España nunca ha muerto: nunca puede morir.
Esto no lo escribió un fascista, sino un rojo. Son dos versos de un viejo himno que empieza así:
“En España, las flores
que nacen en abril
no nacen de alegría.
Sí de dolores, sí”.
Lo de abril viene a cuento de que en abril de 1939 acabó La Guerra, según el célebre último parte del Cuartel General del Caudillo. “Españoles, la guerra ha terminado”. Tanto en el parte como en el himno se habla mucho de España. Lo mismo, por cierto, que en otro célebre himno, también antifranquista, la canción de Bourg Madame.
“Os juramos volver a nuestra España
para vengar la afrenta de la humanidad”.
La afrenta era Franco, claro. Estos himnos de aliento épico me vienen a la cabeza cada vez que Ada Colau, Pablo Iglesias, Íñigo Urcullo o los separatistas catalanes evitan decir “España”. También me viene la pregunta de por qué lo harán. En el caso de los nacionalistas vascos y los separatistas catalanes está claro, pero en el caso de los dirigentes “izquierdistas” la cosa cambia.
“Españoles que España habéis ganado labrándola entre lluvias y entre soles. Rabadanes del hambre y el arado: españoles”.
Los rojos españoles han sido muy aficionados a España y, contra lo que se cree, siempre han hecho uso de su nombre con lealtad, unción devota y ningún complejo. Se puede ver en los versos anteriores, del comunista de carnet Miguel Hernández y que aparecen en su poemario Viento del pueblo, hermoso título de resonancia revolucionaria. Por su parte, el cantante vasco afincado en París Paco Ibáñez lleva cincuenta años entonando a voz en cuello A galopar, que es un combativo poema en cuyo primer verso ya salen a relucir “las tierras, las tierras de España”. Y eso que lo escribió Rafael Alberti, otro comunista. Alberti mencionó mucho España en su obra (y no el Estado Español).
“Hoy las nubes me trajeron, volando, el mapa de España”.
En esta hermosa añoranza recuerda el poeta que una tarde, exiliado en Argentina, paseaba por el campo, allá en El Tigre, cuando unas nubes taparon el sol y entre luces y sombras creyó ver la silueta del mapa de España proyectada en el suelo, “sobre el pasto”, y cómo se paseó por ella muerto de nostalgia.
“Yo, a caballo, por su sombra busqué mi pueblo y mi casa”.
España, con todas las letras, ha sido muy importante para los rojos españoles, y durante los cuarenta años de Franco, los “forrenta” según Forges, a los exiliados les bastaba ese nombre para saciar una sed que era metáfora de la nostalgia. En el poema citado, una vez hallados su pueblo y su casa, el poeta evoca un patio en el que mana una fuente.
“Aunque no estaba la fuente, la fuente siempre sonaba. Y el agua que no corría volvió para darme agua”.
España no sólo calma la sed. España alimenta. El poema aparece en el libro Baladas y canciones del Paraná, donde España está omnipresente. Otro que también habló de España sin parar fue Luis Cernuda, gentleman antes que rojo.
“¿España? Un nombre.
España ha muerto”.
Este displicente gesto de amargura podría pasar por retórica de político reaccionario, pero es una estrofa de la cernudiana «Impresión de destierro», del libro Las nubes. A los españoles, seamos de derechas o de izquierdas, murcianos o riojanos, del Madrit o del Barsa, nos encanta firmar el acta de defunción de España cada vez que la realidad nos lleva la contraria. Aunque es el propio Cernuda quien se la lleva a sí mismo cuando, unas páginas más adelante, nos regala su emotivo «Un español habla de su tierra», poema que también cantó Paco Ibáñez y que empieza con una sentida evocación paisajística que es trasunto del alma española, de una de tantas almas como es posible imaginarle a España.
“Las playas, parameras al rubio sol durmiendo, los oteros, las vegas en paz, a solas, lejos”.
El poeta, a continuación, se encara con España en persona y no le ahorra reproches.
“Contigo solo estaba, en ti sola creyendo; pensar tu nombre ahora envenena mis sueños”.
Finalmente se dirige desengañado a un hipotético español del futuro, a nosotros, como si adivinara nuestra desmemoria, nuestra gazmoñería y nuestra vagancia.
“Un día, tú ya libre de la mentira de ellos, me buscarás. Entonces ¿qué ha de decir un muerto?”
Cernuda se dirigió en varias ocasiones a los españoles del futuro para recordarles, recordarnos, la realidad oculta bajo la impostura de quienes ya entonces se envolvían en una bandera, la que fuera, tapaban con ella sus miserias, azules o rojas o carlistonas, y se adueñaban no sólo de la España real, sino también de la simbólica.
“Lo que el espíritu del hombre ganó para el espíritu del hombre a través de los siglos es patrimonio nuestro y es herencia de los hombres futuros. Al tolerar que nos lo nieguen y secuestren, el hombre entonces baja, ¿y cuánto?, en esa dura escala que desde el animal llega hasta el hombre”.
Esto asegura en su poema «Díptico español», que aparece en el libro Desolación de la quimera, y que muestra hasta que punto le preocupó el tema. Exiliado la mitad de su vida, Cernuda nunca dejó de pertenecer a esa realidad que, antigua como el mundo, desde antiguo todo el mundo conoce con el nombre de España. Ya cierta “monja” Egeria, que en el siglo V peregrinó a Tierra Santa, era identificada por esos mundos de Dios como “hispana” (Viaje de Egeria, edición, traducción y comentarios de Carlos Pascual. Ediciones La Línea del Horizonte, 2017). Del mismo modo, siglos después, exiliados y emigrantes fueron identificados por ahí como “españoles”, spaniards, igual que hoy ejecutivos, peregrinos y turistas. Y es que aquel vocablo, “hispana”, con el que saludaban hace quince siglos a la buena de Egeria en todas partes, daría en “hispaniola” y después en “espagnole” cuando el gabacho transformó “Hispania” en “Espagne”, ese lugar que nos acoge a todos en el extremo sudoccidental europeo. Todo indica que soldados, mercachifles y leguleyos romanos heredaron el mot maudit de la parla cartaginesa, corriente en el Mediterráneo occidental hasta que el latín tomó el relevo doscientos años antes, nada menos, de que Cristo anduviese por el mundo. Vamos, que la palabreja tiene recorrido.
Blas de Otero, rojo hasta el corvejón y comunista como Hernández y Alberti, escribió un libro entero Que trata de España. No es una excepción: las referencias y menciones a España son constantes en su obra, como el poema titulado «Espejo de España», que aparece en el libro Con la inmensa mayoría.
“Ávila. Toledo. Lágrimas de piedra, ardiendo
en la cara del cielo (…) Pasa un agua en silencio. Lenta, ancha como el tiempo.
…
Oh, espejo de España. Yermo yelmo. Bajada del Pozo Amargo.
Yo no sé si España es una realidad nacional, y tres narices que me importa, pero que es una realidad histórica y, sobre todo, poética, es innegable. “Escolta, Espanya, la veu d’un fill…”. O sea, “escucha, España, la voz de un hijo ¡un hijo! que te habla en lengua no castellana”, etc. En fin, que mucho antes de Cernuda el gran poeta “nacional” catalán, Joan Maragall, ya dialogaba con España y la reprendía. No puedo terminar sin mencionar en este punto a Celso Emilio Ferreiro, de la misma quinta que Otero, aunque de comunista tuviese lo que yo de alicantino. De su personal ideario han pretendido adueñarse muchos, desde falangistas a comunistas pasando por las mil variantes del nacionalismo gallego, pero al final a nadie acomoda. El hombre fue muy suyo, libre y de una independencia feroz. Autor de un poemario cuyo título ha hecho fortuna, Longa noite de pedra, en él aparece un poema dedicado a la lengua gallega que se titula con precisión «Miña lingoa proletaria» y que termina con una evocación de la Galicia Mítica.
“E ti vives no mundo, terra miña,
berce da miña estirpe,
Galicia, doce mágoa das Españas,
deitada rente ao mar, ise camiño…”
Ferreiro, devoto confeso de Antonio Machado, ubica con precisión Galicia adosada al mapa sentimental de las Españas. No incurriré de nuevo en la grosería de traducir. Sólo indicaré que “berce” es la cuna de los bebés, que “doce” es “dulce”; “deitar”, “echar”, así como “tumbar” y también “acostar”; “rente”, “al lado” o “junto a” algo. “Mágoa”, por su parte, equivale a un dolor, un pesar, una pena y más variantes. Vamos, que una cosa es España y otra lo que contiene, sea un rumor de parlas, dos Estados, la futbolística furia o doces mágoas, dulces penas de siglos que toca asumir sin poner caritas raras ni hacer aspavientos. España con sus dolores a cuestas y su Literatura en mil lenguas, incluidas la arábiga y la latina, “nunca ha muerto”, como asegura el venerable himno rojo. Y, por supuesto, “nunca puede morir”. Ya lo dejó advertido César Vallejo, peruano como Llosa. “Si la Madre España cae, salid, niños del mundo. Id a buscarla”.
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