Espido Freire (Bilbao, 1974) posa para Jeosm en la escalera de un hotel de la Gran Vía con la clase, la serenidad y la tensión de una modelo prerrafaelita. Contrasta esa máscara, como de la Proserpina de Dante Gabriel Rossetti, con la simpatía, la calidez y la humildad que la autora de Melocotones helados —que le valió el Premio Planeta cuando tenía 25 años, siendo la autora más joven en recibirlo—, La flor del Norte o Llamadme Alejandra desprende y contagia cuando conversa.
Justifica esta entrevista su última novela, De la melancolía (Planeta, 2019), una historia triste y doliente protagonizada por Elena, una mujer herida, apartada, estafada, que narra, desde la subjetividad más extrema, su soledad, su descenso a una caverna lúgubre y su resurgimiento gracias, sobre todo, a una ristra de personajes que le viene a demostrar que el mundo que se le derrumbó no era el único, que la realidad es poliédrica.
A Espido le encantan los gatos. En De la melancolía aparece una minina llamada Gloria que tiene una, cuando menos, notable importancia en la trama. Por ahí arranca nuestra conversación:
—¿Sigue teniendo gatos?
—Tres gatas. Se llaman Ofelia, Rusia y Lady Macbeth. Soy filóloga inglesa (risas), quizá eso me exculpe.
—Se le atribuye a Bernard Shaw la siguiente frase: “El hombre es civilizado en la medida en que comprende a un gato”. ¿Lo comparte?
—Absolutamente. De hecho, yo soy civilizadísima (risas). La comparto porque me conviene, como casi todas las frases que compartimos.
—Bien pensado, el gato es innato a la civilización. El hombre lo domestica para que limpie de ratones el granero.
—Como sabes, su domesticación es muy posterior a la del cánido. De hecho, comienza, según parece, en el norte de África, en la zona tanto de Abisinia como de Egipto, y todavía no ha concluido. Hay un libro muy interesante, Un león en mi sofá, que habla de todos los prejuicios, tanto positivos como negativos, que tenemos sobre los gatos y de hasta qué punto son ciertos o no. Y de cómo, en un proceso imparable, el gato se está apropiando de un entorno mucho mayor del que le correspondería, acabando con la fauna local más pequeña. Los mimamos y los consentimos cuando no sirven absolutamente para nada (risas), sólo nos dan guerra y problemas. Es muy interesante.
—Hace un mes estuve en Atenas y acabé fascinado por cómo tratan allí a los gatos. Incluso los callejeros son príncipes.
—Pasa en Roma también. Hay determinados lugares en que es así. Hombre, las poblaciones, a mi juicio, hay que tenerlas controladas. Mis gatas son adoptadas y, durante un tiempo, estuve en el entorno de la protección felina. Luego dejé de tener más tiempo y yo nunca he sido muy gremial, me cuesta encajar en los grupos. Pero no puedes tener una población sin esterilizar o sin control en una ciudad, por ejemplo.
—La gata que aparece en De la melancolía se llama Gloria. ¿Por alguna razón?
—Sí. Todos los nombres que aparecen en De la melancolía tienen una razón. Empezando por Lázaro y finalizando con la gatita, claro. Hay una pelea: quieren ponerle un nombre más cursi, más de gato. Es muy curioso lo que genera un animal. No es exactamente una posesión, está a medio camino de un hijo y un coche. Y parte de las primeras luchas que se mantienen son siempre los nombres. En el nombre del animal se proyecta y se define y se pelea con la misma, creo yo, intensidad que se hace con los títulos de las novelas. Yo lo único que he encontrado tan parecido es eso.
—Espido, ¿es usted una mujer melancólica?
—Sí.
—En este mundo tan acelerado, tan vertiginoso, ¿hay espacio para la melancolía?
—Ojalá hubiera menos. Y ojalá la melancolía, que es la forma antigua de llamar a la depresión, de forma no médica, nos permitiera una calma en medio de esa precipitación para detenerla únicamente en la tristeza. Hay grados en la tristeza, y uno de los extremos es la melancolía. El gran problema es que, muchas veces, hundidos y agobiados por la ansiedad y por la prisa, no detectamos el punto donde hay unas garras.
—La melancolía no es carne de Instagram. Es íntima, casi secreta.
—¿Tú crees? Fíjate: mi visión de las redes sociales no es negativa a priori. Aunque tienen cosas negativas, en mi caso me ha permitido, por ejemplo, la ruptura de una cierta soledad, que muchas veces tiene el creador y tiene el escritor, y me ha permitido, además, el que se mostraran determinados aspectos de mi comportamiento, incluso de mis aficiones, que me han permitido empatizar mucho más con la gente. El sentido del humor, por ejemplo, que casi nunca se refleja en las entrevistas. El aspecto estético, que para mí es tan importante: respecto a la arquitectura, la naturaleza, la ropa… Pero uno instagramea como es, por mucho postureo que le quiera poner. Y uno tuitea como es. Incluso construir un personaje que sea exitoso para Instagram o para Twitter, un tuitstar de cualquier nivel, implica que has tenido que tomarte el trabajo de crearte un personaje y mantenerlo. Por lo tanto, no me atrevería a decirte que no tienes razón, pero no estoy segura de compartir al 100% lo que dices.
—En su última novela, Elena, la protagonista, pregunta a su madre por qué llora a solas. Responde la madre, implacable: “Los sentimientos son algo muy peligroso, Elena. No sabes a dónde te llevan ni a dónde conducen a los demás”.
—En el caso de la madre de Elena, habla de los sentimientos en el sentido amplio de la palabra, de cualquier emoción demostrada, mientras que en el caso, por ejemplo, de Instagram, sólo se ocultan determinadas emociones, las negativas, las que provocan el chirrido social: insatisfacción, angustia, miedo, inseguridad. En Twitter se potencian otras: el ingenio, la astucia, la agilidad verbal, y se esconden otras, como la generosidad o la ternura. Hay una generación determinada en España, a la que podría pertenecer la madre de Elena por edad, que sospechaba profundamente de las emociones que no estuvieran controladas. Incluso los entierros se regulaban a través del pésame. Había fórmulas para canalizar esa emoción que era tan peligrosa. Nosotros ahora lo que hacemos es potenciar, exaltar u ocultar las que nos convienen.
—Estoy acordándome del discurso final de El gran dictador, en el que Chaplin dice: “Pensamos mucho, sentimos muy poco”. Ahora no sé si pensamos poco y sentimos mucho, si sentimos mucho y pensamos mucho, si sentimos poco y pensamos poco…
—Ese discurso finaliza con un canto y un mensaje de esperanza… No es excluyente, ¿no? El problema no es pensar y sentir, sino reaccionar. El problema es que la mayor parte de nosotros nos estamos acostumbrando a ser más impulsivos de lo que éramos antes. Es decir, que el filtro entre la emoción y la acción o el pensamiento y la acción sea inexistente o muy fino, y eso lo confundimos con la autenticidad, con ser más sinceros, con ser más de verdad. La emoción, generalmente, precede al pensamiento, según los psicólogos y los neurólogos. Y el pensamiento se elabora con imágenes o con palabras a partir de esa emoción. Por lo tanto, para mí como escritora es muy difícil desligar uno de otro. Yo tiendo, además, literariamente, a la inacción. Tiendo a fijarme más en la psicología del personaje, en la atmósfera y en la simbología antes que en la trama. Sin embargo, a título personal, como soy yo en la vida diaria, mi impulsividad es mucho más alta que como autora. Tiendo a actuar, a moverme, a mezclar planes, a empezar cosas y no acabar ninguna. Donde me sereno y donde me sirve para filtro de esa impulsividad es en el hecho de contar historias.
—Hay otro diálogo muy interesante entre Elena y Eduardo, el sobrino de Lázaro, el anciano que será el inquilino de la protagonista. La primera sostiene que somos intercambiables; el segundo disiente, e incluso dice que cada número tiene su sentido. ¿Usted juega en el equipo de Elena o en el de Lázaro?
—(Risas) Depende del día y depende de la persona. Hay personas que preferiría que fueran intercambiables. Esa es una conversación que yo he tenido muchas veces con gente muy cercana. Hasta qué punto, cuando amamos a alguien queremos que sea único, y cuando dejamos de amarle preferimos que venga alguien rápidamente a cubrir ese hueco. Creo que cumplimos funciones similares, pero somos absolutamente insustituibles. Otra cosa es que nos engañemos pensando que un clavo saca a otro clavo, pero es muy complicado. Cuando nos paramos a pensar es una suerte: lo vivido o lo padecido con una persona no será idéntico con otra.
—Yendo al hueso diría que, ante todo, Elena es una mujer que se siente sola.
—Estamos hablando de una novela en primera persona del singular. Por lo tanto, no tienes la certeza de que lo que te esté diciendo sea toda la verdad. Ella es profundamente subjetiva. El peso del juicio a sus padres es enorme. Es verdad que es una pareja fría, su vínculo es más de pareja que de padre, pero Elena te cuenta cómo se sentía, no la realidad. La primera persona del singular nos permite eso: poner en duda que lo que te dice el narrador sea toda la verdad. Hay veces que es más evidente, como en mi primera novela, Irlanda, donde el narrador, al final, te dice: “Mira, que casi todo lo que te he dicho es mentira”; en La flor del Norte también. Aquí es más sutil. Entonces, tómate a Elena como de quien viene: de alguien profundamente herido, que nunca ha recibido nada que no se hubiera trabajado arduamente y que además está profundamente atada por las convenciones.
—El suyo es un entorno muy opresor.
—Y muy normal y, aparentemente, guay. Es lo que todo el mundo hace. Hasta que sale de ese entorno y dice: “Espera, esto no es lo que todo el mundo hace”. Y está sola porque para ella ha sido más sencillo creerse esa construcción que reventarla. En cuanto llega algo mínimamente desazonador, y llega antes de la crisis, antes del abandono del marido, ella ya tiene sus sospechas, se niega en redondo a creerse que eso puede acabar con ella. Aparte de esa soledad, la negación es la principal característica de ella.
—Elena se siente sola… hasta que deja de estarlo.
—Claro, pero fíjate: se deja de sentir sola cuando tiene gente. El proceso viene a dejar de sentirse sola incluso sin gente. Todo eso ella lo va construyendo porque… (Piensa) Vamos a ver. Mi experiencia respecto a la soledad es muy común. Para mí es agradable. Para mí, que paso gran parte del tiempo estando sola, por un lado, cualquier compañía humana es bien recibida, pero, por otro lado, puedo prescindir de ella. Como nos pasa a casi todos. Lo que pasa es que cuanto más roce tenemos y más interacción emocional tenemos, más agradable nos es la gente. Incluso aunque sea negativa, genera una reacción, genera incluso una acción. Cuando trabajamos con temas intelectuales o con tecnología, hay un momento en el que te acostumbras a que tu interacción emocional se produzca con objetos, animales o edificios. En el caso de Elena, se había producido con apariencias y, en un momento determinado, esa apariencia se derrumba y comprueba que la gente real mola. Pero claro, ella no sabía que eso era la gente real. Su marido, sus “amigas” —¡pobre, no tiene ni una sola amiga, eso me parece desolador!— y sus propios padres la habían convencido de que el trato social podía sustituir al contacto humano. Y ellos habían vivido así, creían que era lo mejor.
—¿Se inspiró en alguien en concreto a la hora de elaborar el personaje de Lázaro?
—Sí. En varios relatos de supervivientes de Mauthausen, por ejemplo, y en el caso concreto de una persona que conocí.
—Me gustaron mucho las partes en las que Lázaro fantasea, en las que adultera su relato de un modo inocente.
—Si tu pacto con una persona es ese, fenomenal; si esa fantasía está pensada para sobreponerse a ti o para sacar provecho de ti, eso es manipulación, y ya es menos divertida. En este caso, es absolutamente inocente. El problema de Elena es que quiere creérselo todo. Elena, a diferencia de su autora, es absolutamente literal. Le cuesta mucho construir un sentido del humor porque para ella lo blanco es blanco, lo negro es negro, los matices son algo inexistente, la vida es una cosa seria. Y para Lázaro todo es gris, se ha manejado siempre en el gris. Entonces, lo interesante aquí es que ella, a la fuerza, tiene que superar la decepción que le supone el darse cuenta de que entre la verdad y la mentira hay un terreno amplísimo. Lo que tú llamas fabulación es un tipo de mentira creativa, que tenemos consensuada, y la tenemos en el arte, la tenemos en la ficción y la tenemos muchas veces en el trato humano. Sabes que estoy exagerando pero te estoy divirtiendo: “Te voy a contar una cosa de hoy”. Se entabla un contacto humano muy interesante, que es el de “cuéntame una historia”. Pero tiene que estar consensuado.
—En la novela hay también una crítica feroz de la, como cantaba Calamaro, “basura de la alta suciedad”. “Alta suciedad” que no es infalible, tiene puntos débiles.
—¿Y quién no? Tú ves esa crítica ahí porque… (Piensa) No sé si es porque pertenecen a la alta sociedad, a la burguesía acomodada, o porque tienen oportunidad de hacerlo. Sin más. Esta no es una novela en la que se diga que los pobres tienen mayor dignidad que los ricos. Sencillamente, ella ha crecido en un entorno en el que la superioridad se daba por asumida porque habían sido los favorecidos, que es de lo que nos han convencido en general en los últimos años. Hasta el punto de formular esa frase horrible que se generó con la crisis de que “en el fondo éramos responsables de lo que nos había pasado”. Y si no éramos más listos era culpa nuestra. Ese es un discurso profundamente clasista y que tiene que ver con el discurso de los que están en el lado correcto y los que no lo están. Esta historia comienza, aparentemente, en el lado correcto. Pero hay una podredumbre…
—“Sepulcros blanqueados”, como dijo Jesucristo.
—No creo que haya un solo sepulcro que por dentro esté limpio. Es necesario que exista una podredumbre mínima. Si no, no habría renovación. Todo sería incorrupto. El tema está en que se finja que no está pasando. Creo que, en general, perdonamos en autoridades o en personajes de referencia prácticamente cualquier comportamiento menos la mentira.
—Viendo determinados resultados electorales, no sé, no sé.
—Perdonamos antes que nos estafen a que nos mientan. El problema de esta falsa superioridad es que nos han hecho creer que nosotros éramos inferiores, que estábamos equivocados y la culpa era nuestra.
—¿Siguen abiertas en España las heridas de la crisis?
—Sí. Las económicas, es evidente: la crisis ha afectado a tres generaciones con distinta gravedad. Ha arruinado a familias, entornos, ámbitos enteros. Y aun así lo económico no es lo más grave. Las heridas llevan a otros lugares: una insatisfacción permanente que no se va a solventar a corto plazo, una desconfianza hacia aquello que hace unos años criticábamos pero no dejábamos de sostener, la sensación de inestabilidad emocional constante. Y el miedo, que acaba conduciendo a lugares muy peligrosos. Si todo aquello en lo que confiábamos se ha derrumbado, hace falta creer en algo que no se mueva. Y ahí se cuelan o bien ideologías o bien acciones particularmente sencillas de explicar. Lo sencillo de explicar suele ser peligroso.
—Parece que el lobo asoma las orejas de nuevo.
—Sí. Se está hablando con mucha alegría, ¿no? ¿Llega una nueva crisis?
—Dicen que dicen que sí. Soy de la generación que, nada más terminar la universidad, nos encontramos con el monstruo. Nos pilló de lleno y ahora…
—Nos pilló a todos de lleno. A vosotros os pilló en un periodo decisivo de formación. Cuando nosotros —no es mi caso, cuando hablo de «nosotros» me refiero a mi generación— acabamos la universidad, aproximadamente por el año 98, estábamos viviendo un momento de una mayor prosperidad económica, pero de una fragilidad laboral inédita. Y durante los siguientes años nos encontramos con que no había trabajo fijo ni para ingenieros, ni periodistas, ni para abogados, ni para nadie que tradicionalmente había obtenido trabajo. Lo que sí que teníamos en aquellos momentos era la esperanza del aparato. Vosotros habéis llegado en una situación similar, agravada, multiplicada, pero en el fondo con un estado mental no muy diferente al nuestro. No lo digo por restar importancia, ojo, sino por relativizar. Si llega una nueva crisis, y espero que haya tiempo para rectificar, los efectos van a ser devastadores. Porque todo aquello que deberíamos haber aprendido con la crisis, a) no lo hemos aprendido; b) no nos ha dado tiempo a aplicarlo.
—¿Usted notó mucho la crisis?
—De lleno. Yo tenía una empresa, Emasefe, que durante diez años era mi respuesta a la inestabilidad que tiene el mundo de la cultura. Yo no podía estar publicando una novela cada año o cada dos años, porque no es mi ritmo. Y, por otro lado, hay años en los que te va particularmente bien con los derechos de autor, otros no, y quería probar cómo me iba como emprendedora. Llegué a tener a cinco personas a mi cargo, o sea, cinco nóminas. En un momento determinado, cuando las cosas se empiezan a complicar, las decisiones que tengo que tomar como cabeza de esa empresa son particularmente duras. Es el dilema de mucha pequeña empresa o de mucho autónomo. No estamos hablando de seres despiadados, sino de amigos, familiares y un montón de cosas más. La crisis la viví en primera línea. Yo trabajaba con organización de eventos culturales, con publicidad, con marketing, con editoriales, con medios, y además tenía mi carrera literaria. Y era testigo de cómo mucha gente estaba acabando su carrera literaria o artística porque no había…
—…porque tenían que comer.
—Pues sí. Eso se ha atenuado, pero porque la mayor parte de la gente ha desaparecido en el mapa. Si echas una ojeada a quién publicaba hace diez años y quién lo hace ahora, verás que no todo se ha perdido por falta de calidad literaria. Llevo 21 años publicando, lo cual ya es raro, y publicando ficción y no ficción, lo cual es todavía más raro, y siempre he tenido por suerte lectores, seguidores y demanda. Y aun así, claro que se notan las cosas. Fingir lo contrario sería una hipocresía.
—Para finalizar: ¿cree que, como dice uno de sus personajes, “pensar tanto es de tontos”?
—Lo he oído mucho. Intento aplicármelo. Porque no sé si es de tontos, pero no es demasiado inteligente darle demasiadas vueltas a la cabeza.
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