Ahora que lo pienso, un libro de elegante hechura fue el último regalo que recibí, y aprovechando que el tiempo pasa de forma distinta, y acomodaticia, en las librerías me dio por visitar algunas de las mejores. En ellas me demoré, una tarde entera al margen de los relojes, embargado por la emoción. Entré en la Lello e Irmao, rua das Carmelitas; en Shakespeare and Company, la tienda de Sylvia Beach, en la rue de l´Odéon, justo enfrente de La maison des amis des livres, de Adrienne Monnier. En la Shakespeare and Company tuve el privilegio de cruzarme con la señora Beach sin atreverme a dirigirle la palabra, pero ella me bendijo al decirme de soslayo «buenas tardes», lo que me reconfortó hasta el punto de que guardo en mi cabeza, con la devoción de quien atesora una reliquia de primer grado, el eco de aquel saludo susurrado desde la cortesía. También recuerdo el grato impacto que me produjo la contemplación sosegada de los retratos, de ilustres parroquianos, que vestían los huecos de la pared libres de estanterías. Fue como hacer tertulia con los retratados.
Al otro lado del canal, me dirigí a Charing Cross Road. En primer lugar a la Foyles y a continuación a Marks & Co., en el número 84 de la calle, en cuyo interior lo primero que hice fue buscar disimuladamente a Frank Doel, sin éxito alguno porque ese enigmático inglés de clase modesta, experto en libros raros y circunspecto hasta el cansancio, llevaba una vida rutinaria y humilde en grados melancólicamente insoportables. De nada me hubiera servido cumplir la estratagema que, con la intención de romper el hielo entre nosotros, yo había tramado; es decir, hacerle entrega al probo librero de un modesto paquete, conteniendo pequeñas provisiones, de parte de Helen Hanff, desde América.
A unos doscientos kilómetros al norte, en Gales, llegué a un pueblo de apenas 2000 habitantes donde abrían sus puertas casi cincuenta pequeñas librerías. Se trata de Hay-on-Wye, en el condado de Powys. Entre tantas tiendas como de cuento, atiborradas de libros viejos, elegí la que dio origen a tan hermoso hacinamiento: La estación de bomberos (así llamada no en memoria de la famosa novela de Ray Bradbury, como pensé de primeras, sino por el simple hecho de que allí se había ubicado tiempo atrás un modesto parque de bomberos). Además tuve la fortuna de coincidir —corría el mes de Mayo— con la celebración anual del Festival Hay. Ganas me dieron de quedarme allí a vivir —o a soñar— para siempre. Pero aquello no era un sueño; ni siquiera un libro.
Luego pasé, en un abrir y cerrar de ojos, a La librería de los escritores, principalmente movido por el deseo de encontrar a la Tsvietáieva, a Rémizov y, sobre todo, a Mijail Osorguin. A continuación me dirigí a la Altroquando para buscar un bonito libro sobre cine que me facilitase la tarea de afrontar mi comprometido articulo para la prensa (mejor el cine que la nomenclatura, dónde va a parar). Finalmente entré en Fuentetaja, todavía en la calle San Bernardo. Me recibió Jesús Ayuso, quien gentilmente me mostró todos los libros editados por Endymion en tiempos de Jesús Moya, tierno cascarrabias amigo de los gatos, como irónicamente lo dejó retratado el genial polifacético Ginés Liébana.
¿Merece la pena visitar semejantes templos de la figuración, donde el tiempo pasa de manera distinta, cuando hay lectores que no leen, del mismo modo que hay escritores que no escriben?…
Por supuesto, me dije.
También se dan los lectores que, aun leyendo, pasan por la vida ayunos de aventura literaria. ¿Para qué les sirve la lectura a esos desgraciados?… Digamos que son legión los que aburren a las piedras ofreciendo su pedantería libresca, desgranando argumentos y anécdotas o repitiendo opiniones escuchadas al vuelo aquí y allá.
El caso es que iba yo queriendo comprar un libro y acabé comprando flores. Cerca de casa me detuve en un pequeño puesto callejero en el que adquirí, sin motivo alguno, un ramillete de pensamientos. Eran flores hermosas, como las tres rosas amarillas con que Raymond Carver nos obsequia para mayor deleite de los amantes de Chéjov. Hoy mis flores, o pensamientos, y las rosas amarillas de Carver permanecen marchitas sobre mi escritorio, verdadero camposanto de emotivas insignificancias que, aun así, me sobrevivirán.
Aunque bien mirado, ¿dónde está escrito que para gozar de un libro haya que leerlo de cabo a rabo?… ¿Y el placer de una caricia?… ¿Acaso semejante regocijo no dura lo mismo que la eternidad o una tarde en la tienda de libros?… ¿Y la calamidad del despertar tras un sueño dulce?… ¿Y la temperatura de un suicidio discreto y leal?… ¿Y la liviandad de un parpadeo?… ¿Y los recados que esconde una flor?…
En fin, ¿cómo definir ese tiempo parsimonioso, al margen de los relojes, que pasamos en las librerías para acabar comprando pensamientos que al menos, como todo el mundo sabe, curan la melancolía?…
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