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Esto es lo que sé, un cuento de María Zaragoza

Esto es lo que sé, un cuento de María Zaragoza

Mamá se levantaba los sábados como quien viene de un desfile. El resto de los niños ignoraban la cama por la que había pasado una tormenta, la ventana abierta por la que siempre escapaba alguien, los dedos largos y fríos que cada vez tenían más anillos.

Canturreaba por la casa con el pelo revuelto esa mamá nuestra, los dientes brillantes que se me antojaban alargados como los de los demonios de las leyendas. Nos preparaba un cacao especial los sábados, con mucha canela que disimulaba el sabor y el olor de las gotas de matarratas que nos iba regalando para que palideciéramos y poder atendernos, la madre entregada con tanto niño enfermo siempre en el hospital, la madre abnegada, la madre que —todos lo ignoraban— abría las ventanas las noches de invierno para que cogiéramos frío. Se levantaba mucho antes que nosotros para volver a cerrar y que nos sorprendiesen las sábanas heladas pegadas en el cuerpo y la escarcha en el pelo.

Admiraba a esa madre terrible que enjabonaba el suelo del baño para vernos resbalar y luego lloraba en urgencias, mire usté qué torpeza la de mis niños, siempre con algo roto, ¿no tendrán huesos de cristal? Admiraba su afición por las batas blancas y por las pruebas médicas en cuerpos pequeños y dependientes. Admiraba que hubiese logrado hacerme sentir curiosidad por cómo sería mi muerte, si me tiraría a la piscina sin manguitos, si cubriría el radiador ahí donde decía «no cubrir», si aumentaría la dosis mortal en el cacao de los sábados, si un día me caería dentro de la bañera blanca donde el agua siempre estaba demasiado caliente y nos quemaba la piel.

A pesar de los esfuerzos de mi madre y de mis imaginaciones, no terminábamos de morirnos. Los ojos de mis hermanos eran uvas verdes muy fijas, sus labios azuleaban, pero seguían ahí presentes, cubiertos de vendas o escayolas pero sin acabarse de meter en una cajita blanca con un crucifijo encima. Cómo deseaba llorarlos, pasear hasta el cementerio y montar un número de dolor fraterno. Cómo me imaginaba a mí misma con mi mejor vestido de terciopelo azul oscuro y mi cuello de encaje, el pelo muy peinado en una trenza que me decoraría ella misma con los dedos largos y finos como patas de araña. Cómo me imaginaba en el espejo viendo llorar su imagen bonita y de duelo mientras me peinaba, y qué guapa la veía con sus ojos del color de la menta y su pelo negro y rizado tan corto y tan salvaje. Qué piedad sentía al figurarla trenzando mi pelo con cintas blancas mientras repetía que el color de mis cabellos ya era suficiente luto, y me traía la chaqueta esa de lana que me picaba sobre el cuerpo y las medias de hilo que no calentaban los muslos y los zapatos de charol que apretaban lo justo como para levantarme la piel de los meñiques. Imaginaba la sentida ceremonia y a los amantes de mi madre besando su mano y dándole el pésame y regalándole más anillos dorados con piedras de colores para que superase su angustia y llevase de nuevo cinturones de piel de serpiente tan verdes como sus ojos. Incluso llegaba a imaginar que de nuevo mamá se ponía en manos de todos aquellos hombres para conseguir el estado en el que era más feliz: el embarazo. Para traer más niños al mundo a los que matar de a poquito, con cuidado, con una dulzura majestuosa. Supongo que por eso tiré a mamá por las escaleras: no quería defenderlos; no lo sentía como una responsabilidad por ser la mayor de todos ellos; no era una cuestión de supervivencia. En realidad no me importaba ser la primera y que fuesen los demás los que me llorasen: lo que me ponía de veras de los nervios era que todo aquello no tuviera un final dramático, un momento en el que todo culminase de una buena vez. Con la de veces que había planeado mi propio funeral, incluso había dejado por escrito que sólo quería gerberas y velloritas sobre mi caja, me angustiaba que mamá no tuviera la menor intención de que acaeciese en algún momento cercano en el tiempo.

Tiré a mamá por las escaleras el día en que comprendí que había perfeccionado con mucho estilo el arte de casi matar.

Las tormentas que pasaban por su cama no eran tampoco un fin, sino un medio. Los que huían por la ventana la proveían de métodos, libros, venenos sofisticados, cálculos matemáticos para determinar la parábola que dibujaríamos al caer en el baño y que nos fracturásemos una mano o una pierna pero no el cráneo. Todos amaban la forma suave en la que depositaba el mal en nuestros cuerpos y después se lamentaba, sus lágrimas redondas y gruesas de virgen procesionaria, los pañuelos de hilo con los que se secaba ese sudor inexistente de mujer sobrepasada por las circunstancias pero siempre perfecta, siempre a la última, siempre bonita. De madre con seis hijos moribundos pero vivos. Tan eternamente joven que pareciese que se alimentara de nuestra desgracia. Mamá era como la bruja de los cuentos que encerraba a la princesa encadenada tras un espejo para sorber su juventud cada noche. Mamá era esa bruja que no envejecía gracias a semejante método y se levantaba los sábados como si regresase de un festival, tarareando canciones, maquillada y perfecta. Tan bonita que le hubiese perdonado que nos matara, pero no que no lo hiciera. La tiré por las escaleras porque sabía que ningún príncipe lo haría por mí. Todos la amaban a ella y sabían de sus aficiones. La consentían sin más preguntas. Mamá experimentaba con nuestra debilidad porque creía que le pertenecíamos como las brujas creen que les pertenece la belleza de las princesas. La tiré por las escaleras porque no podía soportar la idea de vivir del otro lado del espejo por toda la eternidad. Porque quería demostrarle que yo sí que sé terminar las cosas.

Publicado en el Decamerón 2020 de El Confidencial

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