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Estas ganas de trinar (Arresto domiciliario 59)

Estas ganas de trinar (Arresto domiciliario 59)

Perdón, Cuarentenario. Te diría que tengo cantidad de razones por las que fallé a nuestra última cita, pero ninguna alcanza para excusa. ¿Me creerías si te digo que experimenté ciertos problemas técnicos? Porque esa es la verdad, pues, pero en mi oficio nunca es suficiente. Aprendes muy temprano que el periódico, igual que el sol, sale a las calles contigo o sin ti. No es nuestro caso, claro, porque además ocurre que me perteneces y no tendría por qué pedirte disculpas —amén de que sin mí no vas a ningún lado— pero como te he dicho mi motor es la culpa y yo no me perdono antes del trigésimo noveno latigazo. Por cierto, ¿me extrañaste?

"¿Quién diablos va al doctor para alardear de su buena salud?"

Me siento en estos días como cuando te enfermas del estómago y el doctor te pregunta qué comiste. ¿Yo qué voy a saber qué tantas porquerías se habrá tragado mi alma en los últimos meses y cuáles de ellas se han echado a perder? ¿Alguien por ahí sabe qué exactamente esconde en las entrañas a mediados de mayo del 2020? Entiendo que de poco sirve quejarse, pero igual no me consta que guardármelo todo sea muy provechoso. De pronto me dan ganas de echar fuera el veneno acumulado y blasfemar igual que un energúmeno, pero me digo que para eso estás tú. ¿Te imaginas qué diario ridículo serías si en tus páginas yo no hiciera más que vanagloriarme por mi buena estrella? ¿Quién diablos va al doctor para alardear de su buena salud?

Y bien, Cuarentenario, que allá en el 2011 compré un pequeño cuadro con la caricatura de un pájaro rojo vestido de reo, cuya celda aparece constelada de ciertos garabatos (cuatro rayitas verticales, atravesadas por una diagonal) que tradicionalmente usan los presidiarios para contar las jornadas de encierro. Sintomáticamente, aquella misma noche debí enclaustrarme en mi cuarto de hotel, donde pasé dos días con sus noches en compañía del ave cautiva, que a su vez me miraba fijamente mientras el huracán Sandy terminaba de azotar Manhattan.

Desde octubre de ese año, el pajarraco cuelga en mi recámara como un recordatorio no sé muy bien de qué, pero igual siento que nos entendemos. Como si compartiéramos una melancolía antigua y honda, y al mismo tiempo la esperanza férrea que expresan todos esos garabatos: calendario sin números, tiempo sin tiempo, pequeña eternidad que se mide en rayitas. He llegado a pensar que mi pájaro reo –¿un cardenal, quizá?– es una gran metáfora del género humano, cautivo de una jungla de días hábiles que sólo alcanza a contabilizar.

"Algunas mañanas me despierto con ganas de poner a ese pájaro en su sitio y recordarle a gritos que no somos iguales y yo no soy un preso"

Hoy que estamos parejos —encerrados, sumando las rayitas— mi correclusa tiende a verlo con recelo, como si el animal se deleitara escarneciéndola. Por mi parte lo miro de perfil, como si no me diera por aludido. Ya sé que no es más que una caricatura, pero ahí está el problema: se siente uno caricaturizado. ¿Debo, pues, darle el gusto de cambiarlo a otro muro, y con ello aceptar que nos inhibe, o sigo pretendiéndome inmune a su ironía?

¿Ya me entiendes, amigo? No sé qué traigo adentro últimamente, pero algunas mañanas me despierto con ganas de poner a ese pájaro en su sitio y recordarle a gritos que no somos iguales y yo no soy un preso y no le tengo miedo y bla bla bla. Bonito me oiría, ¿no? Por eso me contengo, y de paso porque le tengo aprecio y no quiero que piense que estoy loco. No él, por lo menos.

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