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Escritor por encargo

Escritor por encargo

Bibiana Camacho me pide un relato sobre el tema padres autoritarios para la editorial mexicana Cal y Arena. Acepto el encargo. Pocos días después me arrepiento; no tengo ganas de escribir algo que no sea uno de los dos proyectos en los que ando enfrascado, así que rebusco en el cajón virtual de mi ordenador para ver si tengo algún cuento inédito que merezca la pena. Encuentro un relato cuya idea central me gusta pero no la ejecución: en Francia, donde una ley obligaba a pagar un canon a cada población que se atravesaba con un cadáver (se pagaba a través de la empresa funeraria), un hijo en la ruina decide transportar él mismo el cadáver de su padre, de noche, sin que nadie se dé cuenta, desde el hospital en el que murió hasta el cementerio donde debía ser enterrado, en el otro extremo del país. El relato narraba el viaje de ese hombre con el cadáver del padre, con quien nunca tuvo una buena relación.

Releo la historia, que escribí hace muchos años, con el deseo de que me guste y poder enviarla a la editorial mexicana, pero no lo consigo. Me aburre la forma en la que está contada. Y me resulta falso el final conciliador.

Al rebuscar sin mucha esperanza, en especial en el archivo “Cuentos no publicables”, encuentro otro cuento, torpemente ejecutado, de un anciano en un puerto de una ciudad innombrada que realiza viajes imaginarios con la ayuda de un mapa.

"Ahora recuerdo que fui finalista único de un premio que he olvidado, pero no que consistía en la publicación del libro y en un millón de pesetas, una cantidad para mí desorbitada en aquella época"

Pero redescubro Peces voladores, un relato sobre un niño europeo que, en una playa caribeña, otea el mar con la esperanza de ver peces voladores y al que un vendedor de helados le promete sacarlo en barca a alta mar. Aunque la situación es algo tópica, un deseo inexpresado de libertad empapa la narración y le añade una nostalgia nada invasiva; me gusta, pero no me sirve para mis fines.

Y basura, encuentro también basura, aunque poca, porque muchos de mis cuentos de juventud los destruí. O creía haberlos destruido, pues hace unos días descubrí que mi hermano conserva algunos de ellos en la encuadernación que les hice cuando los presenté a algún concurso de libros de cuentos.

Ahora recuerdo que fui finalista único de un premio que he olvidado, pero no que consistía en la publicación del libro y en un millón de pesetas, una cantidad para mí desorbitada en aquella época (para que se entienda el orden de magnitudes: pasé cinco meses en Alemania con menos de cien mil pesetas, alquiler incluido). Aquel concurso me dio la felicidad de haber obtenido ese reconocimiento, yo, que no conocía absolutamente a nadie en el mundo literario, y la frustración de haberme quedado tan cerca.

"Al escribir los párrafos anteriores vuelven las sensaciones del pasado. No, no es nostalgia. Pero miro con cierto afecto al joven que fui"

Busco en Wikipedia al ganador, cuyo nombre se me quedó tan grabado como el dinero no obtenido, y descubro que Carlos Murciano publicó Apriétame la mano más que nunca, el libro que se interpuso entre mí y el premio, en 1982. Así que yo tenía veinticuatro años. ¿Anunciaba aquello una carrera literaria prometedora? Desde luego no fue meteórica: no publiqué ni un solo renglón hasta once años más tarde.

Al escribir los párrafos anteriores vuelven las sensaciones del pasado. No, no es nostalgia. Pero miro con cierto afecto al joven que fui: ah, esa ambición, esa inconsciencia, ese deseo, esa rabia sin forma. Si lo tuviese delante le pediría disculpas por haber destruido alguno de sus libros. “Lo siento”, le diría, “no me di cuenta de lo importante que fuiste para mí; en realidad, yo quería matarte para poder ser otro, pero entretanto he aprendido que es un deseo muy poco inteligente. Aunque, si lo pienso bien, eras tú el que quería acabar consigo, eras tú el equivocado”. Pero también es verdad que sin sus equivocaciones no sería yo quien soy… Conversar con el yo de hace décadas es siempre muy perturbador y confuso.

"En un volumen de relatos colectivo titulado Los cuentos que cuentan, en el que participé, el siempre inteligente Eloy Tizón escribía que ningún cuento de encargo ha sobrevivido"

Casualmente, ayer, en un club de lectura al que me habían invitado, la moderadora, Cristina Serrano, me dice que hay un cuento en Mundo extraño que parece escrito por otra persona. Y le respondo que, en efecto, lo escribió otra persona: el joven que yo era hace treinta años. La casa en Armagedón es el único cuento que siempre quise rescatar de aquella época, el único al que he sido fiel durante todos estos años.

Y ahora tendré que ponerme a escribir ese relato sobre un padre autoritario. En un volumen de relatos colectivo titulado Los cuentos que cuentan, en el que participé, el siempre inteligente Eloy Tizón escribía que “ningún cuento de encargo ha sobrevivido”. Coincido con él en que la probabilidad de que lo haga es muy baja, pero el diagnóstico me preocupa porque creo que alguno de mis mejores cuentos es resultado de un encargo. Lo difícil es conseguir el mismo nivel de obsesión con un cuento de encargo que con uno que te has puesto a escribir porque había algo que te inquietaba o atraía espontáneamente. La obsesión, la ambición, la inconsciencia, la rabia adolescentes, también el instinto lúdico; revivirlos una y otra vez cuando escribes, por encargo o no. Algo así decía hace poco Enrique de Hériz en un artículo, que terminaba con esta frase: “Volver a escribir una primera novela tantos años después, tantos libros después, con la incertidumbre del destino que le vaya a corresponder y la certeza enloquecida de que lo único que de verdad nos importa es escribirla”. En eso estamos, Enrique.

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