En junio llegan las lluvias. Noticia extraordinaria, si tomamos en cuenta la cantidad de cosas que últimamente no pasan por aquí. Cuando el espacio encoge, los detalles más nimios cobran importancia. Media hora de aguacero puede ser un suceso fuera de lo común, como solía serlo en las tardes de infancia. Y todavía mejor cuando la lluvia te pescaba en el colegio y entorpecía la marcha cotidiana. Nada funciona igual mientras está lloviendo, se tiene la impresión de estar cautivo en medio de un paréntesis ridículo, con lo sencillo que es seguir adelante y mojarse sin más.
Pocas cosas recuerdo que me gustaran tanto como volver empapado a la casa, con la ilusión de pescar un catarro y con suerte faltar dos días a clases. La lluvia era el dichoso comodín que en dos truenos cambiaba la jugada e inevitablemente relajaba el ambiente. Si llegábamos tarde adonde íbamos, o hasta si no llegábamos, teníamos el aguacero de coartada. ¿Y cómo no iba a ser una aventura sobrevivir a tres horas de tráfico y volver a la casa ya pasadas las diez de la noche?
Lo cierto es que me da ilusión que llueva. Pienso en un gran chubasco que dejara el jardín totalmente alfombrado de granizo, o al menos una lluvia lo bastante tupida para salir algunos minutos al balcón y regresar en calidad de rata de alcantarilla. Eso que uno de niño no podía hacer y ahora ya nadie espera que lo intente. Ahora entiendo por qué jodía yo tanto a mis padres con que me permitieran acampar una noche en el jardín. Uno hace cualquier cosa por aliviar el tedio del encierro, tiene que ser más sano empaparse por gusto que guardarse por prudencia. Una vez que el destino echa por tierra los mejores planes, nada hay más razonable que la excentricidad.
Mi correclusa está lejos de compartir mi gusto por los chaparrones. Esa escena gloriosa donde los dos corremos felices a abrazarnos en mitad de una lluvia torrencial jamás será filmada. Tendría que temer a las tormentas, considerando que un hermano de mi padre murió en mitad de una, a los doce años, fulminado por un rayo. Pero al fin era tanto lo que él me protegía —“nunca cargues objetos de metal en la lluvia”, “ni se te ocurra pararte debajo de un árbol”— que la lluvia acabó por atraerme más de lo que debía atemorizarme. Por más que al escuchar cada relámpago imaginara a un niño chamuscado, nada quería más que salir a mojarme. Ya entonces encontraba los paraguas antipáticos y todavía ahora me resisto a cargarlos.
No parece que vaya a llover hoy. Le propondría a mi correclusa que saliéramos a acampar en el jardín, pero creo que incluso preferiría mojarse a dormir entre ardillas y lagartijas, y tampoco es que sea yo Daniel Boone. Tal parece que no queda otra opción que resignarnos a seguir ejerciendo la cordura agobiante de la edad adulta. Total, ya lloverá.
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