Ilustración: Juan Carlos Viéitez.
La única de las dos que no puede contener el deseo es ella. La proximidad de una mano suele introducirla en un estado de alteración climática, progresivo y después regresivo, donde yo no tengo gobierno en lo que anuncia. Yo sostengo la mirada, no me quiebro, no dejo una oración a medias ni acelero el ritmo de los órganos que me pertenecen; pero mi piel te anuncia su encanto. Mi piel se asume como un organismo propio. Por ejemplo, tiende a llenarse de petequias cada vez que recoges el escritorio, en movimiento incómodo, porque puedo ver qué leías antes de que golpease a tu puerta. Mi piel no puede cubrir lo imaginario. Si me asombra un gesto, si mueves la mano en ese preciso gesto que me asombra, mi piel enrojece. O bien una porción concreta, a la altura del cuello, se trastoca en función de los decibelios que descuida tu voz. Si me faltase la piel, no quedaría otra forma de comunicar mi deseo. Si ahora, en este espacio, me volviera transparente, mi deseo se contendría, y yo no podría anunciarte que permanece allí prolongado.
La tela en la que te desprendes es azul. Como te estás muriendo, tu piel se cae a pedazos. Pienso —entro en reproche— que deberías escoger un tono más frío para tu piel, no así, amarillo, si quieres que este momento se mantenga armónico. Pienso que deberías ser más puro, más cristalino y más azul para contemplar esto desde lo estético. No puedes sentir deseo porque las células de tu cuerpo se están quedando sin oxígeno. Aunque exista en su deseo, tampoco mi piel es la misma a cada segundo. Lo conveniente, en estos casos, sería resignificarnos en la figura de una bestia animal que fuese capaz de adaptar su piel a los distintos climas y grados de conciencia. Nadie puede volver a tejer la piel sobre tu brazo.
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La criatura-narradora de El animal sobre la piedra conoce que, durante la aproximación al Otro, lo que con mayor celeridad nos hace madurar es asistir a los umbrales de su existencia: tener un hijo, perder a un padre. Por eso se inclina hacia la metamorfosis. La piel ha de desintegrarse si el proceso de crecimiento se acelera. Ves morir y te crece una osamenta de animal prehistórico: de tu cráneo emergen nuevas vértebras hacia el exterior que no solo se hacen visibles en los espacios privados. Sientes pudor si un hombre se acerca porque se percatará de tus vértebras, de tu piel curtida o de tu peste. Sientes pudor porque lo lógico sería, si falta una madre, que haya nacido un hijo. Pero tu vientre está vacío y tu piel curtida.
Unos versos que suspenden la narración: «eres sagrada / Las piernas no te sostienen / eres sagrada / Las heridas no cicatrizan / eres sagrada / Sin morfina no aguantas las llagas de la boca / eres sagrada / eres sagrada» [2].
Por la rendija de la puerta entreabierta, como devolviéndome a la infancia tras el mal sueño, espío una habitación que no es la mía. Yo no convivo en mi piel como Tarazona lo hace en la suya: distingo el contorno de todos los objetos que aquí me rodean y no concibo de qué manera esto podría entenderse como una extensión de mí misma. No experimento al otro como experimento en mi cuerpo. No estoy de acuerdo cuando la escritora dice: «En las últimas horas, frente a la contundencia de este nuevo porvenir he concluido que perderé los recuerdos». Rechazo la idea de tener que atragantar a la aspiradora cada vez que se me caiga un pedazo de tejido viejo. El diálogo que quiero mantener con mi recuerdo no atiende a la idea de apretarlo en una bolsa cada vez más sucia al fondo de una máquina. Quiero reubicar mi memoria fuera de la piel incompetente, en una cercanía más honda, asistiendo a él como a un amigo que se ha dejado de entender y no como a una divinidad mortífera. Está bien: no puede existir una sola lectura del duelo. Amén. Así sea.
He de cargar con la culpa de estar construyendo este relato desde lo asertivo y no desde lo pasivo, que es a mi modo de entender la forma en que debe funcionar la crítica literaria. Va otra negación: nunca he creído en la lectura como anagnórisis. Apenas me importó, eso sí, que El animal sobre la piedra estuviera en la lista de recomendaciones que se agrandan cuando estás perdiendo a alguien. Leer este título no molesta, porque Tarazona se inscribe en una ficción maravillada que colapsa los espacios familiares y privativos —a nivel técnico-literario, por establecer diálogo con otras escritoras mexicanas, llaman a lo suyo «narrativa de lo inusual»—. Su escritura intenta lanzar fuera de su lógica al lector; exige la aceptación de un universo otro que celebra la urgencia del cambio y de la mutación corpórea, sin excedente en nada más que la huida: «Mi casa —comienza diciendo— fue el territorio de un suceso extraordinario. Después de la muerte de mi madre un gato de color gris entró a mi cuarto y orinó bajo mi cama». Si este libro ha de doler es porque nosotros intuimos lo que no exterioriza. Tarazona no trafica con el daño, no se recrea ni se envuelve en él; solo muda de piel, se inventa a sí misma y nos inventa extraños en su entorno.
Vale.
Me consuela imaginar que es en la piel donde nace el amor.
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[1] Daniela Tarazona (2008), El animal sobre la piedra, México, Almadía.
[2] Jorge Riechmann (1995), «Tanto abril en octubre», en Amarte sin regreso: poesía amorosa 1981-1994 [antología], Madrid, Hiperión.
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Autora: Daniela Tarazona. Título: El animal sobre la piedra. Editorial: Almadía. Venta: Todos tus libros.
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