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Escritores de rincón

Escritores de rincón

Cuando empecé a escribir mi primera novela, no sabía lo que estaba haciendo. Ni siquiera sabía que quería escribir una novela. Sólo sabía que quería escapar a través de las páginas; a través de una historia que se me había ocurrido, y que se me seguía ocurriendo.

En aquella época estaba aburrido de mi lugar en el mundo, y por algún sitio tenía que darle salida al desánimo. Salió por ese lugar, como podría haber salido por cualquier otro. O tal vez no. Tal vez tenía que salir por ahí.

El arte es algo natural: sabemos que lo hemos estado reprimiendo cuando logramos dejarlo escapar.

"Los profesores eran dinosaurios; gruñían, se molestaban de tener que enseñar, se enorgullecían de no hacerse entender"

El lugar que yo ocupaba en el mundo no era dramático. Eso es lo que pienso ahora, pero en aquel entonces tenía una visión diferente. O quizá no tuviera visión en absoluto. Quizá la estuviera buscando, todavía. El caso es que mi visión no coincidía con mi realidad.

Acababa de entrar en la escuela de Ingenieros Navales, porque sabía que me gustaba la ingeniería, no porque me gustaran los barcos. Navales era un lugar duro, absurdo, inconexo. Difícil de describir. No creo que siga siendo así. O espero que no lo sea. Los profesores eran dinosaurios; gruñían, se molestaban de tener que enseñar, se enorgullecían de no hacerse entender. Y huían de los alumnos. Nos dejaban abandonados a nuestra suerte, sin entender nada y sin saber a quién preguntar.

Me recuerdo a mí mismo llegando a casa, abatido y desesperanzado. Sin saber qué decir a mis padres. Me sentaba en la mesa de mi habitación y sacaba los apuntes y los libros. Y seguía sin entenderlos. Por más que los leía y trataba de desentrañarlos. No comprendía nada.

La primera reacción lógica habría sido la de pedir ayuda, pero no lo fue. Vaya usted a saber por qué… Probablemente por la edad. La primera reacción, en cambio, fue la de huir sin moverme del sitio.

"Saqué un par de hojas de cuadros y las llené con lo que me pareció que era más adecuado para el principio de la historia"

Mientras pasaba el tiempo concentrado en aquellos textos insondables, una parte de mi cabeza se fue escapando a otro lugar; a uno al que no se había marchado nunca. Uno que no tenía nada que ver con mi vida, ni con la vida de nadie que conociera.

Al principio no supe qué nombre ponerle a aquello. Era como el recuerdo de una película que no estuviera seguro de haber visto, o de un libro que hubiera deseado que alguien hubiera escrito, pero que no existía, y que no dejaba de tomar forma en mi imaginación, sumando detalles y acompañándome a todas partes. Estaba conmigo cuando caminaba por la calle, cuando viajaba en el autobús, cuando me daba una ducha, cuando me metía en la cama por la noche…

Así que un día empecé a escribirla, mientras estaba estudiando. Saqué un par de hojas de cuadros y las llené con lo que me pareció que era más adecuado para el principio de la historia. Después guardé las hojas en la cajonera de mi mesa y seguí tratando de entender las ecuaciones de los libros.

Al día siguiente sucedió otra vez: escribí algunos folios más y volví a esconderlos, porque no era eso lo que se suponía que tenía que hacer en la mesa de mi habitación.

"En la nueva facultad la situación era diferente. El tiempo transcurría con normalidad, y el esfuerzo se traducía en resultados"

Poco a poco, el taco de folios secreto fue engordando, y ya no resultó tan fácil de ocultar. Lo metí en una vieja carpeta de cartón y lo encajé en una ranura que había debajo de la parte de la cajonera que se deslizaba hacia el exterior. No sé por qué lo hice; no creo que hubiera pasado nada si mi madre los hubiera encontrado mientras ordenaba mi habitación, pero una suerte de instinto de supervivencia me llevó a pensar que lo que estaba escrito en aquellas hojas era algo íntimo. Algo que no estaba preparado para compartir con nadie.

El caso es que llegó un punto en el que los folios terminaron por configurar una historia completa. Y un final. Y se acabaron.

La novela se acabó.

Fue una sensación extraña. Siempre lo es —eso lo sé ahora—, pero aquella era la primera vez, y las primeras veces son diferentes.

Estaba contento, aunque, al mismo tiempo, me sentía solo. Me sentía raro. Acababa de hacer algo que a la mayoría de la gente no le gustaba hacer. Y lo había hecho por necesidad, no por deseo.

Había necesitado escribir.

Después de aquella primera novela pasaron muchas cosas. Dejé Navales y dejé de sentirme desesperanzado por no entender nada. En la nueva facultad la situación era diferente. El tiempo transcurría con normalidad, y el esfuerzo se traducía en resultados.

Supongo que lo lógico habría sido no volver a escribir, porque ya no hacía falta escapar de nada. Pero volví a hacerlo. Volví a sentir la necesidad.

Y volví a ocultarla.

"En el arte las lecciones no se pelean. Son escurridizas, difusas, metamórficas"

Terminé otra novela. Otro texto lleno de errores, por supuesto. Estaba aprendiendo, y se aprende haciendo las cosas mal. Es una de las lecciones de las que menos hablan en el colegio. Y en todas partes. La mayoría de las cosas que nos enseñan en la vida son evidencias más o menos inmediatas: primero viene la explicación, y después haces uso de ella. Como mucho tendrás que intentarlo unas pocas veces.

El arte no es así. En el arte las lecciones no se pelean. Son escurridizas, difusas, metamórficas. Un día están aquí y al día siguiente allí. Un día crees que las dominas, y al día siguiente te traicionan.

Todo el mundo dice que leyendo aprendes a escribir. Pero es todo lo contrario: escribiendo aprendes a leer. Luchando contra las teclas y perdiendo la batalla es como luego comprendes la manera en la que otros han logrado vencer. No hay mejor espectador de un deporte que el que antes lo ha practicado: el que ha estado ahí abajo, corriendo de un lado para otro, abatido, perdiendo el aliento y peleando por pensar. Ése es el que sabe ver lo que otros no ven.

Así que, para escribir, fui buscando huecos, igual que supongo que los buscamos todos. Entre los ratos de estudio, entre los ratos que dedicas a los amigos, a los pensamientos, a las decisiones que vas tomando y las que otros toman por ti. Ahí vas dándole vueltas a esa nueva historia, y vas tecleando, a escondidas, construyendo la novela a trozos, como cosiendo retales de vidas ficticias sobre las que nadie más sabe nada.

"Siempre he dicho que los escritores somos los artistas que despertamos más rechazo"

Lo haces porque no tienes más remedio que hacerlo, y lo escondes por la misma razón. Porque de momento no es nada más que un montón de letras sobre un papel, sin portada, ni lomo, ni contraportada. Un conjunto de sucesos que no han sucedido, y que probablemente nunca sucederán.

Pero sigues escribiendo, Dios sabrá para qué. Y lo vas compartiendo con un número limitado de personas.

Siempre he dicho que los escritores somos los artistas que despertamos más rechazo. Porque cuesta poco arriesgarse a ver las fotografías de un fotógrafo novato, o a ver los cuadros de un pintor novato. Incluso puede uno arriesgarse a ver una obra de teatro de un actor novato. Pero, ¿quién quiere leer lo que ha escrito un autor que nunca ha publicado?

Por eso asumes que no tienes más lectores que tus amigos y tu familia. Asumes eso y asumes todo lo demás: asumes que escribir no tiene nada que ver con publicar. Asumes que te dicen que no. Cuando te lo dicen, porque la mayoría de las veces ni siquiera responden. A falta de respuesta, vuelves a encerrarte en la escritura, y en no saber por qué demonios te llena tanto algo que no va a ninguna parte. Algo que no se convierte en libro; que no se convierte en nada.

Asumes que estás solo, y que no sabes cuándo dejarás de estarlo.

"Para mí se ha tratado siempre de escapar; de separarme de la realidad"

Me hace gracia la imagen idílica que la sociedad perfila sobre la figura del escritor: una persona encerrada en una habitación, sentada delante de una gran mesa llena de papeles y de libros, que forman un muro delante de una máquina de escribir que martillea sin cesar. Una persona que se toma descansos para saborear su café mientras se asoma por una ventana, pensativo, sin horarios. Escritores de despacho, con la ficción por oficio y la realidad por afición. Tipos afortunados, sin duda, a los que no se parece ninguno de los escritores que conozco.

Los escritores que yo conozco no tienen despacho. Y, si lo tienen, no lo tienen para eso. El despacho es para el oficio que les da de comer, y es a ese oficio al que le roban el despacho, a ratos, para escribir. Son escritores de rincón, que no tienen un lugar concreto ni una hora concreta, que adaptan la escritura a la vida, y que se convierten, sin pretenderlo, en nómadas; en tipos con un portátil en la mochila, errantes de una rutina a la que van engañando como quien engaña a la sed dando sutiles sorbos a la cantimplora. Así es como construyen una historia, a base de momentos; viviendo cada uno de ellos en un lugar diferente: en cafeterías, biblioteca, autobuses, en madrugones previos al momento en el que se despiertan sus hijos. Es así como entrelazan frases que son escritas desde muchos rincones del mundo real que no tienen nada en común, pero que el escritor entrelaza, convirtiéndolos en islas sobre las que posa las ruedas un avión que trata incansablemente de volver a despegar. Es así como lo hacemos: como podemos.

Es así, al menos, como yo he tenido que hacerlo: planeando la estrategia de repartir ratos sobre la forma que iba tomando mi jornada: en el hueco de antes de entrar a la oficina; en este rato que queda libre antes de recoger a mis hijas del colegio; en las mañanas del fin de semana, mientras todos duermen…

Para mí se ha tratado siempre de escapar; de separarme de la realidad. Pero, mientras lo hacía, no me daba cuenta de que estaba sentando las bases para otra realidad: la de convertir una actividad clandestina en la manera de realizarla.

"Creo que fue Fernando Pessoa quien dijo que ser poeta era su manera de estar solo"

Es estúpido, lo sé, pero ya es tarde para ponerle remedio. Ahora soy de esta manera. Ahora soy el escritor que no es capaz de escribir siempre en el mismo sitio. Soy el tipo raro que no podría funcionar con un horario, ni con una única mesa para trabajar. Ahora que cuento con la posibilidad de un despacho, como esos escritores míticos de los que hablaba antes. Ahora ya no lo quiero. Porque me parece que escribir siempre sobre la misma tabla es algo contrario a lo que he hecho siempre, y no funcionaría igual de bien. Las ideas no saldrían con la misma fluidez si no tengo la sensación de que lo que estoy haciendo está prohibido, de que esto no es un oficio de verdad, sino esa otra cosa que yo me empeño en hacer y que no me lleva a ninguna parte. Necesito esconderme, y creer que nadie sabe dónde estoy, ni lo que estoy haciendo.

Creo que fue Fernando Pessoa quien dijo que ser poeta era su manera de estar solo. No sé mucho de poesía; es más, no sé prácticamente nada. Pero hay frases que se clavan hasta en la memoria del más ignorante, porque son verdad, y porque parecen imposibles de perfeccionar.

No seré yo quien me atreva a enmendarle la plana a Pessoa; comprendo perfectamente a lo que se refiere. Pero hay algo que me viene a la cabeza en esos momentos en los que levanto la vista de la pantalla y estiro los brazos y la espalda, mientras observo alrededor, redescubriendo el lugar en el que he venido a trabajar. Redescubriendo que no hay nadie conocido cerca, y que nadie que se lo proponga podrá encontrarme allí. En esos momentos vuelve la frase de Pessoa, y siempre me encuentro pensando que, en mi caso, escribir no es la manera de estar solo. Escribir es mi manera de escapar.

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