La colección “Los ilustrados” de Editorial Laetoli recoge en un tomo, con el título Escritos anticristianos, varios textos de Voltaire que tienen por tema la crítica a la religión judeocristiana. Aunque sean textos de la literatura clandestina que se expandió por Europa en la segunda mitad del Siglo de las Luces, no se puede decir que hubiesen sido totalmente desconocidos por los españoles de entonces.
No obstante, también es verdad que el análisis racional de los textos de una presunta revelación divina, especialmente la judeo-cristiana, no caló demasiado hondo en la vida cultural de la España del siglo XVIII. Una lectura crítica de la Biblia no era apenas posible porque, curiosamente, los libros sagrados en lengua vernácula no debían llegar a los creyentes. Su lectura fue desaconsejada para la mayoría devota. Se dio la paradójica situación de que, si Dios habló, sus sacerdotes se encargaron de que sus palabras no llegaran directamente al gran público. Los libros que contenían esa revelación fueron sustituidos por un catecismo. Esto fue necesario porque, contra lo que se podía esperar, la revelación no aclaraba mucho las cosas y enredaba a sus intérpretes en discusiones interminables. La lectura de la Biblia se consideró peligrosa en la religión católica y sólo se utilizaron en los cultos unos breves fragmentos para someterlos a una interpretación alegórica más o menos al gusto de los parroquianos.
La revelación del Antiguo Testamento resultaba, además, tremendamente problemática desde el punto de vista de una ética civilizada. Ese asunto escandalizó a los ilustrados del siglo XVIII, pues lo consideraron aún más decisivo que los errores o impropiedades históricas que iba descubriendo la crítica filológica en los textos sagrados. A ello se unía las incógnitas que suscitaban la figura histórica de Jesús, la doctrina que realmente predicó y los prodigios que realizó, por no entrar en el laberinto de las posteriores definiciones conciliares o de los innumerables documentos pontificios.
Tiempo atrás, Miguel Servet, en tanto que humanista, fue ya consciente de que no tiene sentido creer lo que no se entiende. Si la revelación no es adecuada al entendimiento humano, no es revelación de la verdad sino un galimatías de esoterismos, cuando no una maraña de palpables contradicciones. Esa actitud racionalista la mantuvieron en Europa los socinianos de los siglos XVI y XVII e inspiró el Tratado teológico-político de Baruch Spinoza, publicado también en la colección “Los ilustrados”. Más tarde, Pierre Bayle en su Diccionario histórico-crítico popularizó una forma erudita y desenfadada de enfrentarse con la Biblia, es decir, con los contenidos aceptados por fe. Detecta no sólo errores históricos, sino que también se sorprende ante una moral que cuadra difícilmente con la tabla de los diez mandamientos. El dios de la Biblia aprueba el robo, la mentira y el sacrificio de los hijos y es de una crueldad extrema frente a los enemigos de su pueblo escogido.
En España, una reflexión en voz alta fuera de la teología escolar se hizo esperar. Últimamente, de una forma aparentemente ingenua, Eduardo Mendoza (Las barbas del profeta, 2022), recuerda su lectura infantil de la historia sagrada y confiesa su perplejidad o incredulidad ante tales narraciones. La “fe del carbonero”, una fe vacía de contenidos específicos, es una actitud bastante generalizada. No se pregunte al creyente normal qué es lo que cree, porque ni lo sabe ni le interesa. Creencia y superstición van de la mano amparadas por la tradición o por costumbres regionales. En la vida cotidiana, la sustitución de la fe por la ciencia, como predicaron algunos forofos cientistas en los siglos pasados, no es ninguna solución. Damos crédito continuamente a lo que nos dicen otros. Los mismos ilustrados fueron bastante cautos en poner todas sus esperanzas en el conocimiento experimental. La ciencia ni lo aclara todo ni está exenta de posibles errores. Tampoco hoy en día se puede argumentar con aquello de que la religión es el opio del pueblo. Los curas influyen en estos tiempos menos que los canales de televisión y sus sermones son más ineficaces que los algoritmos de la publicidad.
En el mejor de los casos, la fe de la mayoría de los bautizados equivale a un difuso sentimiento de esperanza en alcanzar mayor felicidad, vencer mediante votos y promesas los achaques de una enfermedad o aferrarse a la vida a pesar de la muerte acuciante. La fe de Voltaire, que también la tuvo, se redujo a pensar que existe una justicia escatológica que diera soporte a un comportamiento más civilizado entre los hombres. A él se atribuye la frase “si no hubiera dios, habría que inventarlo” para que la gente no se desmadre. Esto presupondría, sin embargo, la idea de un dios bueno y justo, y no de uno cruel y caprichoso.
¿Qué sentido tiene publicar a estas horas los “escritos anticristianos” de Voltaire? Indudablemente dan testimonio de una ineludible reflexión dentro de la cultura occidental. Olvidarlos o silenciarlos no es la solución para quien piensa o medita sobre la historia del pensamiento. Quizá, por otra parte, no sean inútiles para aprender a vivir con incertidumbres cuando la verdad no tiene más valor que el de una frase repetida cien veces. Tanto el creyente como el agnóstico debe tenerlos en cuenta para no dejarse embaucar fácilmente, pero, ¿encierra el grito «¡aplastad al infame!» una incitación a la violencia anticlerical? Esto es poco probable teniendo en cuenta que Voltaire luchó por la tolerancia.
Con seguridad, no era un volteriano aquel profesor de nuestra tierra que enseñó a sus alumnos a cumplir al pie de la letra el aforismo: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Así el pedagogo se ahorraba la conversación y el debate y pasaba directamente a la acción. Desde luego, no era la vía ilustrada para acabar con los prejuicios. Estamos evidentemente ante el problema eterno de la verdad y la racionalidad. Voltaire, con otros ilustrados, piensa que la religión “revelada” es el resultado de un engaño, en su principio más o menos ingenuo, perpetuado a través de los siglos en beneficio de una casta particular. En realidad, sus escritos no van contra la religión en cuanto sentimiento íntimo, sino contra una mentira que genera fanatismo e intolerancia.
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Autor: Voltaire. Traductor: Bernat Castany Prado. Título: Escritos anticristianos. Editorial: Laetoli. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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