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Esplendor de fuego fatuo

El día que conocí a Ignacio

Conocí a Ignacio Martínez de Pisón en algún momento de 2014, cuando la añorada Conchita Quirós me invitó a que le presentase La buena reputación en la Cervantes. Hicimos buenas migas y desde entonces hemos venido coincidiendo aquí y allá por los motivos más variopintos. Hace un año nos convocaron a ambos en León para compartir una mesa redonda en el festival de la Palabra y nuestros presentadores sacaron a colación algunas cuestiones que nos vinculaban: nos llevamos dos décadas exactas, ambos teníamos la misma edad cuando publicamos nuestro primer libro y nuestros nombres figuran en el palmarés del premio Rodolfo Walsh. Hay otra circunstancia que ellos no sabían y que me ocupé de recordar allí mismo en voz alta: la carrera literaria de Ignacio comenzó en mi pueblo, y por esa razón conservo uno de los poquísimos ejemplares que deben de quedar de la primera edición de la que fue su primera novela; también como consecuencia de esa eventualidad, lo cierto es que nos conocimos mucho antes de conocernos realmente. La historia quizá merezca explicación, y él mismo da cuenta de ella en Ropa de casa, el libro de memorias que acaba de publicar en Seix Barral y que he estado leyendo durante estos días con tanto interés como deleite. Comienza cuando, en el arranque de los ochenta, el Casino de Mieres —una suerte de club social del que formaban parte la escasa burguesía del lugar y las clases medias locales— comenzó a convocar un concurso de novela cuyo premio consistía en una dotación económica cuya cantidad ignoro y una edición no venal de la obra galardonada cuyos ejemplares se distribuían gratuitamente entre los socios. Como mis padres y mis abuelos estaban abonados a la institución, recibíamos puntualmente en casa los títulos que año tras año iban siendo elegidos por el jurado, y que veían la luz para la ocasión en una edición más bien modesta y tirando a regular, y por esa razón terminé teniendo en casa dos ejemplares rarísimos de La ternura del dragón, que resultó ser la obra agraciada en la tercera o la cuarta o la quinta convocatoria. Leo ahora en Ropa de casa que aquel año el presidente del jurado fue mi querido Juan Cueto, quien se ocupó de las gestiones que permitieron que Anagrama reeditara el libro poco y después de su discreta edición primigenia, y que durante un tiempo el propio Ignacio mantuvo correspondencia con uno de los promotores del galardón, el escritor Víctor Alperi, que también era de mi pueblo y cuya figura constituía una de esas pequeñas glorias locales —una novela suya titulada El rostro del escándalo había quedado entre las finalistas del Planeta, cuestión que la prensa local refrescaba siempre que por una u otra ocasión salía a relucir su nombre— a las que de vez en cuando veíamos pronunciar pregones o conferencias en citas más o menos recurrentes. Alperi se mantuvo hasta el final vinculado a aquel premio del Casino, que sobrevivió unos cuantos años y terminó extinguiéndose en épocas recientes, supongo que cuando desapareció la institución que lo amparaba. El caso es que aquella edición inaugural de La ternura del dragón pasó, me temo, sin pena ni gloria ni más eco que el que quisieron prestarle en su momento los medios asturianos. En 2005, cuando Ignacio visitó por primera vez la Semana Negra de Gijón para presentar allí Enterrar a los muertos, acudí allí con mi extrañísimo ejemplar de la obra con la que él había debutado. Cuando llegó el turno de las firmas, se la puse entre las manos para que me la dedicara y me devolvió una mirada estupefacta: «¿De dónde has sacado esto?»

Gran Vía

"Todas las ciudades cuentan con una calle que, en mayor o menor medida, las resume o las simboliza o viene a ser el espejo en el que les gusta reflejarse"

Todas las ciudades cuentan con una calle que, en mayor o menor medida, las resume o las simboliza o viene a ser el espejo en el que les gusta reflejarse. Pocas dudas hay de que en Madrid esa función la cumple la Gran Vía. Desde su concepción en los últimos años del siglo XIX, y por oposición al casticismo acendrado de la Puerta del Sol y de los Austrias, la arteria que se planificó originalmente como una sucesión de tres vías diferenciadas quería llevar a gala el cosmopolitismo que en lo sucesivo debía inspirar las veleidades de la urbe, y se dibujó a sí misma como un epítome de modernidad en el epicentro del corazón manchego que aspiraba a derivar en un encuentro afortunado entre las elegancias señoriales de París y los delirios verticales de Manhattan. Es gracioso que la Gran Vía se llame oficialmente así tan sólo desde 1981 —durante mucho tiempo esa denominación fueron sólo dos palabras descriptivas sobre el plano de un proyecto, y después las vicisitudes políticas la fueron bautizando y rebautizando de acuerdo a las coyunturas imperantes (avenida de la Unión Soviética y avenida de José Antonio fueron dos de sus nombres más rocambolescos), por más que en privado nunca dejaran de referirse a ella con la fórmula que se generalizó cuando no era más que un proyecto— y que en realidad sea tan moderna, porque uno tiene la impresión de que siempre ha estado ahí, como si Madrid se hubiese fundado a partir de ella, y no acierta a intuir de qué manera podría contarse Madrid sin la Gran Vía. Quizá se sustente esa impresión en una evidencia empírica: todo el que llega aquí por vez primera se aventura a recorrerla más antes que después, y es difícil sustraerse al embeleso que procuran sus armonías y sus disonancias, su bullicio ininterrumpido y muchas veces irritante, ese desparramarse sin freno ni complejo en el fragor estragado de los días. Fue mi puerta de entrada a la ciudad cuando comencé a frecuentarla con uso de razón, allá por el 2000, y cada vez que piso si es aceras, tanto si lo hago por determinación como si son la casualidad o los atajos los que me conducen a sus márgenes, intento recuperar aquel asombro juvenil ante el prodigio metropolitano. También ella, como todas esas calles que se erigen en compendio y síntoma del espacio que las engendra y las acoge, padece los cambios que, para bien o para mal, van operando en el conjunto. No resisten ninguno de los viejos cines que le dieron lustro y renombre, y las salas que los han sustituido tampoco lucen aquellos carteles pintados a mano en los que revivía la ilusión de las épocas doradas. Lo mismo ocurre con los teatros, reconvertidos muchos de ellos en meros contenedores de musicales en cuyos vestíbulos se despachan palomitas y refrescos y donde las representaciones se sonorizan, no sé si por deficiencias acústicas o porque los gestores no confían mucho en el silencio del público. No queda ninguna de las viejas cafeterías, reemplazadas por establecimientos de comida rápida y bebida aún más vertiginosa, y los comercios que una vez fueron tradicionales han ido cediendo el paso a franquicias sin alma en los que se vende lo mismo que en cualquier otra capital de cualquier otro país. Luego está la parte oscura, esas impurezas que se intenta ocultar bajo la alfombra pero que siempre la terminan desbordando. El otro día, cuando la recorrí entera al filo de la medianoche, desde la Plaza de España hasta el edificio Metrópolis, vi cómo se iban acomodando a los pies de sus edificios los inquilinos de la intemperie, hombres y mujeres que tendían sobre las aceras sus colchones rudimentarios y se acostaban sobre ellos y se tapaban con mantas raídas y recubiertas de lamparones e intentaban ir en pos del sueño que les permitiera olvidar por unas horas la certeza de que el día que estaba por venir no sería muy distinto del que finalizaba, resignados a su condición de exiliados perpetuos en un mundo sin mañana. Algunos eran transeúntes solitarios acostumbrados a arreglárselas de cualquier manera, otros iban acompañados de perros a los que acomodaban cariñosamente en su regazo y en unos cuantos casos se trataba de parejas que dormían bien juntas y abrazadas, buscando en el amor o en la ternura un consuelo frente a las inclemencias de la vida. Por sus alrededores paseaban impávidos grupos de turistas que buscaban el mejor encuadre para un selfi y pandillas de jóvenes que avanzaban hacia los bares donde abrevarían la siguiente copa. Algunos trabajadores sometidos a un horario excesivo se abalanzaban con prisa y cansancio hacia las escaleras del metro y los coches surcaban esos compases inaugurales de la noche con el aire cansino de la rutina acostumbrada. La Gran Vía, escenario y telón de fondo al mismo tiempo, seguía bella e impasible, engalanada con los neones que la maquillan cuando se oculta el sol y se hace acopio de valor para sobrevivir como se pueda en esta ciudad que nunca duerme, la misma a la que ella caracteriza tanto en lo bueno como en lo malo, la que le transmite sus bondades y le contagia sus dobleces y sus vicios, la que quiere reconocerse en su esplendor de fuego fatuo pero no puede evitar cederle sus recodos más inhóspitos.

Una pequeña ucronía

"En los planos que muestran a los etarras preparando el atentado, en los instantes previos al célebre estallido, se aprecia a la perfección sobre la pared del convento de los jesuitas esa placa que yo mismo vi hace unos día"

Como el otro día pasé junto a la esquina que forman las calles Claudio Coello y Maldonado y me di de bruces con la placa que recuerda que en ese mismo lugar fue asesinado el almirante Luis Carrero Blanco —nada que objetar al recordatorio, aunque quizá los términos en que está redactada la inscripción que se plantó allí en pleno franquismo no sean los más adecuados hoy en día—, me ha dado por revisitar Operación Ogro, el largometraje que dirigió Gillo Pontecorvo en 1979 y en el que se cuentan los pormenores de aquella acción que ETA concibió con el propósito de acabar con la única persona que, según una convicción generalizada, podría dar continuidad al régimen dictatorial cuando falleciese el dictador que le daba nombre. La había visto hace años y puedo ratificar ahora que es una buena película. Pese a las deudas inevitables con el tiempo en el que fue rodada, mantiene el interés y la frescura. Hay un detalle, sin embargo, que me había pasado inadvertido, que seguramente no tuvo arreglo posible y que tampoco tiene mayor importancia, aunque si uno repara en él no puede menor que pensar en una ucronía graciosa: en los planos que muestran a los etarras preparando el atentado, en los instantes previos al célebre estallido, se aprecia a la perfección sobre la pared del convento de los jesuitas esa placa que yo mismo vi hace unos días y en la que se menciona que en ese punto exacto encontró la muerte el almirante. Menos mal que, en la película, Carrero debía de ir lo suficientemente distraído como para no reparar en ella. De haberlo hecho, habría ordenado al conductor que parara, o que se desviase, y habría echado a perder la película.

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