Hay dos noticias a destacar. La primera es que la novela de José Luis de Juan, que obtuvo allá por 1996 el IV Premio de Novela Breve Juan March Cencillo, revive ahora de la mano de la editorial Minúscula. La segunda es que se trata de una muy buena novela —retocada felizmente por el autor—, ajustada de estilo y en la que predominan las formas sobre un fondo cuya ambientación hunde sus raíces en referencias importantes: Melville, Conrad, Borges y todas aquellas que el propio autor haya manejado a discreción sin que su conocimiento sea sustancial para el disfrute del lector pues su pericia literaria lo hace innecesario.
El inquietante encuentro entre el apicultor Andrea Pasolini y Napoleón Bonaparte, durante el destierro de éste en la isla de Elba a la sombra y a la luz de la Europa del Tratado de Fontainebleau de 1814, conforma el escenario en el que transcurre la trama de El apicultor de Bonaparte. Pasolini, nacido el mismo día que Bonaparte, «no muy lejos el uno del otro», junto al padre Anselmo —el tercer personaje a tener en cuenta en esta obra— forman parte de la Asociación Bonapartista Toscana. Ambos han seguido con devoción los pasos del emperador por el mundo. Y es a la sombra de este encuentro que se desarrollan varios subtemas, tramas y apuntes. A mi juicio, el más vistoso es el de la apicultura, que enlaza a Pasolini y Bonaparte, apicultor y emperador, constituyendo un medio original para establecer las similitudes entre el comportamiento de las abejas y el arte militar de Napoleón y, de paso, un retrato psicológico de cada uno de ellos. Pero en el fondo (capítulo 8) asistimos a esa delicia o perturbación que supone el deseo de ser otro, esa posibilidad de que un personaje habite en otro, pero no viceversa, y que un tercero lo haga en el primero, en una suerte de invasión encadenada de personajes que suscita el morbo de sentir y pensar lo que de otra forma sería imposible en este tour de force literario. Pero mejor será que el propio personaje se explique:
«Mañana desearía ser vos cuando encontrarais a ese apicultor al que habéis anunciado vuestra visita como si firmarais una ejecución. Ese apicultor soy yo. Pasado mañana porque reflexionaría sobre el día anterior, llegando a alguna conclusión y por tanto determinación. Siendo vos podría verme a mí mismo como vos me vierais, es decir, un apicultor de Elba que en apariencia (no, sin duda alguna) es ferviente bonapartista, ya que de lo contrario ¿habría escrito al emperador interesándose por sus abejas? Es cierto que os escribí hace quince años y que desde entonces han pasado ciertas cosas en nuestras vidas, quizá nada de veras crucial, ya sabemos que los isleños son conservadores. Siendo vos podría saber rasgos de mí que me pasan desapercibidos y que sin duda conforman mi ser. Al mismo tiempo comprendería aspectos de vos que nunca nadie ha comprendido. Pero esto me interesa menos.
Siendo vos en vuestra visita a mí mismo, yo ya no sería ese apicultor a quien ibais a visitar para aquietar el tedio de un día de agosto, quizá picado por una ligera curiosidad. Es decir, sería otro apicultor, tal vez uno de verdad, orgulloso de su oficio, razonablemente satisfecho de su vida, ignorante y primitivo. Pues, tal como lo veo, siendo vos algún otro tendría que hacer de mí. No, no ibais a ser vos, de ninguna manera. Qué arrogancia. ¡Pediros que por dos días fuerais un modesto explotador de abejas de la isla de Elba! ¡Dadle acero afilado al apicultor!».
El texto se desliza cómoda y sutilmente ante el lector gracias al soporte de unas descripciones que van desde el oficio de apicultor a la pasión lectora y escritora del solitario Pasolini, de la geografía isleña con sus usos y costumbres a la despiadada relación vecinal o desde la presencia poderosa de Napoleón Bonaparte a la sinuosa de Andrea Pasolini. La narración, así, avanza por varios frentes y personajes: el protagonista y sus cuitas sobre abejas y planos de batallas militares o sus escritos y lecturas; el padre Anselmo con sus varias conversaciones con Andrea (cap. 15, por ejemplo) y su bien relatado encuentro con el obispo Bellini (cap. 25); el propio Napoleón Bonaparte durante su reflexión en el Palezzino (cap. 19) o cuando se masturba «mirando la estimulante redondez de la luna», que el autor remata con esta acertada imagen: «El semen ha caído sobre las hojas de un filodendro, cuyos agujeros semejan las cuencas vacías de unos ojos sorprendidos». Al respecto, es de agradecer la potencia de un aire misterioso y poético que subyace en la obra y que tira de los ojos del lector hacia adelante, ciertamente bajo control, pues no existiría ese aire sin el lujo de la contención. Y también se debe destacar cómo las epístolas y los diálogos sirven para aquilatar estas páginas que dejarán al lector el recuerdo de una prosa notable. Ahora bien, hay que advertir que quizás estos materiales no estén plenamente justificados para todos los lectores debido a esa tendencia del autor a que la forma se imponga de manera tan categórica al contenido. Cuestión de gustos, sin duda.
En definitiva, El apicultor de Bonaparte es una obra ideal para quienes gustan de esas novelas cortas cuyo temblor y emoción albergan longitudes inesperadas y placeres privados como las afinidades cómplices, la miel de la imaginación o el misterio de la identidad.
Tras cerrar el libro, el lector podrá preguntarse si se identifica más con una abeja reina, zángana u obrera. Si mejor con la sensación que transmite el poder de Napoleón o quizás con el oficio y la intuición que alumbra a Andrea Pasolini. O tal vez si se considera más una abeja doméstica o solitaria. Bonaparte concluye: «Las abejas son disciplinadas y previsibles, pero el resultado de su labor es incierto, igual que ocurre con los hechos de los hombres». Mi consejo es que lean este libro.
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Autor: José Luis de Juan. Título: El apicultor de Bonaparte. Editorial: Minúscula. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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