El nombre de Eugen Ruge se convirtió en imprescindible en los círculos literarios europeos después de la publicación de la premiada novela En tiempos de luz menguante (Anagrama), un libro que cuenta la historia de una saga familiar desde la década de los 50 hasta la caída del Muro de Berlín. La obra fue adaptada al cine en una película del mismo nombre, protagonizada por Bruno Ganz. En 2021 Ruge vuelve a rebuscar en los archivos de su árbol genealógico para escribir una novela fascinante, Metropol (Armaenia), un relato basado en el expediente policial que los servicios secretos soviéticos elaboraron de su familia. El escritor alemán nos descubre la historia de Charlotte, una comunista que escapa de la Alemania nazi para acabar en la Unión Soviética de Stalin, durante la época de las purgas. A través de sus 400 páginas, el lector va descubriendo el mundo de terror y traiciones en el que se ven inmersos los protagonistas, empeñados en conseguir un mundo mejor y más justo. Encerrados en el hotel Metropol, los personajes de esta ficción se enfrentarán a sus miedos y cuestionarán sus convicciones, temerosos de ser señalados como «enemigos del pueblo». Frente a la dictadura del terror, su única arma para luchar será la lealtad. Ruge convierte una historia real en una espléndida ficción, de un gris archivo del NKVD surge un hermoso cuento, y desde una brillante narrativa viajamos a uno de los momentos más dramáticos del pasado siglo XX.
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—Su última novela, Metropol, y su libro En tiempos de luz menguante, son relatos de un pasado dramático y difícil. Usted, más que en esos hechos históricos, pone el foco en las personas que lo protagonizaron, su propia familia. ¿Sigue siendo necesario contar a las nuevas generaciones de los antiguos países comunistas cómo eran aquellos hombres y mujeres de la URSS y la RDA y cuál es su herencia?
—Yo siempre he partido de la idea de que se ha escrito mucho del estalinismo, y por este motivo he tardado tanto tiempo en hacerlo. De todas formas, no hice esta obra para hablar del estalinismo.
—Pese a que tanto en la RDA como en la URSS sus dirigentes hablaban de la lucha de clases, en esas naciones hubo importantes diferencias sociales. ¿Usted llegó a considerarse un ciudadano de segunda en la República Democrática Alemana?
—Sí. Me sentía como ciudadano de segunda comparado con los alemanes del oeste. Pero no me pasaba lo mismo dentro de la RDA. Había diferencias sociales, pero no fueron tan grandes; en comparación con la actualidad fueron reducidas. Un cantautor de la RDA dijo, y no sin razón, que las casas de los líderes del partido comunista eran peores que las de cualquier dentista de la RFA.
—En su libro la lealtad es uno de los sentimientos más fuertes, y también de los más frágiles. El lector está inmerso durante la lectura de las más de 400 páginas de su obra en un clímax de incertidumbre y miedo: nadie puede confiar en nadie. Los protagonistas pasan de su idealismo inicial al siguiente diálogo: “—¡Estamos todos en el mismo barco!, exclama Charlotte. —No estamos en ningún barco, susurra Wilhelm”. ¿Cómo eran las relaciones sociales, laborales y familiares en esas circunstancias?
—Es una pregunta muy difícil. Por un lado, las relaciones laborales eran fabulosas. En aquel momento estaba la constitución estalinista, que aseguraba a los trabajadores todo lo imaginable; era una de las mejores del mundo. Pero ahí se ve también que democracia, o en general la ley, no solo debe escribirse sino también vivirse en la práctica. En realidad, la vida en la Unión Soviética era muy diferente de lo que describía esta constitución, en el ámbito político y social, sobre todo lo que se refiere a la libertad de expresión y al Gran Terror que se vivió.
—Al principio de su novela se menciona que durante un tiempo hubo la esperanza de que la revolución triunfase en toda Europa y en el mundo. Los personajes de Metropol encarnan ese ideal de internacionalización. ¿Qué falló?
—Como dices, hubo esta esperanza. Los revolucionarios de Octubre de 1917 lo tenían clarísimo, al cien por cien, que la Revolución no triunfaría si no llegaba a toda Europa. ¿Qué fue mal? Me parece que muchas cosas fueron mal desde el inicio, desde el primer día. Probablemente no debería haberse producido en Rusia porque según la doctrina clásica tendría que haber sucedido en un país altamente industrializado con una clase obrera muy desarrollada. Más tarde los sucesores, sobre todo Lenin, aplicaron a su país esta teoría marxista original de tal forma que una pequeña minoría se hizo con el poder y mantuvo la Revolución, pero la socialización de la producción no era posible con una clase obrera tan poco desarrollada y surgió el monopolio del Estado. Y todo esto tuvo lugar contra la mayoría del pueblo de una Rusia rural y campesina, cuyos habitantes no tenían nada que ver con una revolución socialista. Hay cientos de motivos para que esto fracasara. Pero no soy historiador, vaya por delante (ríe), solo soy un contador de historias. No asumo ninguna garantía por la exactitud de lo que digo.
—En uno de los capítulos de su libro, un zapatero le muestra a Charlotte, la protagonista de Metropol, la cara más cruel del comunismo, el hambre. Cuando este hombre le explica que en su pueblo primero se comieron a los perros y que el resto prefiere no contárselo, Charlotte no quiere creerle y prefiere pensar que es un contrarrevolucionario, que los problemas de desabastecimiento son circunstanciales. ¿Fue el hambre una forma de purga?
—No. Creo que fue una consecuencia de estos problemas de los que acabo de hablar y de la industrialización hiperacelerada de la Unión Soviética. Había que alimentar a la gente que acudía a trabajar a las grandes ciudades, y ese abastecimiento era difícil debido a ese aumento de población y a que los campesinos no recibían nada por su producción, debido a la economía de subsistencia. No había bienes industriales. Los agricultores y ganaderos se negaron a entregar sus alimentos a cambio de un dinero con el que no podían comprar productos, que no les servía para nada. Después se requisaron, de forma forzosa, cosechas de cereales, lo que provocó que estos labradores dejasen de producir o escondiesen sus cereales. No creo que los bolcheviques y Stalin dejasen morir de hambre a la población. Es una teoría de la conspiración. Eran brutales, no tenían ninguna consideración, pero el hambre no ocurrió por su mala fe sino por su incapacidad, ineptitud y las circunstancias históricas.
—Los protagonistas de su novela podrían serlo de una obra ambientada en mayo del 68 o de un relato de las protestas raciales del pasado verano en Estados Unidos. Charlotte, la protagonista de Metropol, podría trabajar junto a Greta Thunberg o liderar el “Black Lives Matter” en Berlín o Moscú. ¿Por qué los ideales y el idealismo de la izquierda calan de esa forma entre los más jóvenes?
—Otra pregunta difícil (ríe). Me parece una pregunta interesante y bonita. Hay que entender que si te ocupas con estos tiempos y estas personas, los jóvenes de la Internacional comunista, que huyeron de los nazis para ir a Moscú, que no eran malas personas, no buscaban denunciar a sus camaradas. En realidad era gente altruista que sentía la misión de salvar a la humanidad del azote del capitalismo y que estaba dispuesta a grandes sacrificios para lograrlo. Eran personas que se sentían en el lado bueno, del progreso, del futuro. Si esto no se entiende no se podrán entender los tiempos actuales, aunque no quiero tender ningún puente entre ambos periodos. Yo soy un contador de historias. Todo lo que ocurra a partir de ahí queda en manos del lector. Si alguien lee el libro como otra demostración de lo malo que era el comunismo, algo que está permitido y es lícito, creo que es la forma más aburrida de leer la novela. Como decía al principio de la entrevista, esta obra no la he escrito para contar lo malo que fue el estalinismo, porque eso ya lo sabemos. Es más interesante otra cuestión: cómo tantas personas honorables, buenas e inteligentes participaron en esa dictadura. Esta es una pregunta interesante. Pero no solo aplicada a Rusia, sino a todo el mundo. Muchos intelectuales simpatizaron con el experimento de la Unión Soviética.
—Usted se fue de la RDA a la RFA. ¿Cómo se sintió cuando vio que sólo unos pocos meses después caía el Muro de Berlín?
—(Ríe) Estaba bastante asqueado, porque tuve una huida muy aparatosa para pasar a Occidente, y a los otros 16 millones de mis compatriotas les salió gratis al poco tiempo. Pero esta sensación pasó rápidamente. Al fin y al cabo, fue primero una alegría… (reflexiona). Voy a contestar a la pregunta con un toque muy personal. Cuando huías de la RDA era un antes y un después en tu vida. Lo perdías todo: tu familia, tus amigos, tu historia personal… Era un divorcio, pero no solo de una mujer, sino de toda tu vida anterior. Aunque la huida no puso en peligro mi vida, y pese a que gané mucho con el cambio, no resultó fácil y los alemanes occidentales no lo entendían. El hecho de que las fronteras se abrieran significó que recuperaba esa vida antigua, y fue para mí un gran alivio.
—¿Cómo fue de dura la reunificación alemana para la Alemania Oriental?
—Yo estaba entonces en una posición intermedia, extraña, porque ya me encontraba en Occidente. He de decir que al inicio yo era favorable a una reunificación rápida, como así sucedió. A posteriori, pienso que todo fue a demasiada velocidad. Creo que los sacrificios que tuvieron que hacer los ciudadanos de la antigua RDA fueron muy elevados. Se produjo una desindustrialización del país. Hubo regiones con fábricas importantes, donde la gente se identificaba con su trabajo, y la liquidación repentina de sectores industriales completos fue no solo una pérdida de poder financiero, también fue una pérdida de identidad hasta cierto punto: los habitantes de la parte oriental pensaban que no se les necesitaba. El paro no solo implica la humillante sensación que sientes al ir al INEM a fichar, lo peor es el sentimiento de que no haces falta, de que sobras. Había zonas, en ese momento de la reunificación, con un paro oficial en torno al 25%, y en realidad llegaba al 50%. A esto hay que añadir que las empresas de la RDA fueron compradas por empresas occidentales por pocos marcos, o incluso gratis. Muchas se liquidaron para evitar posibles competidores en el nuevo mercado. El cambio bienintencionado del marco oriental contra el occidental, con una tasa de uno a uno, fue un desastre para la mayoría de las empresas de la RDA que dejaron de ser competitivas. A partir de esto surgió una mala situación que nunca se llegó a neutralizar porque los problemas de los antiguos ciudadanos de la Alemania Oriental nunca fueron tenidos en cuenta. Y para terminar decir que, actualmente, el 80% de los directivos en los territorios de lo que era la República Democrática tienen origen en la RFA. Esto provoca una insatisfacción de los alemanes del Este, que sienten estar bajo tutela. Aunque hay que decir también que las personas de la RDA ganaron mucho, como es mi caso, que no es justificable encerrar a un país tras un muro, y que la República Democrática no funcionó y se hundió de forma acertada.
—Vuelvo a Charlotte. En un pasaje de su obra, refiriéndose a Nikolái Bujarin, se pregunta: “¿Puede ser un enemigo del pueblo alguien que vive con Stalin en el Kremlin?”. Quizás deberíamos reformular la cuestión: ¿hubo alguien de los que vivió con Stalin que no fuese un enemigo del pueblo para el dictador soviético?
—Algunos hubo. Molotov por ejemplo. No sé si vivió con él, pero fue su ministro de exteriores y tuvo cargos importantes en el partido. Incluso Jrushchov, que después fue su sucesor, que formó parte de aquello y sobrevivió, e intentó liberar al partido del estalinismo y denunciar sus crímenes. Todo lo que vino después de Jrushchov fue economía de subsistencia y represión, pero ya no era estalinismo.
—Una de las situaciones de la novela que se me ha quedado grabada es cuando cuenta cómo Stalin —cuando estaba borracho— le hace bailar a Jrushchov.
—Sí. (ríe). Históricamente es cierto. Le hacía bailar una danza campesina. Debía de ser una situación muy humillante.
—Paloma Sánchez Garnica ha sido la finalista de un importante concurso literario en España, el Premio Planeta, con una novela en la que el protagonista huye de Rusia y acaba en la Alemania nazi; un viaje al revés del que hacen los personajes de Metropol. En una entrevista la autora afirmaba que “Lenin asesinó menos que Stalin porque murió antes”. ¿Está de acuerdo?
—No. No estoy de acuerdo. No se puede hablar del buen Lenin y del mal Stalin. No hay lugar a esta distinción. Es cierto que Lenin fue muy brutal contra los enemigos de la Revolución y del Partido Comunista, pero hay que entender el peligro constante desde el principio: de que la economía se desmoronara, de que la URSS fuera ocupada por tropas extranjeras, de que la Guardia Blanca llegase a San Petersburgo y Moscú… Desde el inicio, desde el primer minuto, estuvieron en situación de emergencia, en un contexto catastrófico en el que la gente moría de hambre. Lenin reaccionó de forma muy brutal, no queda la menor duda, pero a partir de esta necesidad, aunque no le exculpa para nada. Pero es una forma de comportarse muy diferente de la de su sucesor. Stalin era un psicópata, un sádico psicópata. Dentro de las luchas por la sucesión de Lenin, a Stalin solo le importaba el poder, a diferencia de su predecesor. Stalin no solo mató a mucha más gente, sino que lo hizo a través de una motivación totalmente diferente que Lenin. No tiene sentido ahora tildar a todos los dirigentes de la historia del comunismo, incluidos Marx y Engels, de asesinos. Me parece una visión muy sesgada. En cada personaje hay que entender la situación histórica de la que procede y en función de la cual actúa. Stalin y Lenin son cuestiones totalmente diferentes. Creo que, en realidad, el sistema no se podría explicar sin el carácter psicópata de Stalin y su adición ególatra de poder absoluto.
—Quizás es un proceso similar a lo que está pasando con los conquistadores españoles, a los que se juzga sin aportar ese contexto.
—Esto es una debilidad de nuestra situación, de nuestros tiempos actuales. Dicho de otra forma: hay que ver todas las cosas con sus contradicciones. La exclusión del otro como malo y la asunción de que solo uno mismo tiene la razón moral ni en la historia ni el presente llevan a un resultado adecuado. Hay que tratar de ver las cosas y a las personas desde sus propias perspectivas, desde su situación y con sus contradicciones. También a Stalin hay que explicarlo desde la situación en la URSS que se apareja con su carácter.
—Como matemático que ha triunfado en la literatura de ficción, ¿considera que hay un imperialismo cultural de la narrativa frente a los ensayos y textos científicos?
—Creo que no. Usted lo dice: soy un poco matemático, también un poco autor de teatro, soy un poco escritor, pero no soy historiador, aunque debido a este libro, y también lo entiendo, me he visto en la tesitura de tener que responder a preguntas sobre el contexto histórico de mi novela. Y desde luego tampoco soy sociólogo. La pregunta me supera. Creo que la Ciencia sigue siendo autoridad, no tanto como en el siglo XIX, pero también hoy los textos científicos siguen teniendo un papel importante.
—Su anterior novela tuvo una adaptación cinematográfica; fue uno de los últimos papeles de Bruno Ganz. ¿Metropol también será adaptada a la gran pantalla o a Netflix?
—En Rusia se dice que no hay que vender la piel del oso antes de cazarlo. Creo que igual que en España. Hay un interés de adaptarla a la gran pantalla por parte de Rusia, pero todavía no se puede asegurar. Yo antes pensaba que la buena literatura no se podía llevar al cine, por lo que debería estar decepcionado con que En tiempos de luz menguante se convirtiese en película, aunque no fue una adaptación como tal, porque de los 50 años que abarca la novela solo se rodó un día. Tiene que ver con el libro pero no es el libro.
—¿Habría sido mejor un formato de miniserie para En tiempos de luz menguante?
—Creo habría sido más adecuado hacer una miniserie, con el inconveniente de que saldría en la televisión y no en el cine. Sí que lo propuse, pero en aquel entonces la idea de la serie, que hoy es omnipresente en Alemania, todavía no se había impuesto. El productor del film, después de tres o cuatro años, me dijo que tenía razón, que deberíamos haber hecho una serie. Pero entonces era demasiado tarde. (ríe).
—Su novela Cabo de Gata, ambientada en la costa de Almería, fue un cambio de rumbo con respecto a En tiempos de luz menguante. ¿Volverá a ser España escenario de una de sus novelas?
—No. (serio). Desgraciadamente no. Cabo de gata sigue gustándome mucho, es uno de mis hijos, a los que quiero mucho. Y me alegra que mencione el libro, aunque parece que a Andalucía la dejé mal, que parecía sombría y repugnante. Pero no es verdad, porque en realidad lo que era sombrío y repugnante era el protagonista. Muy probablemente no habrá otra novela ambientada en España.
—¿Cuáles son sus próximos proyectos?
—Escribo. (vuelve a sonreír) No sé hacer algo diferente. Como autor que me desnudo a través de mis libros creo que después de publicar hace falta un poco de secretismo, de sigilo exagerado.
La ineptitud, la imbecilidad suele ser más peligrosa, para la gente, que incluso la la maldad. Pero si la unes a la maldad… Respecto a las diferencias sociales o de clase, es triste tener que elegir entre la desigualdad o la pobreza extrema para todos. Si me dan a elegir… Las utopías solo traen el infierno. Y las utopías han vuelto.
Te quito todo lo que tienes, tu cosecha, los animales y hasta las semillas, pero no te estoy matando de hambre, ¿eh? Toma estos billetes del Monopoly, no podrás comprar nada, bueno me puedes comprar a mí, pero no te vendo, kulak… Entiéndelo, camarada, es por la revolución, no somos mala gente… Cómete los billetes y si eso, ya venimos en primavera a traerte una sopita y nos hacemos unas fotos para el Socorro Rojo.