El 9 de diciembre se conmemora la batalla de Ayacucho, el enfrentamiento final entre los ejércitos independentistas y realistas en América, y que selló la definitiva partida de las autoridades virreinales del Perú. En el 2024 se cumplirán los doscientos años de esta batalla—seguramente la más recordada en la historia de Hispanoamérica—, y es de suponer que la ocasión se celebrará por todo lo alto. Como suele ocurrir con este tipo de ocasiones, se alimentará mucho el espíritu patriotero muy propio del populismo latinoamericano— y más aún si Pedro Castillo sigue siendo presidente del Perú para ese momento, aunque ese escenario no es del todo seguro.
En todo caso, en aquella contienda no había una clara división étnica entre los ejércitos, al punto de que había hermanos en ambos bandos. Y esto ha dado pie a algunas especulaciones sobre qué ocurrió realmente ese día en aquel valle a tres mil metros de altitud. Algunas horas antes de la batalla, el general realista Juan Antonio Monet se presentó en el campamento de los patriotas, y mantuvo conversaciones con el general independentista José María Córdoba. Monet propuso deponer las armas y evitar un baño de sangre, pero Córdoba respondió que eso sólo ocurriría si los realistas aceptaban formalmente la independencia del Perú. Luego, tuvieron una conversación en privado. Durante aquel encuentro, los oficiales de ambos bandos confraternizaron. Antonio Tur, brigadier del ejército realista, abrazó a su hermano Vicente Tur, teniente coronel del ejército peruano.
Llegado el momento de la batalla, los soldados realistas vistieron uniforme de gala —algo muy inusual en las guerras de independencia hispanoamericanas—. Y a partir de entonces, sucedieron algunas cosas extrañas. En primer lugar, la batalla fue muy corta. Teniendo en cuenta que el ejército español tenía superioridad numérica y táctica, intriga saber que fueron derrotados en apenas dos horas.
En medio de la batalla, una crónica escrita por el capitán Manuel Antonio López —un testigo presencial de los acontecimientos— indica que el general realista Gerónimo Valdés exclamó: “Mediavilla, dígale usted al Virrey que esta comedia se la llevó el demonio”. ¿A cuál comedia se refiere? En vista de la forma en que se desarrollaron los acontecimientos, es posible que la batalla en sí misma haya sido una pantomima, pues su resultado pudo haber sido previamente pactado en la entrevista privada entre Monet y Córdoba: los soldados no sabrían de la existencia de tal pacto, sus oficiales harían un simulacro de guerra con algunas bajas, y al final vendría la rendición. El hecho de que el general independentista Sucre concediera términos muy generosos en la capitulación de los realistas añade elementos a la sospecha.
No habrían faltado motivos para que Monet buscara este acuerdo con Córdoba en las horas previas al combate. La moral de los oficiales españoles estaba por el suelo. La mayoría de estos oficiales habían demostrado claras simpatías liberales —muchos de ellos luego formaron parte de la camarilla de los “ayacuchos” en el partido liberal durante el convulso reinado de Isabel II—, y seguramente no tenían gran entusiasmo en luchar en nombre de un rey —Fernando VII— que un año antes había regresado como monarca absolutista, y que ahora perseguía fieramente a los liberales. Sobre estos oficiales pendía la amenaza de que, tarde o temprano, esa persecución también los salpicaría, y serían removidos de sus cargos, aun si resultaren victoriosos en el combate. El simulacro de batalla habría sido un intento de salvaguardar su honor, sin necesidad de inmolarse —o enfrentarse a sus propios amigos y familiares en el bando contrario— por una causa en la cual ya habían dejado de creer.
Por supuesto, esta versión de los hechos es altamente especulativa e incluso conspiranoica. Nadie estuvo en el encuentro privado entre Monet y Córdoba como para saber de qué hablaron. Pero no es una interpretación descabellada. Fue por primera vez sugerida en 1951 por Salvador Madariaga en su magistral obra Bolívar. Si bien Madariaga puede resultar ocasionalmente tendencioso, nadie duda de su seriedad y rigor historiográfico.
Y esto precisamente debería servir como contrapeso a la versión patriotera que el populismo latinoamericano exaltará en la conmemoración de los doscientos años de la batalla de Ayacucho. Estuviera o no pactada, lo cierto es que la batalla tuvo poco de gloriosa—excepto por los sospechosos uniformes de gala—, y que la composición étnica de los ejércitos no coincide con los mitos nacionalistas latinoamericanos, que insisten en presentar aquellas guerras como si se trataran de españoles contra americanos, cuando en realidad fueron más afines a guerras civiles, incluso con familias divididas entre ambos bandos.
Las guerras independentistas de hispanoamerica las hicieron los criollos, algunos de ellos ex oficiales del ejército español en la lucha contra la ocupación francesa, y otros en sus propios países. «Realista» no es un apodo de origen, sino de simpatias con la causa real. Pero, aunque no conocía esa versión de Ayacucho, no es increible, los independentistas habían ya triunfado en casi toda sudamérica, concentraron fuerzas de varios países en Perú y, como bien dice el autor, el peor enemigo de la causa realista era la misma política de Fernando VII.