Fue en agosto de 1999, en un curso de verano de El Escorial. Era becario de docencia e investigación en una universidad sureña y creía tener mapeado mi futuro. El primer día, al desayunar, la vi y me senté aposta enfrente de ella. Morena, ojos verdes, alta, rasgos eslavos y acento cartagenero. Por azar (¿por azar?) hacíamos el mismo curso de historia acerca de la percepción del tiempo en las civilizaciones antiguas. Transcurrieron cinco días que viví con tan inusitada intensidad que trastocaron las coordenadas de mi GPS vital. Finalizó el curso, me dio su número de teléfono, la acompañé a la estación de Atocha y nos despedimos. Arrancó el tren, como en una película. Ella regresó a su ciudad de mar de agua y yo a la mía de mar de olivos. Dos días después la llamé y le pregunté si estaba dispuesta a esperarme un año, el tiempo que yo emplearía en prepararme las oposiciones de profesor de instituto. Contestó que sí. Durante ese año, simultaneé el segundo curso de doctorado, mis obligaciones docentes universitarias y la preparación de las oposiciones a secundaria. Era un esfuerzo titánico, pero el amor arramblaba con cualquier adversidad. Cada miércoles, ella me enviaba por correo postal tres temas elaborados por un preparador que luego completaba por mi cuenta. Hablábamos por teléfono un par de veces por semana, le escribía cartas y, en dos viajes relámpago, fui a verla a Cartagena. Ella me despedía en la estación de autobuses y se quedaba en su ciudad marina como la Penélope de Ulises, confiando en mi regreso definitivo y en cuanto yo le decía. Aprobé. A partir de entonces hicimos nuestra vida juntos. Aquel tiempo de espera mereció la pena.
Andrea Köhler ha publicado El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, un librito que me ha gustado por sus fogonazos poéticos y reflexivos. Esta escritora alemana explica que en nuestra sociedad hiperconectada la espera se considera un tiempo muerto, perdido, que mucha gente necesita rellenar con ocupaciones o distracciones para hacerlo llevadero. Ella plantea que debemos disfrutar de ese tiempo de espera en sí mismo, bien sea como preámbulo de un objetivo a cumplir o pórtico de la llegada de un ser querido. Esto me recuerda un bello y hondo poema de la sevillana Julia Uceda: “Es tan dulce esperarte y soñar tu llegada, que no quiero que llegues, quiero oírte llegar”. En definitiva, ese breve ensayo circunnavega el concepto cervantino de que siempre es mejor el camino que la posada.
Cinema Paradiso, la espléndida película de Giuseppe Tornatore, es una historia de amor y una metáfora de la espera que actualiza el mito de Ulises. Hay una larga secuencia en la que Totó, el joven proyeccionista que ha aprendido el oficio de Alfredo, se declara a Elena (qué nombre más troyano, aunque sea sin hache), y aunque ésta le da calabazas, él la esperará mes tras mes bajo su ventana hasta que ella se enamore, y esa contumacia amorosa tendrá su recompensa. Otra secuencia homérica es cuando Totó proyecta Ulises en el cine de verano mientras añora a su amada, que veranea lejos con su familia; él repite su nombre con cadencia de epopeya, y cuando en la pantalla el cíclope se enfurece con Ulises (encarnado por Kirk Douglas) estalla una tormenta y aparece Elena y, empapados bajo la lluvia, los dos enamorados se besan.
Pero la secuencia que es una antología en celuloide de la espera amorosa es la del regreso: Totó, convertido en un exitoso cineasta, vuelve a su pueblo siciliano para el entierro de Alfredo, su viejo amigo. Y lo hace treinta años después de su marcha, de haber practicado una política de tierra quemada con su pasado. El director de cine nunca quiso retornar, pero lo hace tras una llamada materna para comunicarle la mala noticia. Cuando la madre está tejiendo una prenda y oye el timbre de la casa, se yergue emocionada. Sabe, por intuición, que se trata de su hijo. Al levantarse e ir a abrir la puerta, se le engancha la hebra de lana y se desteje lo que con tanta paciencia tejía. Ella es la Penélope silenciosa que estuvo esperando tres décadas la llegada del ser querido (en este caso, su hijo), pues sabía que algún día regresaría al hogar. A Ítaca.
Se aprende a esperar como se aprende a amar, a base de gerundios. Y para el escritor, el tiempo de espera suele ser una metamorfosis, pues el rechazo inicial se convierte en melancolía y acaba transformándose en algo alegre y bello. El ciclo de la escritura es biológico, se asemeja al de una crisálida.
La historia de la creación de Harry Potter es el paradigma de la espera recompensada. J. K. Rowling escribió la primera novela de la saga en una cafetería, estirando al máximo la magra asignación mensual que recibía del estado porque estaba en paro. Su hija sólo se dormía si estaba en el carricoche, de modo que cada día paseaba por Edimburgo empujando el cochecito, y cuando la niña se quedaba frita, se sentaba en una cafetería caldeada y escribía, escribía, escribía delante de una taza de café. Aquel niño mago que estudiaba en una escuela de magia era su tabla de salvación personal, su tierra de promisión literaria. Se evadía, soñaba y esperaba. Cuando finalizó el manuscrito de Harry Potter y la piedra filosofal lo envió a varias editoriales. Una docena lo rechazaron. No le encontraban ni calidad ni posibilidades de hacer negocio por ser algo ñoño, demasiado clásico, carente de sofisticación tecnológica. Hasta que un día, la hija pequeña del editor de Bloomsbury leyó por curiosidad el primer capítulo del manuscrito que su padre no se dignaba a echarle un ojo. La chiquilla se quedó prendada de la historia y quiso leerla completa. A partir de entonces Harry Potter se hizo papel y habitó entre nosotros.
Otra historia de éxito es la de Santiago Posteguillo. Este profesor de universidad valenciano concluyó su novela histórica Africanus, el hijo del cónsul, la envió a las editoriales y recibió diecisiete notificaciones de rechazo. No se amilanó por aquellos guantazos electrónicos o postales. En 2006, una pequeña y humilde editorial, Velecio, le pagó la estratosférica suma de 600 euros y publicó la novela. Fue una corta tirada y se vendieron 1.500 ejemplares. Cuando Posteguillo terminó Las legiones malditas (escribía cuando sus clases y su hija recién nacida se lo permitían), segunda novela de su pensada trilogía, Ediciones B aceptó publicarla y le ofreció la posibilidad de editar Africanus si el autor recuperaba los derechos de edición. Velecio le exigió 6.000 euros. Un millón de pesetas. Un kilo. Entonces, el autor, tras consultarlo con su mujer, se aventuró a pagar dicha cantidad para manumitir su primera novela. Aquel rescate no fue en vano. Ediciones B lanzó Africanus que, junto con Las legiones malditas, arrasó en ventas. Fue una victoriosa campaña de conquista de corazones y mentes de lectores, pues Posteguillo, en una incruenta blitzkrieg literaria, se convirtió con celeridad en un clásico de las novelas de romanos, un género que había dado enormes escritores extranjeros y que, en España, ya cultivaban autores consagrados como Jesús Maeso de la Torre y Juan Eslava Galán. La espera, entendida no como atravesar la laguna Estigia, sino como travesía amorosa, queda patente en la dedicatoria de la ópera prima de Posteguillo: A Lisa, por todo y, por encima de todo, por Elsa.
Comencé a escribir narrativa pocos años después de casarme. Tenía a mis espaldas numerosos artículos académicos y una tesis doctoral. Los plazos largos no me asustaban y las solitarias horas embebido en la escritura histórica, lejos de ser un tedio, constituían algo reconfortante. Estaba habituado a la investigación, al ensimismamiento, a los proyectos de largo aliento y a la escritura ordenada. A mi lado tenía a alguien que valoraba ese esfuerzo y entendió que, tras dar mis clases, me encerrase a escribir novelas, a enclaustrarme entre libros amarrado al escritorio como un galeote, viendo cómo los ordenadores obsoletos iban cambiándose por otros más novedosos, cómo los aparatosos monitores se trocaban por pantallas cada vez más planas. Y así empezaron unos años de librar oposiciones contra mí mismo, de robarle tiempo a mi vida para invertirlo en una soledad creativa cuyo fruto no sabía si recogería alguna vez. Porque al igual que sucede en las películas antiguas, las hojas del almanaque caían veloces para indicar el paso del tiempo.
Tras probar fortuna yendo por libre me busqué una agencia literaria y a partir de entonces supe lo que era entrar en un ciclo de subidas y bajadas emocionales cuyo gráfico era calcado al de un electrocardiograma. Las editoriales evaluaban mis novelas históricas, encargaban los preceptivos informes de lectura, y a pesar de que éstos solían ser favorables, las editoras decían que nones porque yo era un autor novel (me imaginaba con el cartelito verde de la L del conductor novato), o porque al ser un mero profesor carecía de resonancia mediática. Los rechazos, que llegaban como ladrones en la madrugada, me los transmitía mi agente por correo electrónico o por teléfono. Además, el seísmo de la crisis económica y la barra libre de la piratería habían producido aluminosis en la industria editorial. Me había emperrado en dedicarme a la escritura en el peor momento. Me sentía como una cobaya correteando sobre la rueda sin llegar a ningún sitio, o como Sísifo, empujando un peñasco cuesta arriba para volver a rodar ladera abajo. Probé suerte como francotirador literario y me presenté a un sustancioso premio otorgado por una editorial de relumbre, fui seleccionado entre varios finalistas y mi agente, tras contactar con la editorial, me dijo que debía ir a la ciudad mediterránea donde se entregaba el galardón, pues de no estar presente, en caso de ganarlo no me lo entregarían. Carretera y manta. Después de terminar mis clases un día entre semana, devoré kilómetros y fui. Quedé segundo. Ganó una escritora de la casa. La recomendación del jurado para publicar la obra y los propicios informes de lectura no fueron concluyentes para la editora, que, a lo señorita Rottenmeier, sentenció la novela al limbo de lo no publicado. Al año siguiente se repitió la cosa con una novela distinta. Ya no viajé, claro.
Entremedias leía como siempre, con fruición, pero al mero placer de la lectura sumé el estudio de las voces narrativas y estructuras de los autores que admiraba, para tratar de aprender de quienes habían muerto o vivían, pues los lectores habitamos en un mundo atemporal en el que el pasado siempre es presente. Los ensayos, artículos y entrevistas de Sergio Vila-Sanjuán fueron una epifanía: me caí del caballo camino de Damasco, y comencé a hacer la vivisección de las obras de James Salter, Colm Tóibín, Hilary Mantel, Robert Graves, Jean Echenoz, Philip Roth, Javier Marías, Philip Kerr, Carrère, Antonio Pérez Henares, Benjamin Black, Diane Wei Liang… De Pérez-Reverte aprendí que la estructura es una artesanía, una ebanistería esencial para la arquitectura conceptual de toda novela. Me embaulé muchas novelas históricas bestsellerianas y de casi todas aprendí algo. Bueno, me acuso de haber dejado por la mitad El médico de Noah Gordon. Uf.
Y volví a los clásicos. Aprendía de ellos mientras los devoraba en un estado de permanente asombro. Y me di cuenta que era una chorrada preterirlos por intentar estar al tanto de todas las novedades, pues muchas de ellas son experimentos viejunos y casi siempre la modernidad reside en los grandes del siglo XIX y comienzos del XX. Soy omnívoro literario, pero sólo me gusta lo bueno.
Después de tantísimos rechazos le hice caso al corazón. Retomé y reescribí una novela cuyo primer capítulo transcurría en San Lorenzo de El Escorial: La cofradía de la Armada Invencible. Acometí su escritura enfebrecido, pues aquella historia que llevaba muchos años bullendo en mi mente por fin cobraba forma. Había hallado la voz narrativa que quería.
Al finalizarla quedé exhausto. Tenía la sensación de lo baldío de los años invertidos en teclear historias, de haber tirado por la borda un tiempo irrecuperable. Y lo dejé. No es que decidiera poner en barbecho la escritura. Es que no quería sentirme un fracasado, romperme la crisma contra molinos de viento o malgastar los días en intentar publicar. La confianza en mí mismo, la pasión, el sacrificio y una mentalidad de hormigón armado para conseguir un objetivo habían resultado infructuosos. Durante varios meses volví a zambullirme en la investigación histórica y retomé uno de mis viejos temas académicos: los afrancesados. El mundo de la ficción me había derrotado, así que regresé al de la historia. C’est la vie.
Hasta que un día Edhasa decidió publicar La cofradía de la Armada Invencible.
Y mi vida dio un giro.
La espera había merecido la pena.
Conocí a personas a las que admiraba como lector y vinieron amigos nuevos a los que ya considero de toda la vida, porque la amistad, que es una variante del amor, no depende del tiempo transcurrido, sino de la intensidad y de la afinidad.
Año y medio después la misma editorial publicó El relojero de la Puerta del Sol, novela que escribí tras el flechazo que sentí al conocer la biografía del protagonista. Esa historia me impelía a ser escrita por mí. No la busqué, me llegó. Apareció.
Desde entonces la espera ya no está cargada de impaciencia para mí. Todo el proceso de alumbramiento de un libro es un gozo en sí mismo: la revisión del manuscrito para podar y pulir, la corrección de galeradas, las versiones de la portada hasta dar con la definitiva, el diseño de la campaña de promoción, los primeros ejemplares salidos de la imprenta con olor a papel nuevo y tinta fresca…
Pero la satisfacción de mayor intensidad en la escala de Richter es la mera escritura. Pensar en la novela al caminar, al ir al trabajo con las luces del alba, o en casa cuando la luna desplaza al sol, documentarse con exhaustividad, viajar en el tiempo sin moverse del que nos ha tocado vivir, resolver un problema narrativo, tomar notas en la libreta como un cazador de inspiración, apagar el ordenador con la sensación del deber cumplido, darle a leer algún capítulo a quien amamos, hablar de lo que estamos haciendo con quienes están en el secreto, pedir opiniones y compartir ilusiones cuando éstas son tan fuertes que nos desbordan el corazón.
Ésa es la escritura. Como el amor, quien la probó, lo sabe.
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