¿Qué maestro, y no me refiero solo a los del ajedrez, no ha tenido a lo largo de su vida alguna anécdota inolvidable que le ha precedido o perseguido pegada a su biografía como las burbujas al champán? Más, sin duda, de lo que nos imaginamos, aunque estas no sean de dominio público ni figuren en los libros que recogen sus hazañas como compositores afamados, directores de marquesina, solistas de prestigio, cantantes de reclinatorio o actores de Vanity Fair. Sin embargo, ahí están para ser contadas, porque ellos, los que aún están con nosotros así lo han querido y los otros, los que ya nos han dejado, porque nos las han trasmitido la mayoría de las veces sus viudas , sus amigos, sus familiares, sus criados o ellos mismos en sus memorias, pero de lo que doy fe sin atisbo alguno de petulancia, es que un servidor ha sido testigo directo de varias de ellas o embelesado receptor del suceso narrado por alguien que lo presenció en primera persona. Cuarenta y cinco años ejerciendo el periodismo activo y la crítica especializada permiten, no sólo coleccionar arrugas, sino acumular historias increíbles, pero historias a fin de cuenta, retazos breves de unas vidas en las que el ajedrez, la música o el cine, les otorgan su razón de ser.
El pianista y el campeón
Tal vez para muchos de ustedes el nombre de Tito Aprea no les diga nada, especialmente si la música no figura entre sus debilidades, pero puedo asegurarles que el “gran Tito”, como se le conocía en los ambientes musicales de los cinco continentes, era uno de los pianistas más dotados, versátiles y carismáticos de cuantos han frecuentado las salas de conciertos en la primera mitad del pasado siglo.
Elegante, buen conversador, con una mezcla entre Douglas Fairbanks y un catedrático de derecho constitucional al que le gustaba la buena mesa tanto como interpretar la Fantasía D 960 de Schubert ante un auditorio de profesionales del teclado. Porque Tito no la tocaba, ni hablar, Tito la oficiaba, y lo hacía con la misma solemnidad con la que el Santo Padre celebra la Misa de Año Nuevo.
En 1934, año de nuestra historia, era ya un pianista de renombre con numerosos discos grabados y una apretada agenda de conciertos que le llevaban de acá para allá sin tiempo apenas para dedicarle un par de horas a la que sin duda era una de sus aficiones más añoradas: el ajedrez. El Carnegie Hall de Nueva York le reclamaba, la sala Pleyel de París le esperaba, el San Carlos de Nápoles insistía, el Albert Hall de Londres le suplicaba, pero Tito, siempre enviaba una excusa: “Indispuesto. Pronto estaré con ustedes”.
A cuantos lo veían diariamente en el comedor del hotel les resultaba extraño que un profesional de su categoría permaneciera tanto tiempo en Túnez, ya que no daba concierto alguno y estaban ya a finales de año. Pero existía una poderosa razón que sólo él conocía. Dentro de dos días el Campeón del mundo de ajedrez, el ruso exiliado Alexander Alekhine llegaría a Túnez procedente de Argelia donde había dado cuatro exhibiciones de partidas simultáneas, una de ellas a la ciega y él quería enfrentarse contra el campeón que siempre había soñado jugar. Esa era la verdadera razón de su demora.
Mientras, las salas de conciertos más importantes de Europa y América esperaban y esperaban…
Por fin llegó el gran día. El 29 de diciembre de 1934 Alekhine se presentó puntual en el Casino tunecino, impecablemente vestido, para enfrentarse a 41 adversarios, entre ellos al inquieto Tito Aprea, quien entre miradas furtivas y gestos nerviosos de sus dedos tamborileando sobre la mesa, emulaba ejecutar una de esas brillantes fantasías chopinianas que tanto gustaban a los auditorios al tiempo que con precisos y estudiados ademanes movía las piezas a velocidad del rayo, algo muy inusual para este tipo de exhibiciones.
Apenas Alekhine llegaba a su tablero y hacía la jugada Aprea le respondía sin pestañear, lo que obligaba al campeón a permanecer varios minutos ante su tablero en actitud pensativa ya que las jugadas se sucedían raudas una tras otra como ejecutadas por un potente ordenador.
Tito, muy tenso, con pose de experimentado jugador, miraba de hito en hito al “Coloso” intentando adivinar por sus muecas de disgusto si la jugada que le había planteado era buena o por el contrario un tremendo fiasco que le obligaría a tirar el rey sobre el reluciente tablero.
Alekhine, sin dar crédito a lo que sucedía bajo sus lentes, se preguntaba si quien estaba delante era un loco o un consumado jugador, porque lo que el italiano hacía con sus piezas era demasiado poco ortodoxo.
Antes de que la pieza del campeón se posara en la casilla correspondiente,Tito lanzaba la primera que caía entre sus dedos ante el rostro congestionado del ruso que no entendía nada. Quince vueltas aún permaneció Aprea ante el tablero antes de que el campeón lo aplastase. Manos que se estrechan, miradas furtivas de los jugadores vecinos al tiempo que Alekhine se agacha y le pregunta a Tito casi en un susurro: “¿Era necesario jugar tan rápido? Esto es ajedrez…”. “Maestro —dice Aprea— yo tenía muchas ganas de jugar con usted y he venido hasta Túnez para hacerlo, pero en realidad yo apenas conozco los movimientos de las piezas. Muevo mirando lo que hace al que está a mi lado, desde que comienza la partida por eso juego tan rápido porque no sé y me da igual jugar una pieza que otra…”.
La cara de Alekhine, según nos relata Bruno el hijo de Tito, se convirtió en un instante en un compendio de estados de ánimo. Ira, decepción, asco, desprecio, al tiempo que daba un fuerte puñetazo en la mesa que hacía temblar el resto de tableros. Tito, asustado y desencajado, sin entender demasiado la reacción de Alekhine, miró a su vecino y encogiéndose de hombros preguntó: “¿Pero por qué se ha molestado, si además me ha vencido?”. A la siguiente vuelta el gran pianista le presentó la planilla de anotación de las jugadas para que, como es costumbre, se la firmara. El congestionado maestro la garabateó sin mirarla y la empujó hacia su oponente con un gesto de desprecio rayano en el insulto.
El resultado final de esta dramática exhibición fue de 33 victorias para el campeón, 4 tablas y 4 partidas perdidas.
Pero el “gran Tito” recordó toda su vida aquel encuentro y lo relató infinidad de veces. Había jugado con el campeón del mundo, le había estrechado la mano, le había firmado la planilla —más bien emborronado— y había hablado fugazmente con el vencedor de Capablanca, ¿no era eso más importante que tocar las sonatas de Scarlatti o Beethoven en Nueva York? A fin de cuentas, a ellos los tenía siempre “en dedos” pero a Alekhine nunca más. Aquella noche Tito durmió mejor que nunca lo había hecho en su vida.
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