La época victoriana fue fecunda en espectros. La literatura dejó una legión de ellos, que se adherían como una tela de araña a los dedos de lectores ávidos de trances.
La vida cotidiana introdujo un nuevo hábito entre la burguesía: el espiritismo.
Los espectros llegaron a extender su sombra traslúcida hasta tal punto que los intelectuales de renombre comenzaron hablar sin pudor de sus propias visiones… Eso sí, apoyándose en argumentos médicos y seudocientíficos que ponían un dique entre su lógica y la superstición de los indocumentados.
Muchos de los intelectuales de la época lidiaron con espectros: De Quincey, Robert Browning, Elizabeth Barrett, Edward Whymper, Arthur Conan Doyle… Ni siquiera Leslie Stephen se resistió a contar alguna de las visiones que lo asaltaron. En 1861, poco antes de emprender la subida al Mont Blanc por la ruta de St. Gervais, en el Col de Miage fue testigo de un desafortunado accidente que aconteció a Mr. Birkbeck.
Subía impetuosamente y, sin que nadie pudiese advertir cómo, se había desencordado, alejado del resto de los integrantes de la cordada y al momento ya se había deslizado 1700 pies pendiente abajo. Cuando pudieron alcanzarle, a ninguno de los presentes se les pasó por alto lo delicado de su estado y, lo peor, bajarle era imposible a efectos prácticos. Lo más sensato era que un médico le atendiese allí mismo sin tardanza.
Él mismo, cuyo paso era ágil y se había convertido en leyenda —lo describían como una tijera en las pendientes—, se ofreció para bajar a Chamonix en busca de un médico que lo acompañara de vuelta para examinarle, mientras los demás permanecían al lado del accidentado, prestándole todos los cuidados posibles, aunque necesariamente precarios.
Aquel día la fatiga lo había acechado cada minuto. La noche anterior apenas había podido dormir, pero la urgencia daba bríos a su espíritu y piernas. Su cuerpo aún se dolía de la roca desnuda sobre la que se había tendido las horas precedentes, y la soledad y el silencio en el camino, que transitaba a marchas forzadas, lo hicieron caer en un estado de duermevela mientras avanzaba como un autómata, vacío de pensamientos. Fue cuando ya estaba muy próximo a Chamonix cuando comenzaron a superponerse ante sus ojos los objetos reales y los que soñaba. Veía a lo lejos colegas de Cambridge que se aproximaban y se desvanecían cuando casi podía extender el brazo para tocarlos. Veía carros a punto de partir, carros que acababan de llegar, que estaban siendo cargados o descargados, casas alineadas junto al camino, casas de cuyas chimeneas salía humo, casas con las puertas abiertas y casas con las ventanas cerradas y, cuando pasaba por delante, desaparecían con sus habitantes, con sus palas apoyadas en la pared, con sus estancias en las que ardía un fuego alegre o tristemente descuidadas.
Nunca relató la visión que presenció la fatídica noche del accidente más que para exponer su posición y pobre experiencia sobre las historias de aparecidos o fantasmas, ni extrajo de ella ninguna evidencia que no fuera la de que a veces el mundo onírico y el mundo real conviven en un estado mental no totalmente lúcido. Nunca creyó en un más allá habitado por sombras reconocibles, a las que puedes llamar por su nombre. Pero en la montaña esas visiones existen. Asaltan en la fatiga, surgen de la nada y son tan reales que ponen en tela de juicio la cordura. Escribir sobre ellas reveló a Stephen que estas visiones no pueden ser remitidas a la ensoñación, sino a un cambio en el estado de ánimo que hace que las cosas que fueron fantasmas pasen a ser reales.
Las visiones en la montaña de Leslie Stephen y el arco de bruma que presenció Whymper tras el trágico accidente del Matterhorn tenían algo en común: ambas siguieron a un fatal accidente que había alterado sus ánimos.
Se ha insistido mucho sobre el tema de la visión que se representó ante Whymper a su descenso del Matterhorn. Ignorando su propio relato del fenómeno, se insiste una y otra vez en que lo que presenció no fue sino el espectro de Brocken, lo cual es perfectamente plausible, porque las condiciones en las que tal aparición tuvo lugar son exactamente aquellas que favorecen su aparición y, más aún, la expedición italiana que bajaba por la vertiente de Valtournanche fue sorprendida por el espectro entre las seis y media y las siete de la tarde del mismo día, prácticamente a la misma hora que los desdichados alpinistas, que habían coronado el Matterhorn por vez primera, descendían aterrorizados por la desgracia que acababa de afligirles.
El valor de estas experiencias, las de las visiones, fue admirablemente expresado por Thomas de Quincey, quien las contempla a la luz de la experiencia del «vidente», en su caso la videncia propiciada por su consumo de opio: Te convences de que la aparición no es sino tu reflejo y, al confesarle tus más secretos sentimientos, conviertes al fantasma en un oscuro espejo simbólico que refleja a la luz del día lo que de otra manera quedara oculto para siempre.
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