En 1953 se estrenó por primera vez Esperando a Godot, del irlandés Samuel Beckett, un tipo al que casi nadie conocía. Los que lo recordaban lo hacían por haber sido secretario de otro irlandés ilustre: James Joyce.
Su obra Sin, de 1969, consta de siete páginas, y arranca así: «Ruinas refugio cierto por fin hacia el cual de tan lejos tras tanta falsedad. Lejanos sin fin tierra cielo confundidos sin un ruido nada móvil. Rostro gris azul claro cuerpo pequeño corazón latiendo solo en pie. Apagado abierto cuatro lados a contracorriente refugio cierto sin salida». Toda una declaración de intenciones en el mismo año en que recibe el Premio Nobel de Literatura.
Beckett fue un literato que no solo fue un literato. Fue un tipo que colaboró con la resistencia francesa y que incluso prestó cobertura al maquis en la lucha contra Franco, siendo uno de los primeros en firmar un manifiesto contra el encarcelamiento de Fernando Arrabal. De gran carga ideológica en lo político, la aplicó también al lenguaje, buscando nuevas formas de narrar. Sus obras bucean entre el naturalismo, el minimalismo, el existencialismo y el más vanguardista experimentalismo.
Si el naturalismo influyó decisivamente en el nacimiento de la novela negra americana y, según queda claro en la declaración de intenciones de Sin, Beckett finalmente abandera el experimentalismo literario, no es extraño que David Llorente, un tipo que allá por 2014 puso la novela negra patas arriba con Te quiero porque me das de comer no solo por el fondo sino por la forma haya elegido Esperando a Godot para hacer una adaptación de la obra más conocida de Beckett. De hecho, David Llorente se parece mucho a Beckett. Yo ya lo pensaba antes de la adaptación teatral de Godot. Por eso no me extrañó que eligiera precisamente esta obra para su nueva aventura dramatúrgica.
Pero ¿quién es Godot? En realidad no importa. ¿Y por qué? Pues porque no es lo verdaderamente relevante. La novela negra nos enseñó que no es tan importante quién comete un crimen, como se obstinaba en poner de manifiesto la novela enigma y sus intrincados argumentos, sino las circunstancias que llevan al criminal a cometer tal acto, su entorno social y sus conflictos personales. Seguramente Godot no existe. Seguramente Godot es una entelequia. Seguramente Godot y el acto de esperarlo es una metáfora de lo absurdo de la vida, de la necesidad del ser humano de emplear su tiempo en algo, en cualquier cosa. Todo vale si se trata de romper el tedio, la insoportable levedad del ser, la rutina de la rueda de una vida que gira sin la voluntad de aquellos a los que arrastra.
En la versión de David Llorente, Leo y Mia ejercen de genuinos Vladimir y Estragón (los personajes originales de la obra de Beckett), pero ejerciendo de suplentes de lujo, haciendo buena la máxima de que, en muchas ocasiones, el banquillo alberga suplentes mejores que los titulares. El Godot de Llorente es más femenino, lo que añade, bajo mi punto de vista, un toque de sensibilidad más dramático ante temas como el amor, el odio o la venganza, que desfilan uno tras otro por una obra trágica capaz por momentos de mutar brevemente en comedia para pasar de nuevo y con más fuerza a la tragedia de unos personajes cuya angustia es plasmada en cada escena por un reparto de actores difícilmente igualable, el grupo que compone «Séptimo Miau», de alma valleinclaniana y que lleva el sesgo de Llorente, como han demostrado los actores a través de obras como Roja Caperucita, Gregor Samsa y ahora Esperando a Godot, entre otras. No se puede pedir más de Laura Leal, Leire Riesco, Laura Blossom, Elena Kovasi, Val Núñez y Ramón Nausía, ni tampoco del propio Llorente, porque obviamente se vacían en cada escena de principio a fin, los unos como titanes de la interpretación y el otro como maestro de la dirección.
La obra rebosa originalidad, pesimismo, crítica a la sociedad y esperanza también, aunque sea desde lo absurdo, aunque sea desde un tremendismo literario que destaca el miserabilismo del ser humano. Cabe destacar la puesta en escena de lo que yo llamo «el actor durmiente», es decir, aquel que está en la obra desde el principio, en segundo plano bajo una penumbra que lo convierte en parte del atrezo del escenario para despertar solo cuando le toca intervenir, poco a poco, de forma gradual, para volver a «dormirse» y volver a integrarse en el decorado. Aportan un decisivo plus de interpretación, dotando a la obra de una personalidad única.
Todos, en algún momento de nuestra vida, esperamos a nuestro Godot, pero Godot nunca llega, y ese es el mensaje, que la mayoría no capta porque el ser humano es necio por naturaleza. David Llorente no da puntada sin hilo. Su trayectoria literaria es una búsqueda compuesta de metáforas escalofriantes. Pero es que la vida es escalofriante. Y nadie sabe captarlo y expresarlo como él, ya sea en teatro, en novela o en su novísima obra poética, que tuve el privilegio de leer cuando aún era un proyecto. Hoy es ya una realidad publicada por la editorial de reciente creación Vencejo Ediciones en su colección «Trinos líricos»: Alter ego.
Esperando a Godot se ha representado en la sala El umbral de la primavera (volverá a representarse en enero), en el madrileñísimo barrio de Lavapiés, lo cual es también bastante significativo teniendo en cuenta que fue lugar castizo donde Godot se esperaba entre corralas y copas de anís para evolucionar hacia una espera godotiana donde cada cultura que puebla hoy el barrio espera a su Godot particular. Pero Godot nunca llega, nunca llegará, y en eso consiste la obra de Beckett, en eso consiste esta adaptación llorentiana ejecutada con un turbador realismo y una inquietante profesionalidad por esta pléyade de artistas del escenario ya citada que componen «Séptimo miau» dirigidos por una ya agigantada figura dramatúrgica, novelística y poética. Es obvio que no me refiero a Goliath, sino a David.
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