Hace muchos años, andaba el mundo rondando las quince primaveras, escribí un cuento largo, o una novela corta, cuya trama orbitaba en torno a un concierto de Joan Manuel Serrat y a las peripecias que vivía uno de sus músicos en la ciudad donde se encontraban preparando el estreno de una gira. Bastantes veranos después, en mi primer viaje a Barcelona, me tomé una licencia para escaparme hasta la plaza Lesseps y buscar por allí las huellas del viejo cine Roxy y sus adorables fantasmas. Uno de mis primeros artículos periodísticos consistió en un texto bastardo, a medio camino entre la crónica y la crítica, a propósito del recital con el que presentó Cansiones a orillas del barrio chino de Salamanca, y durante algún tiempo me mantuve fiel a la costumbre supersticiosa de escuchar «Hoy puede ser un gran día» en vísperas de cada examen. Conservo todavía el autógrafo que me firmó a las puertas del Ayuntamiento de Gijón, tras la rueda de prensa de presentación de aquella tournée que se llamó El gusto es nuestro y que fue, sobre todo, un largo encuentro entre amigos que se inició el 8 de agosto de 1996 en el hipódromo de Las Mestas. Pude haberle contado todas esas cosas, y alguna más, cuando cenamos juntos hace un par de años, pero no lo hice; habría sido un pecado eternizarme contándole mi vida a Serrat porque lo interesante era que él hablase de lo que le apeteciese. En realidad había venido para hablar de Mario Benedetti, con quien le unió una amistad estrecha que había cristalizado por aquellos días en una antología y que unas décadas atrás había alumbrado un álbum que se tituló El sur también existe y cuyas canciones pasaron por mi cabeza con frecuencia en un viaje, entonces reciente, por latitudes paraguayas, argentinas y uruguayas. No fue la única vez. Alguien escribe en alguna parte que existe una canción de Serrat para cada momento de la vida y es escrupulosamente cierto. A mí me lo descubrió mi madre —que es muy fan suya y que probablemente, lo deduzco aunque nunca me lo haya dicho, anduvo medio enamorada de él de jovencita—, gracias a una casete, «Bienaventurados», que sonó mucho en el coche y a un estuche que andaba por casa y que recopilaba lo que por los ochenta venía a ser el canon completo de su obra en cuatro discos. Estaban allí sus «Cantares» y sus «Nanas de la cebolla», que fueron mi puerta de entrada a los mundos de dos poetas imperecederos e irrenunciables. Poco después tomé yo el testigo en el camino: las primeras palabras que aprendí en catalán me llegaron a través de aquella reivindicación de la nova cançó que fue D’un temps, d’un país, y me fui de casa al cumplir la mayoría de edad con las estrofas de «Sombra de la China» componiendo un himno personal e intransferible al que se aferraba mi desarraigo voluntario. Seguramente fue Joaquín Sabina quien mejor definió a Serrat en aquella canción que le compuso y en la que se refería a él como un alquimista de las emociones que tiene el don de curar las heridas ajenas a través de un repertorio que está inscrito a fuego en la memoria sentimental de varias generaciones, a uno y otro lado del Atlántico. Decir Serrat es decir amigo hasta para quienes no han tenido nunca el gusto de conocerlo personalmente, porque a los amigos uno les cuenta todo en la confianza de que no se irán nunca de la lengua y Serrat es ese tipo del que sabemos que lo sabe todo de nosotros y no estará dispuesto jamás a revelar nuestro secreto. De ahí que la concesión del Princesa de Asturias de las Artes —también podrían haberle dado el de las Letras, o el de Comunicación y Humanidades, quién sabe si el de Deportes; hasta alguna coartada podría haberse encontrado para concederle el de Investigación Científica y Técnica— congregue a tanta gente en los predios de la alegría: porque premiándolo a él premian la huella que ha dejado en nuestras vidas, y eso es un poco como si nos premiaran a todos. Serrat es tan grande que incluso después de haberse retirado consigue, en estos tiempos tan endemoniados y marrulleros, que una inmensa mayoría de los españoles estemos de acuerdo en algo.
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