Ilustración: portada de Sin noticias de Gurb de Eduardo Mendoza
No lograba superar la segunda página. Se aburría, no se concentraba o el sueño pedía su turno. Le ocurría algunas de estas tres cosas o las tres a la vez. Mi amigo se llama Miguel y hacía casi 20 años que no leía ningún libro. Ahora está a punto de cumplir medio siglo y ha vuelto a nacer como lector. Parece hasta otro.
Leía en la terraza de su apartamento, con el ritmo vacacional, no el del trabajo. Esta vez se olvidó hasta de encender la televisión. Desde un primer momento le fascinó la narración en modo diario, las risas desde la primera frase y la visión crítica del escritor. Fue como el elixir que hacía tiempo que no probaba. Había olvidado su sabor.
Antes de Gurb, le pregunté varias veces por qué había abandonado el hábito de la lectura. Siempre me contestaba que no tenía tiempo o que era incapaz de mantener la concentración más de dos minutos seguidos. No eran excusas. Nos pasa incluso a los amantes más pasionales de los libros, a los que hemos asimilado la lectura como un placer cotidiano, vital e indispensable haga frío, truene o estemos a 40 grados sin sombra.
Ahora mismo, mientras escribo, consulto cada cinco minutos como máximo mis tres cuentas habituales de correo electrónico y el WhatsApp; tengo dudas si escuchar un podcast, el magazine de una emisora de radio o ponerme música con ritmo, pero sin letra. Hay demasiadas distracciones. El milagro es que logremos tiempo para poder escribir y leer con tranquilidad.
Cuando yo le contaba a Miguel lo que había disfrutado con un libro, intentaba picarle la curiosidad. Y fracasaba siempre en el intento. Él no estaba contento de su orfandad de lecturas y notaba cada vez, en nuestras frecuentes conversaciones, que en algún momento podría llegar un cambio. Necesitaba tiempo, días por delante, volver a ese territorio del joven veinteañero que leía a Lorca y a los existencialistas.
Mi amigo, que es de los de verdad, a los que llamas cuando quieres compartir una alegría y también una tristeza o una confidencia, se fue de vacaciones la segunda quincena de septiembre a un pueblo costero de Huelva. Entró en una librería y se fue con La biblioteca de los libros rechazados, de David Foenkinos; Tres versiones de la vida: Una comedia española, de Jasmina Reza, y el de Mendoza.
Unos días después, compartimos un fin de semana con varios compañeros de la promoción. Entramos en la librería Víctor Jara de Salamanca y se compró El Club de los Crímenes de los Jueves, de Richard Osman. Le gustó el argumento, el título y la portada. Ya lleva 52 páginas. Le ha seducido el tono irónico en la construcción de los personajes.
Entrar en una librería y comprar un ejemplar es solo el primer paso para reabrir su universo lector. Tiene que abrir el libro, leerlo (y terminarlo) y volver a entrar en otra librería; comprar de nuevo otra obra para seguir leyendo y “caminar en un mundo de espejos”, como retrató Andrés Barba.
Aquella mañana en Víctor Jara observé en su rostro curtido una pátina de felicidad que rememoraba los momentos de los días de vacaciones cuando se sentía libre, leyendo por las tardes, bajo el refugio de un sol tímido y placentero. Puro hedonismo. La lectura se convirtió en un disfrute, en un aprendizaje. A veces, cuenta Miguel, cambias una parte de tu vida sin que te des cuenta y el cambio te sienta bien.
Le quedan 40 días para cumplir 50. Este es el regreso de un lector.
Me he sentido identificada con su amigo Miguel: «Ahora mismo, mientras escribo, consulto cada cinco minutos como máximo mis tres cuentas habituales de correo electrónico y el WhatsApp; tengo dudas si escuchar un podcast, el magazine de una emisora de radio o ponerme música con ritmo, pero sin letra. Hay demasiadas distracciones. El milagro es que logremos tiempo para poder escribir y leer con tranquilidad.» Un placer leerle Señor Rivera!