Al que se le atribuye la invención del teatro en la Atenas del siglo VI a.C. su propia polis lo expulsó dos veces antes de volverle a confiar el poder una tercera. Hablamos de Pisístrato (600-527 a.C.), el importador a su patria de la tiranía (no confundir con lo que hoy significa esta palabra).
Gracias a haberse hecho con un pequeño ejército, con el que conquistó la Acrópolis en 560 a.C., Pisístrato se declaró tiranos por vez primera. Puesto en el que aguantó seis años, hasta que la facción de las familias nobles se unió a la de los habitantes de la costa y consiguieron expulsarlo.
Estuvo cuatro años en el exilio. De él volvió de una manera bastante “teatral”: subido en un carro de guerra, al estilo de los antiguos reyes micénicos, se hizo acompañar en el mismo de una rutilante moza, que luego se supo que se llamaba Fíe y era del demos rural de Peania. A la tal moza, bastante más alta y bella de lo normal, Pisístrato mandó que la vistieran con un yelmo y una armadura de hoplita dorada, haciendo creer que la propia diosa Atenea, protectora de la polis, bendecía el retorno del tiranos. Poco cuesta imaginar tras esta dramática entrada triunfal a Tespis, el legendario inventor del teatro, del cual hablaremos más adelante.
Aun así, volvió a ser expulsado y hubo de armar un poderoso ejército para derrotar a sus rivales y afianzar su tiranía una tercera vez en 546 a.C.
Al primer tirano ateniense se le recuerda también por entrar en contacto con el tal Tespis, natural de una pequeña población del Ática. Juntos acordaron importar a su patria unas festividades dedicadas al dios Dionisos, totalmente rurales, que se organizaban en Eléuteras, un pueblo frontero con la provincia de Beocia. Crearon así las Grandes Dionisias en el 534 a.C.
En estas festividades rurales un coro de actores caracterizados como sátiros, los compañeros míticos del dios del vino, se teñían las caras con las cáscaras y los raspajos de las uvas cosechadas, instituyendo la costumbre de lo que luego resultarían las máscaras con las que se cubrían los actores griegos. Máscaras cuya invención, ya en lino, se atribuye también a este legendario Tespis, del que se cuenta que paseaba su compañía dramática de pueblo en pueblo, usando el carro en el que se movían como escenario.
Este coro entonaba canciones y danzas en honor al dios. Tespis sacó a un solista del coro y lo enfrentó a él, en una especie de agón, o competición. A este solista, al ser el primero, se le llamó el protos, que sumado a la palabra competición (agón), acabaría derivando en nuestro protagonista.
Lo que en puridad idearon Tespis y Pisístrato en el 534 a.C fue la Tragedia (los cantos de los “sátiros” en el cortejo de Dionisos se llamaban tragodoi, o sea, cantos de los machos cabríos). La Comedia necesitó un tiempo más para ser alumbrada y no lo hizo hasta el 485 a.C.
Tespis y Pisístrato decidieron que, como colofón de las Grandes Dionisias, en marzo, se celebraran unas competiciones dramáticas, para las que los autores escribían una trilogía. Tespis fue el primer vencedor de las mismas.
El protagonista de nuestra entrada las ganó al menos 13 veces, batiéndose con rivales de la talla de Sófocles. Esquilo, natural de Eleusis, en el Ática, tenía 15 años cuando Hipias, el hijo de Pisístrato, fue obligado a exiliarse tras invitar sus rivales a los espartanos a invadir Atenas y sitiar al tirano en la Acrópolis.
Poco nos ha transcendido de la vida del dramaturgo, salvo que provenía de familia aristocrática y que tenía entre 34 y 35 años cuando hubo de combatir, junto a sus dos hermanos, en la batalla de Maratón (490 a.C.), para salvar a su patria de la invasión orquestada por el rey persa Darío en el marco de la Primera Guerra Médica. Uno de sus hermanos murió en tan gloriosa batalla, y el mismo Esquilo quiso ser recordado en su epitafio no por haber ganado 13 veces la corona al mejor tragediógrafo en las Grandes Dionisias, sino, precisamente, por haberse batido en Maratón y haber hecho morder el polvo a los persas, que superaban a los atenienses y a sus aliados de Platea en una proporción de casi tres a uno. Algo semejante a lo que hizo siglos después nuestro Cervantes, que parecía más orgulloso de haber combatido en Lepanto, “la más grande ocasión que vieron los tiempos”, que de haber escrito el Quijote.
Diez años después, ya en el marco de la Segunda Guerra Médica, al mando los persas ahora de Jerjes, nuestro hombre ha de volver a vestirse de hoplita para salvar a los suyos en la batalla naval de Salamina y, un año más tarde, en la de Platea, donde los ejércitos medos fueron definitivamente vencidos.
Tales hechos de armas marcarían, sin duda, la obra de Esquilo. Podemos ver una portentosa descripción de la batalla de Salamina en Los Persas. La acción se desarrolla en Susa, la capital del imperio, donde un coro de ancianos expresa su ansiedad por la suerte de la expedición de Jerjes contra la confederación helena. Atosa, madre del Gran Rey y viuda de Darío, declara que ha tenido siniestros sueños y asistido a funestos portentos. En medio de estos aciagos presagios entra en escena un Mensajero que hace partícipe a los presentes de la debacle persa en Salamina:
¡Oh país persa y puerto abundante en riqueza!¡Cómo de un solo golpe ha sido aniquilada tu inmensa dicha! ¡La flor de los persas ha caído muerta! (…) ¡Sí: todo el ejército ha perecido!
Llenas de muertos que perecieron de mala manera están las costas de Salamina y todos los lugares vecinos. (…)
¡Oh nombre de Salamina, el más odioso que pueda oírse! ¡Ay, cuántos lamentos me causa el recuerdo de Atenas!
Ante el infortunio que se cierne sobre los presentes, la reina pide al mensajero sobreponerse al dolor y seguir con el relato de la desgracia.
Es obligado para los mortales el soportar los sufrimientos, si los dioses los dan. Pon ante nuestros ojos todo nuestro infortunio. Cálmate y habla, aunque te haga llorar la desgracia.
El Mensajero rememora, en un lenguaje que recuerda intencionadamente a Homero, el catálogo de héroes persas que han caído en las costas de Salamina y da noticias a su aterrorizada audiencia de que los griegos vencieron no por su superioridad en efectivos navales (los persas los superaban en proporción de 4 a 1), sino por la mejor planificación de los estrategas helenos.
Tras la angustiosa narración del Mensajero, la reina no puede evitar exclamar:
¡Oh destino odioso, cómo has defraudado a los persas en sus intenciones! Amarga ha encontrado mi hijo la venganza de la ilustre Atenas. No fueron bastantes los bárbaros que antes mató Maratón. ¡Y mi hijo, creyendo que iba a lograr su venganza, se ha traído una multitud tan grande de males!
Esta empatía para los vencidos, para los sufrientes, aunque hayan intentado acabar con la más sagrado para los griegos, no abandona a Esquilo en el resto de la obra, ni cuando como grotesco colofón entra el propio Jerjes cubierto de harapos. Eso sí, antes el poeta ha hecho aparecer en escena el fantasma del rey Darío y ha dejado bien claro que todo lo acaecido a los persas es un castigo de Zeus por la insoportable hybris o arrogancia de su vástago.
La obra concluye con un treno o canto fúnebre entonado por el humillado Jerjes y su coro de ancianos.
Vestigios de las vivencias militares de Esquilo podemos rastrear también en Los Siete contra Tebas, donde se nos narra el enfrentamiento fratricida entre los hijos de Edipo, ante los propios muros tebanos: la descripción de los terribles caudillos que van a comandar el ataque a cada una de las siete puertas, en un lenguaje de nuevo homérico. La narración, otra vez a cargo de un Mensajero, del combate entre los hermanos.
Se le atribuyen entre 82 y 90 obras, pero sólo nos han llegado 7 completas y fragmentos de otras 7. Los dramaturgos se presentaban a las Grandes Dionisias escribiendo una trilogía de tragedias y un drama satírico. La única trilogía que se conserva completa es la llamada Orestea, formada por Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides. Con esta trilogía Esquilo ganó el concurso trágico en 458.
Agamenón comienza en el palacio del rey de reyes en Argos, en un tono más bien triunfal, pues un vigía descubre las luminarias, transmitidas de atalaya en atalaya, que anuncian la victoria aquea en Troya y el regreso del rey Agamenón, tras diez años de ausencia. Alegría pronto empañada cuando el coro de ancianos recuerda una serie de presagios funestos y que el propio Agamenón dio muerte a su hija Ifigenia, en la localidad costera de Áulide, para aplacar la ira de la diosa Ártemis contra la flota argiva.
Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiera la sabiduría con el sufrimiento. Del corazón gotea en el suelo una pena dolorosa de recordar e, incluso a quienes no lo quieren, les llega el momento de ser prudentes.
Entra en escena la reina Clitemnestra, que se acaba sumando al ambiente sombrío rememorando un sueño que le han enviado los dioses sobre la destrucción de Troya.
Al fin hace su entrada triunfal, subido en un carro, Agamenón, trayendo consigo como concubina a Casandra, hija de los reyes de Troya. Clitemnestra da a ambos la bienvenida, con una perfidia que luego descubriremos en toda su crudeza, y ordena a sus esclavas que preparen un baño para su señor. Incluso hace que éste camine sobre una alfombra púrpura (con lo que el rey de reyes vuelve a pecar de hybris) cuando se dirija al interior del palacio.
Casandra, castigada con el don profético y con que nadie hiciera caso a sus verídicas predicciones, entra en trance y predice el asesinato de Agamenón y el suyo propio. Nadie reacciona. Al final se resigna a su destino y entra al palacio, donde ambos son asesinados por la reina, que vuelve a escena a jactarse de su doble crimen, en venganza, dice, por el sacrificio de Ifigenia. Sólo entonces a la monarca se le une su amante, Egisto, el primo cobarde del rey de reyes.
El castigo al parricidio nos viene dado con la segunda parte de la trilogía, Las Coéforas: Orestes, hijo de Agamenón y Clitemnestra, regresa a Argos tras lustros de exilio y conspira con su hermana Electra para matar primero a Egisto y luego a su madre Clitemnestra. Orestes ha de huir al final perseguido por las Furias vengadoras.
Las Euménides cuenta el juicio al que ha de someterse Orestes en el Areópago de Atenas ante las Furias. Juicio en el que el héroe será absuelto de su matricidio al quedar empatado el tribunal, gracias a un voto particular, como era de ley en Atenas. Atenea promete a las Furias, para apaciguar su ira, que se les adorará a partir de entonces en esa misma polis en su nuevo papel de fuerzas benéficas o Euménides.
A Esquilo se le atribuye la introducción en escena de un segundo actor, aparte del corifeo, o director del coro, y del protagonista. A este nuevo actor se le conocerá como deuteragonista. Al mismo tiempo disminuyó la importancia del coro, dándole más entidad a los actores. Éstos representaban varios papeles a la vez, cambiando de máscaras y ropajes, y siempre eran hombres: los personajes femeninos eran encarnados por varones, que, según las fuentes, en su voz y movimiento dejaban entrever a los espectadores que se trataban de mujeres reales. Lo cual denota la altísima profesionalización y técnicas alcanzadas por el hypocrités o actor ateniense.
Más arriba indicamos que Tespis y Pisístrato trajeron la tragedia desde Eléuteras en el 534 a.C. Se habilitó un espacio en la zona meridional de la ladera sur de la Acrópolis para representar las obras, en la pendiente donde se erguía el témenos o santuario de Dioniso. Un altar de este dios presidía la orchestra o espacio donde deambulaba el coro y la orquesta que lo acompañaba. En primera fila se sentaban en lugar destacado, con sus sillones tallados en mármol, los sacerdotes de las divinidades principales, reservándose un sitio de honor al de Dionisos. Al lado de los sacerdotes, las autoridades civiles.
Las ruinas que hoy se pueden disfrutar son, al menos, un siglo posteriores a la época de Esquilo. Gradas, orchestra y escenario o logeion están construidos en mármol y en otros materiales nobles, pero en tiempos de Esquilo y de sus sucesores Sófocles y, posteriormente, Eurípides la estructura escénica se montaba en madera y los primeros espectadores simplemente se acomodaban en la pendiente, hasta que con el paso del tiempo para ellos también se fueron levantando asientos de madera.
Emociona hollar aquel espacio, saber el Partenón a tus espaldas y tener a escasos metros el Odeón de Agripa, edificio para conciertos y conferencias, más moderno que el teatro y mejor conservado, por ende. Deja huella el sentarte en cualquiera de las gradas supervivientes y rendir tributo a la memoria de tantas compañías teatrales o Thiasos, que, al frente de su propio dramaturgo y patrocinador del coro o coregos, alimentaron las almas de sus conciudadanos con sus espectáculos escénicos. Impacta imaginar al coro meciéndose a los sones de los versos de Esquilo en esa misma orchestra que ahora tú pisas, entrever a Clitemnestra ordenando a sus esclavas que tendieran, ahí, enfrente, en el logeion, la alfombra púrpura, por la que Agamenón, ciego en su soberbia, caminaría hacia la muerte.
Sobre el fin de Esquilo ya desde la antigüedad se narraba que éste recibió un oráculo en Delfos que predecía que moriría aplastado por una casa. Por ello el poeta decidió vivir a partir de entonces a la intemperie. Mas la parca le acabó llegando cuando estaba en uno de sus viajes a Sicilia, en Gela. Mientras dormía su siesta apoyado en un tocón, un águila, que había cazado una tortuga, confundió su calva con una roca y sobre ella dejó caer su presa, aplastándole la testa al genio y cumpliéndose así el oráculo, ya que de la tortuga se decía que lleva su casa a cuestas.
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