“Un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”.
—Antonio Machado, Campos de Castilla.
Me recomienda un amigo un libro de título sugestivo, La traición en la historia de España. “Te puede salir una bonita circunvolución”. Asiento, pero a mí mismo me digo que no. Puede que la traición tenga interés literario, pero desde un punto de vista histórico no. Y pienso que, por no tener, ni sentido tiene un libro con semejante título, La traición en la historia de España, o en la de cualquier otro sitio, porque un hecho siempre puede ser traición y lo contrario, depende de quien lo cuente.
Y, sobre todo, de a quien favorezca contarlo.
Para el historiador nada debiera ser nunca traición ni heroicidad. Su tarea no es moralizar, sino determinar qué demonios ha ocurrido. Exactamente y sin demasiados adjetivos. El historiador es un profesional. Como los notarios o los detectives.
Nada más empezar a leer La traición en la historia de España comprendí que el joven historiador pontevedrés Bruno Padín Portela, su autor, pertenece por fortuna a esta especie de historiador. Frío, desapasionado y aséptico, ya en las primeras páginas deja ver que, pese al impactante título de su libro, no trata de hipotéticas traiciones, más o menos novelescas, sino de la presencia del concepto “traición” en la historiografía española. Una presencia recurrente, a su juicio.
Padín, al que auguro futuro brillante fuera de nuestras fronteras, ya que dentro bien pudiera ser traicionado, señala que la traición está presente en la historia patria desde el comienzo mismo de los registros, que otorgan importancia desmedida a la traición sufrida por el lejano Viriato, allá en los tiempos de Cristo o, bueno, un poco antes, y no menos a la ya mítica respuesta que el romano habría dado a los que pretendieron lucrarse con la vileza. “Roma no paga a traidores”. Expone Padín, acto seguido, el también paradigmático caso de Sertorio, posterior en unas décadas al de Viriato, y después aborda un período tan complejo y particularmente oscuro como la Alta Edad Media para analizar el extraordinario asuntillo de la Pérdida de España, que protagonizan el atormentado conde don Julián, su provocativa hija La Cava, un rey lascivo llamado Rodrigo y, para rematar, un moro satánico, pérfido, cruel y terrorífico, el Moro Muza, que saca partido al drama. Un cuento apasionante que explica la invasión musulmana y que durante siglos se tuvo por verdadero suceso histórico, lo que no me extraña, porque ni la maestría de Shakespeare hubiera organizado uno mejor.
Y así hasta el presente. En el camino, repasa Padín las fuentes, motivos y circunstancias de las mejores historias de traidores a nuestra patria, entre las que se cuenta, oh sorpresa, la curiosa y original peripecia de nada menos que El Cid, que habría empezado como traidor y traicionado a la vez, como tantos, pero que finalmente caería en la memoria colectiva del lado de los héroes, donde se fue cocinando siglo a siglo como modelo de españolez rampante para tirios y troyanos.
En un capítulo muy especial, rastrea Padín Portela las fuentes del triste mito de los judíos españoles, más víctimas que otra cosa, y que aún así se han visto convertidos en molde de toda traición, hasta el punto de dar a la lengua española el brutal vocablo “judiada”, un sinónimo —históricamente injusto, todo hay que decirlo—, de “traición”.
Nos encontramos, en fin, ante una rigurosa y documentada “historia de nuestra historia” y que a partir del llamativo peso que, a juicio del autor, tiene la traición en ella, propone una reflexión sobre cómo se ha venido construyendo esa historia a lo largo del tiempo y, sobre todo, por qué así y no de otra manera. El motor del trabajo, el punto de partida, es la constatación, asumida por todos los especialistas, de que la Historia que se nos viene contando en el colegio —Altamira, íberos y celtas, Numancia, Sagunto, Viriato, la Reconquista, Cristóbal Colón, el Siglo de Oro y las guerras de Sucesión y de la Independencia (con Bailén, el 2 de Mayo y los sitios de Zaragoza y Gerona en lugar preeminente)— responde a las necesidades del estado liberal, alumbrado sin remedio por la Revolución Francesa; una circunstancia, que nadie se asuste, en línea con las historias “oficiales” de que se han dotado todos los países del mundo, lo que no significa que sean “falsas” exactamente, sino que se entretienen más de lo necesario, digamos, exaltando la idea de Nación, el gran hallazgo de la época, así como en buscar un supuesto “carácter nacional” permanente a través del tiempo y los siglos, y también, por último, un “malvado” enemigo que en todas las épocas y bajo distintas encarnaciones pretende siempre someter a sus dictados el encanto prístino que distingue y adorna a la nación primigenia .
Ya hemos señalado que cualquier hecho se puede contar de mil maneras, y que todo depende de dónde ponga el acento y los subrayados el narrador, el historiador en este caso, como saben de oficio novelistas, cuenta-cuentos, teatreros, tribuletes y empuja-letras en general. Digamos que, más que la interpretación de los acontecimientos, lo más discutible de la Historia que se construyó en el XIX, y no sólo en España, insistimos, sería cierta “generosidad” a la hora de tildar de “históricos” sucesos “convenientes” en ese momento a la Nación, a juicio de los Padres de la Patria, pese a carecer de un mínimo soporte documental fiable. Servidor puede aportar la divertida anécdota personal de haber oído hace mil años en su parvulario británico de labios de su profesora de Historia, la entusiasta Miss Muriel, a la que Dios tenga en Santa Gloria, que el primer rey de Inglaterra fue Arthur Pendragon, casado con la bella Ginebra y elegido por la Providencia para luchar contra los sajones con la ayuda de los Doce Caballeros de la Mesa Redonda y de su amigo Merlín, que era quien había levantado el cromlech de Stonehenge una noche loca que tuvo. Y, en fin, todo así.
En este sentido, el peso que la fabulosa figura del traidor adquirió a través de los siglos en la construcción de la historia nacional de España, a juicio de Padín, sería tal que a finales del XIX terminó contagiando los nacionalismos pedáneos, esos me too’s dependientes de la historiografía española y que, por contagio, han incluido en sus relatos fundacionales la traición con el mismo peso. Padín encuentra inevitable el fenómeno y se complace repasando simetrías entre los relatos nacionales español y gallego, el primero cocido a fuego lento por una tradición de veinte siglos, el segundo confeccionado en plan fast food a lo largo de los últimos ciento y pico de años. Lo hace con tal detalle que adelanta lo que debería acabar como un trabajo sobre la influencia gravitatoria de la historia nacional española en la confección de las respectivas historias nacionales de su internacional rosario de satélites y planetas, desde ese delirante cinturón de asteroides con regusto aldeano, caciquil y carlistón que son las “nacionalidades históricas” hasta la espectacular nube de Oort que allá, al otro lado del éter, conforman las repúblicas hispanoamericanas y demás residuos orbitales depositados a lo largo y ancho del cosmos por la combustión de un Imperio. ¡Chévere…!
En fin, que La traición en la historia de España es un trabajo apasionante cuya lectura ha resultado, además, muy divertida para quien esto escribe. Rigurosamente documentado, con gran aparato de notas y bibliografía, cabe dudar aún de si estamos ante una obra de divulgación o, más bien, ante una solvente tesis académica, docta, de alcance y capaz de abrir muchas puertas. Probablemente las dos cosas, señores. Como debe ser. Ante todo, seriedad.
¡Grande, Padín!
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Autor: Bruno Padín Portela. Título: La traición en la historia de España. Editorial: Akal. Venta: Amazon
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