Si Camilo José Cela reflejó la España dictatorial de los años cuarenta a través de las peripecias de los clientes de un café madrileño, Diego Trelles Paz ha hecho lo mismo a través de una taberna limeña por la que discurren personajes de lo más estrafalarios, la mayoría de los cuales denotan en su comportamiento toda la violencia, corrupción y deriva del Perú de las últimas décadas.
En este Making Of, Diego Trelles Paz explica el origen de La lealtad de los caníbales (Anagrama).
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Exactamente una semana después de la aparición de La lealtad de los caníbales en Barcelona, Rodrigo, un amigo peruano, el dueño de la única librería hispanoamericana que resiste en Ginebra, me envió por WhatsApp un reportaje reciente de la televisión nacional titulado «Ladrones con uniforme». Su mensaje, escueto y asombrado, decía: «¡Tu novela, loquito!»
Una noticia como esta, insólita y vergonzosa para muchos países, en el Perú es tan común y recurrente que se vuelve costumbrista: la idea de las fuerzas policiales no como agencias del orden público encargadas de velar por la seguridad de los ciudadanos, sino, por el contrario, como organismos represivos que les roban, los persiguen, los reprimen, los asesinan, y propagan el caos.
Viéndolo en perspectiva, la idea de un policía malo (corrupto, drogadicto, delincuente) en Lima —que robé de esa rara y notable película de Abel Ferrara llamada Bad Lieutenant (1992)—, no solo fue el germen de mi novela Bioy (2012) sino, en tanto idea matriz, algo parecido al corazón del proyecto de tres novelas sobre la violencia política en el Perú que ahora, doce años más tarde, luego de La procesión infinita (2017), clausuro con La lealtad de los caníbales (2024).
La idea de la estructura, no obstante, como casi todo lo que escribo, surgió del cine. Si bien soy un gran apasionado del género de gangsters, no imaginé La lealtad de los caníbales como un policial heterodoxo (es decir, sin detective ni el enigma de un asesinato), sino como una novela coral donde todos los personajes, extraños entre ellos, confluían en el único bar limeño que aparece en mi literatura desde Hudson el redentor (2001): el bar del chino Tito.
El modelo entonces era, por un lado, cinematográfico (Short Cuts (1993) de Robert Altman o Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson) y, por el otro, literario (La colmena (1951) de Camilo José Cela). En estas tres obras complejas y fascinantes, la idea de los destinos trágicos de numerosos personajes que se entrelazan mientras se encuentran en un mismo espacio (metáfora del enjambre a la que alude Cela desde el título), funciona como un conjunto de vidas cruzadas.
Tiendo a pensar en La lealtad de los caníbales como una novela divertida pero también triste, de historias sorprendentes y múltiples enigmas que, a través del humor y el horror, la violencia y ese amor puro y sincero de los condenados, intenta retratar el presente de un país en constante derrumbe.
Pero no solo se trata del Perú. La antropofagia a la que alude metafóricamente su título la vemos hoy día propagándose por un mundo que normaliza la falta de empatía hacia la guerra y el genocidio.
O como escribe en la novela el personaje del troll: “Los caníbales son todos aquellos que traicionan sus principios de vida y están dispuestos a llevar a cabo el horror antropófago de ‘comerse’ unos a otros para obtener un poder sobre el resto. El acto no tiene que ver con la supervivencia. El hambre que palpita en sus cuerpos no es física. Hay un enaltecimiento secreto de la deshumanización. Comerse es imponerse a los demás. El ideal humanista de la solidaridad comunitaria se pone bajo sospecha hasta suprimirse”.
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Autor: Diego Trelles Paz. Título: La lealtad de los caníbales. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
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