Sabe uno que es mayor cuando recuerda eventos de los que otros solo han oído hablar. Pero sabe uno que es aún más mayor cuando ha visto cambiar el significado de algunas palabras cotidianas.
Recuerdo esperas que no tienen nada que ver con las de ahora. Hoy en día, el que espera puede sacar el móvil del bolsillo y consultar sobre su espera. Puede preguntarle al mundo por qué está esperando. Puede obtener pistas, al menos, para saber si su espera tiene sentido o no la tiene, si va a durar mucho o poco, o si no lo sabe nadie, pero —incluso en este caso—, sabrá que no está solo en su ignorancia, y eso ya es menos espera. Eso es una espera sin soledad.
En el peor de los escenarios, podrá hacer algo mientras espera. Podrá aprovechar el tiempo para otra cosa, o desaprovecharlo por completo, pero de uno u otro modo estará convirtiendo su espera en algo distinto.
Antes, una espera podía ser solo eso. Esperar.
El tiempo pasaba y uno no hacía nada en absoluto. Miraba alrededor y observaba lo que no habría observado en otras circunstancias. Los coches. Las matrículas. Las caras de los conductores. Sus bocas moviéndose sin voz.
Levantaba la vista hacia los áticos o la bajaba hacia sus zapatos. Se miraba las manos. Descubría una herida que seguía ahí. Un lunar entre los dedos.
Se preguntaba cuándo vendrían a buscarlo. Y jugaba a juegos estúpidos, como los de apartar la mirada un buen rato pensando que así sería sorprendido, de un momento a otro, por su rescatador. Luego volvía a mirar y seguía sin aparecer.
A veces, la espera se convertía en desesperanza. Porque, a veces, uno estaba solo en un lugar en el que no había estado nunca y no tenía ni una sola moneda suelta para llamar por teléfono, y se aferraba a la esperanza de un abono de transporte como único salvoconducto para volver a casa. Anochecía, y uno no tenía a quién preguntar, y empezaba a plantearse que se habían olvidado de él, o que tendría que entrar en algún bar a pedir que le dejaran usar el teléfono. Pero a veces no había bares a la vista y aquello dejaba de ser una solución, porque abandonar el lugar de la espera conllevaba un riesgo de no ser rescatado y porque los teléfonos solo llamaban a las casas, y allí podía no haber nadie. Podían haber salido ya a buscar al que esperaba y ser ahora imposibles de localizar.
Podían haber pasado cosas por el camino. Un atasco, una rueda pinchada, un accidente. La imaginación del que esperaba se disparaba y el paso del tiempo traía peores suposiciones. Incluso ficciones. Se imaginaba uno durmiendo allí mismo o empezando a caminar sin saber a dónde iba.
Todo eso era esperar, aunque hoy pueda parecer absurdo.
Hoy sería imposible acabar esperando de aquella manera. Tendrían que ocurrir muchas cosas. Tendría que acabarse la batería del móvil y acabarse la gente alrededor. Tendría que estar uno en mitad de la nada para esperar de un modo parecido. Pero ni siquiera esa espera sería como las de entonces, porque, en este caso, uno estaría abandonado de verdad, y no como en las esperas de las que yo hablo, cuando uno estaba abandonado y al tiempo rodeado de gente.
Tal vez, más adelante, las esperas serán aún menos esperas, cuando los móviles sean sustituidos por las gafas inteligentes que todos llevaremos puestas. Entonces ni siquiera tendremos que sacar nada del bolsillo, sino que preguntaremos en voz alta a nuestras gafas, mientras el que está a nuestro lado pregunta en voz alta a las suyas. Cada uno estaremos atento a nuestra conversación y a nuestra espera. Porque lo seguiremos llamando igual, esperar, aunque ya no tendrá nada que ver con lo que era.
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