mucho decir, cómo demonios no.
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