Hierápolis, s. II d. C.
Los operarios, cuyos movimientos se han mimetizado con el ritmo uniforme de la maquinaria, no han percibido presencia alguna. El bronco traqueteo del maderamen sepulta el tímido saludo de los dos muchachos. Ante la falta de respuesta, los visitantes reaccionan y se encaraman a una rampa que da a la primera planta. Allí, entre una malsana nube de polvo blanco, un banco corrido, tosco pero práctico, sirve de asiento a otros dos trabajadores. El más joven se abuza sobre una placa de mármol rosa. Se afana en grabar lo que parece un texto bajo la atenta mirada de quien debe de ser su maestro, quien sí se ha percatado de la visita.
—¿Os puedo ayudar en algo?
—¿Dónde está vuestro jefe?— pregunta el más fornido de los muchachos.
—Debe de andar por ahí arriba, supervisando los trabajos. Mejor salís por donde habéis venido y entráis por la puerta de la segunda planta.
El aire circunspecto de los visitantes ha llamado la atención del aprendiz, que, sin soltar la maza ni el cincel, se ha detenido para enjugarse el sudor. Aprovecha la pausa para observarlos con atención y espera a que se hayan marchado para confesar a su maestro:
—No me gustaría encontrármelo cara a cara en una calle estrecha. De un sólo manotazo, ése es capaz de mandarte a criar cuervos. Un brazo suyo hace por los cuatro nuestros.
—¿Es que no lo conoces? Es el hijo de Estéfano, el malogrado luchador. Pero ¡venga!, tú, a lo tuyo. Tenemos que entregar el pedido en dos días y aún te queda una última línea por escribir. Que luego me toca a mí pulir y dar los últimos retoques y no quiero que me den las tantas.
El aprendiz no rechista y vuelve su atención sobre la palabra ΑΡΗΤΗ (virtud) en la que lleva trabajando desde hace un rato. Cuando se inició en el oficio hace tres meses, apenas distinguía un travertino de un mármol rosa, pero este tiempo le ha bastado para apreciar el valor sagrado de las incisiones que ejecuta sobre la piedra. Rememora en su fuero interno la lección que recibió del maestro su primer día en el taller. No ha olvidado sus palabras.
a ver, muchacho, ¿estás dispuesto a ser un Hermes psicopompo?, los escultores de epitafios tendemos una mano a las almas de bajo tierra y con la otra saludamos a los gorriones, te familiarizarás con las vivencias de los muertos y caminarás abrazado a ellos con la vista puesta en el horizonte, te convertirás a tu pesar en portavoz de deseos insatisfechos, interpelarás a los caminantes que se detengan a tomar un leve respiro buscando la sombra agotados por el viaje, ellos leerán las palabras que tú vacías de la piedra para grabarlas en sus conciencias, las palabras que tú escribas las bruñirán los aguaceros, las silbarán los vientos, las aquilatará con paso cansino el tiempo…
Un carraspeo, con el que el maestro aclara su garganta, saca al muchacho de sus divagaciones.
—Siempre podré decir que estuve allí. Yo tendría sólo siete u ocho años, pero se me quedó grabado. Puede que sea uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia. Estéfano ya había pisado múltiples estadios en Frigia, en Lidia, en Jonia… Pero imagino que pelear ante sus conciudadanos sería algo muy especial para él. No cabía un alma en el estadio. Pasó las rondas preliminares sin apenas esfuerzo. El público jaleaba cada uno de sus agarres, y no creas que yo me quedaba atrás. Me involucré como el que más. Era el espejo donde todo niño quería mirarse. Combinaba la potencia de Heracles y la precisión de Teucro. Ni un ápice de grasa en su cuerpo, ni un movimiento de más en su ejecutoria. Una máquina perfecta para la lucha. Sin embargo, la Fortuna quiso que los dos luchadores más brillantes de Hierápolis se vieran las caras en las semifinales. El Destino se ocupó del resto. Eran amigos inseparables en la palestra y fuera de ella. Estoy seguro de que, con tanto orgullo en juego, habrían preferido no cruzarse jamás.
Un arranque de tos interrumpe la narración del maestro, quien se apresura a abrir una ventana para respirar un poco de aire puro. Fuera, ve a los dos visitantes que ya han emprendido la vuelta a la ciudad. Caminan sin prisa, cabizbajos. No parece que tercie palabra alguna entre ellos. La visita al taller ha sido muy breve. A estas alturas, al aprendiz ya sólo le quedan las dos últimas palabras por tallar. No cabe duda de que está haciendo un buen trabajo. Sin quitar ojo a los dos muchachos, prosigue con su relato:
—Después del accidente —porque ya nadie duda de que fue un accidente—, Estéfano se sintió en deuda con él. Acogió a su hijo Androcles como si fuera propio y los educó a ambos en igualdad de condiciones. Los puso en manos del mejor maestro de música de toda Hierápolis. Al pedotriba, por su parte, le pidió que iniciara a los muchachos en la carrera, el salto y todo tipo de lanzamientos, pero le exigió que no los instruyera en ninguna modalidad de lucha. El preparador físico protestó. Cómo iba a permitir que se desaprovechara tanto potencial. Estéfano, en cambio, no quería por nada del mundo que siguieran sus pasos. Pero ya se sabe, basta que prohíbas algo a tu hijo para avivar su curiosidad por ese algo.
El muchacho trabaja ya en la Ψ de ΨΥΧΗ (alma). Por la combinación de rectas y curvas, es una grafía que requiere mucha destreza y toda su concentración. Aun así, no se percata de una pequeña estría en el mármol. La pieza se parte en dos por la falla. El maestro no necesita volverse para saber lo que ha ocurrido. Sigue imperturbable observando cómo los dos hijos de Estéfano avanzan hasta perderse detrás de un cerro desolado.
—Ha sido un accidente. Son cosas que pasan. Las nuevas sierras mecánicas nos facilitan el trabajo, pero no detectan los defectos del material. Vamos, recoge los pedazos. Tiene que haber otra pieza gemela por ahí. Empezaremos desde cero.
El aprendiz, azorado, se apresura a borrar cuanto antes los despojos de su desatino, pero no le ha dado tiempo a hacerlo lo rápido que hubiera necesitado. Sus pulsaciones se han multiplicado por mil al sentir la presencia del dueño de la factoría, que acaba de aparecer por la rampa de la planta baja. Éste último, a diferencia de lo que se esperaba, soslaya también el incidente. En sus brazos sostiene una valiosa pieza de mármol blanco junto con un pequeño trozo de pergamino que lleva algo escrito. Llama al maestro.
—Dejad lo que llevéis ahora entre manos. Tengo mucho interés en este nuevo encargo. Poned en él todo vuestro esmero. El texto os lo dejo aquí escrito. Son unos hexámetros para la tumba de nuestro paisano más insigne, que murió hace unos días.
[ἦ] τὸ πρὶν ἐν στα[δίῳ κε]λαδ̣ούμενος, ἔλαβα λήθην
κτείνας ἀντίπαλον μεστὸν πικρίας ἀλογίστ[ου]. οὔ-
νομά μοι Στέφανος, δέκατον στεφθεὶ[ς] ἐν ἀγῶνι
θνήσκω καὶ τρέφομαι μακροῖς αἰῶσι πεδηθεὶς
γαίης ἐν κόλποισι· τὸ γὰρ σθένος οὔποτ’ ἔλειπ[ε] πρὶν
κτεῖναι παλάμαις, ἐ̣τεὸν ψυχῆς ἐπίκουρον.
Πολυχρονὶς τὴν ἐπιγραφὴν μνείας χάριν.
Mientras estaba tan absorbido en el estadio, abracé el olvido al matar a mi oponente en mitad de una cólera no calculada. Mi nombre es Estéfano. Habiendo sido coronado diez veces en competiciones, muero y me alimento de la eternidad, después de haber recorrido los rincones de la tierra. Mi fuerza no me abandonó hasta que maté con la habilidad de mis manos a mi verdadero compañero del alma. Perduraré en el tiempo gracias a este epígrafe de recuerdo.
(Traducción de Reyes Bertolín)
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Para la inscripción:
-PHI Greek Inscriptions (https://inscriptions.packhum.org/text/271819?hs=161-170)
Para cuestiones:
-Arteaga Conde, A., ¿Cómo “habla” el epigrama funerario ático? Una relación entre vivos y muertos. Nova Tellus, vol. 37, núm.2 (2019), 49-65.
-Bertolín Cebrián, R., Lesiones en el deporte griego y su prevención. Estudios Clásicos 164 (2023), 187-211.
-Grewe, K., La máquina romana de serrar piedras, 2010.
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