Cierra los ojos. Vuélvete niña. Encuentra aquel lugar en el que el cielo se hizo eterno. Halla en él el universo de cristal. Escribe lo que a intervalos se te muestra y asume la forma de poema. Transcribe el verso que te ha sido dado, pronúncialo en su oscuridad, hazlo tangible. Entrégalo, mujer azul que semeja lo simétrico.
Crítica, narradora, traductora, profesora y, ante todo, poeta, Esperanza Ortega nace en Palencia en 1953. Devota de Juan Ramón y de Francisco Pino, reconoce el florecimiento de la poesía —como lectora/observadora, pero quizás también como escritora— en la travesura más privada de su infancia: «En ese colegio nos hacían levantarnos a las siete de la mañana para asistir a misa, antes de desayunar. […] Un día me arriesgué a quedarme en mi cuarto desobedeciendo su llamada. […] Entonces me asomé a la ventana y descubrí el amanecer. Nunca me había fijado antes en un amanecer porque nunca me había levantado tan temprano. El cielo aquel a las siete de la mañana era algo que hoy todavía no sé describir».
Lo cuenta en los textos anfibios de Diario de lo no vivido (Dilema editorial, 2020), un libro en el que la autora recoge casi toda su obra lírica, así como una serie de escrituras a modo de poéticas y reflexiones sobre el arte y la filosofía.
Ese cuadro mínimo y cambiante de cielo que atisbó a través de la ventana del internado le generó una inquietud: la realidad es inmensa y mutable, como los hombres y las mujeres que la habitan. Como todo. Y los matices de lo excepcional solo se pueden contemplar desde la soledad.
Por eso desde niña Esperanza Ortega comprendió que solo en ese estar de espaldas a los ritmos de lo cotidiano —sin despreciarlo, sin obviarlo, por supuesto, después de haberlo absorbido por entero— podría detenerse en las singulares escenas físicas y humanas que luego se han convertido en el corpus de su literatura: «Deseaba la soledad, sentarme en cualquier sitio y escribir lo que veía antes de que se cerrara aquella ventana»; «para el poeta la soledad es imprescindible, una soledad contemplativa».
En cada gesto
un grito sin umbral
una sima más hondabrazos para que apoyes tu torpeza
en este descender
vertiginosoes eso lo que buscas
entre los matorralespero deslizas la semilla hacia la tierra ávida
también la soledad
se desbarata
ve surgir de su cáscara un polluelo
Escribes desde el centro de tu casa
Mi abuelo recogía, como si no existiera la prisa, los restos de pan de la mesa. Una mano —la palma hacia arriba— en el borde; la otra, con una servilleta de papel, acariciando el mantel para llevarse, una a una, las migas. Les dedicaba todo el tiempo del mundo, toda la atención. Allí sus octogenarios huesos olvidaban el resto de la escena —la familia, el reloj, el Telediario, la digestión— para centrarse en esa minuciosa ofrenda de ternura. No eran residuos, sino memoria del amor.
Esperanza hace lo mismo con la experiencia: recoge los restos, lo que nadie quiere pero es ascua de un algo que conviene atesorar. Dice que su oficio de poeta es como el de un espigador que repasa el suelo en busca de los despojos que abonan la palabra. Y con eso construye su escritura.
Lo doméstico toma, así, un papel esencial en la trayectoria creadora de esta mujer. Lo afirma Víctor García de la Concha: «A lo largo de los poemas va construyendo un tratado de sensibilidad que se orienta hacia la valoración de lo pequeño, el desprecio del poder y de la fuerza, la solidaridad con los débiles».
Su escritura se esfuerza por narrar el tiempo y la imaginación tal como llegan a sus manos. Posa la mirada en lo insignificante pero sin el empeño de ofrecer trascendencia, para que así lo simbólico se alce por sí mismo cuando sea oportuno, de un modo natural y opaco. Así, va construyendo con su lápiz una torre llena de tensiones sobre el propio lenguaje. Y en este Babel incendiado, su vida, lo arcano, lo bello y lo ambiguo.
La propia autora palentina lo confirma:
«Para que exista un poema tiene que suceder algo extraordinario, aunque su contexto sea de lo más común. Me refiero a algo fuera de lo ordinario, no a algo excelente o admirable. Y lo más extraordinario es que acudan como atraídos por un imán pensamientos y palabras que en sí mismos no tienen nada en común, pero juntos conforman un ser nuevo, un ser con significado original».
Parece no buscarlo, sino dejar que lo verdadero aflore como por instinto; otorgar la posibilidad de la libertad a las palabras, dejar que el verso sea profundo desde su aparente insignificancia. Y lo hace real en un poema:
La chimenea
frágil
atisba la inmensidad
desde el ojo mugriento de cenizael pájaro lo sabe
y la contempla quieto¡que va a volar!
–ya está volando–
hacia el breve recinto que es su cielo
Mira la partitura de este instante
La poesía de Esperanza Ortega, que aborda una multiplicidad de temas, no deja de ser una reflexión sobre el propio hecho poético y su vinculación íntima con el impulso creador de quien escribe. Por eso, sus libros van evolucionando hacia un escenario metapoético en el que todo lo demás parece solo un recurso necesario para iniciar el fuego del arte.
Dice Tomás Sánchez en el prólogo de Diario de lo no vivido que la poesía de Esperanza Ortega persigue la vocación de «mantener a salvo en una sola respiración un territorio de revelación donde es posible estar a la escucha y en disposición de recibir, cuando llega, al poema». Allí está Esperanza, con los ojos y los oídos abiertos, sin egoísmo ni ansiedad, aguardando. Aguardando. Aguardando.
Como si escuchara un canto sin origen, la palentina reúne las notas de una vida y una experiencia que siquiera entiende y compone con ellas una partitura «hasta configurar un espacio intransferible y propio, domesticado misteriosamente y que escapa a toda lógica objetiva».
Así, su obra ha ido abundando en esa ingravidez hasta Como si fuera una palabra, un libro en el que los poemas surgen como en una interrupción: en el papel el lector conoce solo parte de cada texto, que en la transparencia de su principio y su final, en cada uno de sus huecos, esconde el verdadero pulso lírico.
Este complejo entendimiento del hacer poético, que ella acepta como natural, merece una explicación en primera persona: «Cuando hay un poema […], el poeta se encuentra con algo que desconocía, halla lo suyo trasladado al lugar de todo, donde su voz se confunde con todas las voces porque no hay dentro ni fuera». Esta visión justifica una obra no cerrada, abierta permanentemente a los interrogantes y a la duda, al cierre lector que asume la propia escritora… como si cada vez que retomara uno de sus textos se encontrara con un nuevo paisaje, con una biografía multiforme que nos engloba a todos y no retrata a nadie.
Son, todas estas, pistas que permiten entender la extrañeza que se propaga por el cuerpo cuando se leen sus versos, la mayoría de ellos sin título y cogidos como al vuelo, en mitad de una nada inaprensible y abarcadora. La lectura de la obra de Esperanza Ortega, desnuda de todo lo demás, empapa al lector y se expande en él, que busca de manera inconsciente el modo de completar los huecos. Y «seguir el vuelo último del pájaro», observar «una herida sin sangre / entreabierta en espigas» o descubrir que «a las puertas del mundo se llegaba en secreto».
quedarse sola estar desnuda sin mirada
mientras
voces y tactos pueblan una islaa la copa del árbol
subir
verse pequeña desde arriba
y sentir compasión de la mujer que cruzapiedad
es lo que ofrece en su bandejaa la jauría
migas del pan que nunca se endurece
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