Alguna vez hablé aquí de mi amigo André, belga y trotamundos. Habiendo consagrado su vida profesional al cinematógrafo, es acérrimo enemigo de la imagen en movimiento. “El Cine”, asegura, “destruye las neuronas, aplana el entendimiento y esclaviza la voluntad”.
André es un traidor.
Los motivos para traicionar son infinitos, aunque me malicio que el despecho y un ego mal acompasado están presentes en cualquier traición. André nunca logró dirigir ni producir cine, y pienso que de ahí debe de nacer su animadversión, pese a que ganó su buen dinero con el negocio del celuloide, las cosas como son, amén de una miajita de prestigio que parece no colmar su autoestima. También suele ser común que todos los traidores arguyan motivos morales para justificarse. Según André, el cine atenta contra la imaginación, la inteligencia y el buen gobierno. Una convicción bien peregrina, pero que alimenta su inquina y le proporciona combustible para sus exabruptos.
Un gran traidor español, Bellido Dolfos, decía que Sancho el Bravo, a quien asesinó por la espalda, era un traidor. Chocante. A juicio de Dolfos, no habría traición si el traicionado es a su vez un traidor. Por fortuna, Bellido Dolfos sólo es un personaje literario “hijo de Dolfos Bellido”, asegura el Romancero. Y sigue, para que nadie se llame a engaño: “si gran traidor fue su padre, mayor traidor es el hijo”.
La literatura es pródiga en traidores. La literatura española ofrece unos cuantos, además de Dolfos. Los infames infantes de Carrión traicionan la confianza del Cid y sacuden a las hijas una paliza de muerte con la coartada de que Rodrigo Díaz y familia carecen “de nivel”, vamos a decir. Además de traidores, cobardones. En La Regenta, Leopoldo Alas levantó el traidor perfecto, el Magistral de la catedral de Vetusta, don Fermín de Pas, que destruye a la inocente Anita Ozores con implacable meticulosidad y traicionando su confianza. Hay despecho en Fermín de Pas, y también una envidia ciega y sin sentido, aparte de la convicción de poseer una superioridad moral que, a su juicio, le otorga carta blanca para cualquier vileza. Fermín de Pas mete miedo. Aunque el gran traidor de la literatura española, El Traidor por excelencia, ha sido y será ya siempre el conde don Julián, por cuya traición “se perdió España”, nada menos. Don Julián no sólo es Traidor, sino también Culpable.
La figura del Culpable es muy interesante. Nunca viene mal tener uno a mano para cargarle “el muerto”, el que sea, porque la capacidad de asumir errores es infrecuente. El éxito tiene mil padres, pero el fracaso sólo uno: El Culpable. Juan González-Francés, empresario del sector textil, lo entendía así y pretendió institucionalizar la figura de El Culpable incorporándola al organigrama de su empresa dotando, incluso, de despacho propio al titular del cargo. “Un culpable institucional facilitaría mucho las cosas al permitir que se evacuaran con rapidez las infinitas tensiones generadas por los errores que, te pongas como te pongas, son inevitables”.
A reivindicar la figura de don Julián, traidor y culpable, dedicó Juan Goytisolo un libro demente que se abre con un exabrupto a estas alturas celebérrimo. Un expatriado, o así, lo lanza desde el otro lado del Estrecho contemplando el nebuloso perfil de la costa española al amanecer. Para mí que el memorable —y cultísimo— exabrupto debiera figurar en bronce en todas las plazas de España. “Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti: con los ojos todavía cerrados, en la ubicuidad neblinosa del sueño, invisible por tanto y no obstante sutilmente insinuada: en escorzo, lejana, pero identificable en los menores detalles, dibujados ante ti, lo admites, con escrupulosidad casi maníaca; un día y otro día y otro aún: siempre igual…”. Etcétera. En fin, el Monólogo del Culpable que intenta exculparse y justificar su desafección. Un tema viejo como el mundo.
Traidor a Dios, nada menos, y culpable, por tanto, de Todos los Males del Universo es Satán, Belcebú, ángel y demonio a la vez, prototipo de cuanto traidor hay y ha habido: a su imagen y semejanza moldeó el universo católico la figura mefítica del heresiarca Lutero, histórico traidor, culpable de la división de La Iglesia que ha sido causa de la perdición de muchos. Aunque, claro, todo es relativo, y Martín Lutero gana mucho cuando lo miras desde la óptica protestante.
A propósito de esto, el tío Jorge Luis, siempre genial, trató el tema en un ensayo-relato titulado, precisamente, Tema del traidor y del héroe, en el que especula con la posibilidad de que uno y otro, traidor y héroe, sean dos caras de la misma moneda, un Jano bifronte, un solo ser que es una cosa u otra dependiendo no de sí mismo, sino del que mira. Jorge Luis se vale para ello de una anécdota que pretende histórica, pero que me temo sea apócrifa, otra invención del alma fantasiosa de nuestro querido tío porteño, a quien imagino soñando con la posibilidad casi lasciva de ser él mismo el héroe de una historia, la que sea, y a la vez el traidor.
Marchamo de calidad, honda trastienda y acrisolado pedigrí literario tienen traidores como Ivan Ogareff, contratipo de Miguel Strogoff, y Ruperto de Hentzau, contratipo espiritual del bello y gallardo Rodolfo Rassendyll, a su vez contratipo físico de SM Rodolfo V, Rey de Ruritania y Señor Nuestro. O como el infame Moriarty, enemigo por despecho de todo lo que se menea y contratipo de Sherlock Holmes. Y, cómo no, Judas Iscariote, traidor nada menos que a Jesús, el Mesías fundador de la fe cristiana, por sólo treinta miserables monedas de plata, cantidad sobre la que, al decir de algunos, se habría edificado después la leyenda, que no Historia, de los tres caballeros Audax, Ditalco y Minuro, los traidores que habrían entregado a Roma la figura egregia de Viriato (pastor lusitano).
Imposible no terminar este literario paseo por los senderos de la traición sin mencionar a los infames Danglars, Fernando y Villefort, en quienes tomara cumplida venganza Edmundo Dantés, ya para siempre inmortal en la Historia de la Literatura y de las leyendas del mundo como conde de Montecristo, emblema a su vez de algunos de los mejores cigarros de Vueltabajo. De Dantés aprendimos que la venganza es un plato que se toma frío.
En fin, que aluego preguntan algunos que por qué rayos nos gusta leer. A servidor, porque se le pasa pipa.
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