Foto: Daniel Mordzinski
Entonces leíamos poemas buscando el mensaje. Íbamos al cine para interpretar lo que el director había querido decir. Interpelábamos con la mirada para saber quiénes eran los otros. Observábamos la forma de vestir. Descubríamos subliminales mensajes. Descifrábamos gestos. Nos reconocíamos, tan jóvenes, en lo de “la paloma se equivocaba. / Por ir al norte, fue al sur, / creyó que el trigo era agua, / se equivocaba”.
Ayudaba pensar que el infierno eran los otros.
Con la mayoría de edad, cruzamos la frontera de Francia (Portugal aún no había salido del salazarismo), cargando mochilas en trenes de estrechos pasillos hitchcockianos que nos llevaban al paraíso de la depravación y el libertinaje.
En la estación de Hendaya habían organizado dos colas. Por una pasaban con rapidez viajeros que pertenecían al “Mercado Común”; por la otra, un gentío mediterráneo en busca de “aire libre” —“Si algo me gusta es vivir, / ver mi cuerpo en la calle, / hablar contigo como un camarada”—, que escribió Blas Otero; en busca de películas sin cortes, mensajes políticos sin censura y otras pequeñeces que nos habían hurtado en los respectivos países al sur de los Pirineos.
El cartel de Joan Miró de 1937 pidiendo ayuda para España, Aidez l’Espagne, sorprendía a la salida de la Gare d’Hendaye, en el Boulevard du Général de Gaulle (cómo olvidarlo), y algunas pintadas contra Franco animaban a pensar en la solidaridad humana hasta que, al preguntar por una dirección, varios franceses bufaran cosas de naturaleza no muy agradable.
Pocos días después entré triunfante en París y, a pesar de aquellos y de otros franceses, el Barrio Latino me acogió con abrazo cálido mientras me entretenía buscando las huellas del comisario Maigret y de la Maga, y de situarme, por fin, frente a las puertas del Olimpia, en el que cinco años antes había sentado sus reales Paco Ibáñez para cantar a León Felipe, Góngora, el Arcipreste de Hita y Rafael Alberti, entre muchos otros, que tanto nos ayudaban a soportar las mentirosas arengas de un general que nunca tuvo quien le escribiera.
La voz recia de Paco Ibáñez nos traía la incitación albertiana “a galopar, jinete del pueblo, que la tierra es tuya. A galopar hasta enterrarlos en el mar”. Algo que también conocimos en la voz y en el compromiso de Víctor Jara y de Viglietti. “A desalambrar, que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel, de Pedro y María, de Juan y José”.
En estas fotos de Daniel Mordzinski, Rafael Alberti está sentado en un sillón en uno de los conciertos de Paco Ibáñez en París. Levanta con dificultad el puño de la mano derecha, mientras Ibáñez, de negro riguroso, eleva con la izquierda la guitarra. Mordzinski no es capaz de fechar estas fotos. En ninguna de las de los conciertos de ambos se cubre Alberti con una chaqueta blanca. “No hay huella de ese concierto de París”, me escribe.
Algunos años después de mi viaje a Francia organicé en el Teatro Campoamor un concierto con Paco Ibáñez, que cantaba allí por primera vez. Las mil cuatrocientas personas que lo abarrotaban cantaron con él muchas de las canciones que se habían aprendido escuchándolas en los tocadiscos de sus casas.
Aquella noche Paco Ibáñez no dejó hueco en su repertorio para «A galopar», de Alberti. Tampoco la cantó en ninguno de los bises. Sabía que se lo pedirían a voces, como así ocurrió. Cerró el concierto con esta canción, emblema de una época, encendidas ya todas las luces y con el teatro puesto en pie, coreando y aplaudiendo enfebrecidos… “hasta enterrarlos en el mar”.
José Agustín Goytisolo, a quien también Ibáñez cantó, escribió estos versos que nos recuerdan que la pésima gestión del mundo viene de largo:
«En tiempos de ignominia como ahora / a escala planetaria y cuando la crueldad / se extiende por doquier fría y robotizada / aún queda buena gente en este mundo / que escucha una canción o lee un poema”.
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