Desde que comencé esta serie de artículos he repasado cómo preparar el manuscrito para presentarlo en sociedad, el papel de las agencias literarias, la propuesta editorial y cómo aproximarse a las editoriales. Hasta aquí, lo tradicional en el sector, las vías clásicas para que la obra de un autor llegue a las manos del lector.
No he hablado de los premios, que es otra de las alternativas, porque ya lo traté en Zenda, en Premios invisibles, y no quiero repetirme.
En esta nueva entrada me desvío de ese camino para hablar de la autopublicación. Parece algo de nuevo cuño aunque existe desde el inicio de los tiempos. Autores como Jane Austen, Marcel Proust o Edgar Alan Poe son una pequeña muestra de escritores que tomaron esta vía como consecuencia de rechazos editoriales previos, y nadie duda hoy de su calidad ni osaría despreciarlos. Los inicios siempre han sido duros y la desesperación de muchos autores les hace ingeniárselas para llegar a los lectores saltándose intermediarios. Tal vez hoy esos inicios sean más difíciles si cabe. Das una palmada en la mesa y te salen puñados de aspirantes a ser llamados escritor, hasta el punto de que parece que hay tantos como lectores, en un mercado menguante. Lo bueno es que tenemos más medios que antaño, más opciones, gracias a Internet.
Cuando recuerdo mis primeros pasos en este mundillo, hace diez años, me asombro de cómo han cambiado las cosas y a qué velocidad. En cualquiera de los foros que frecuenté o con los entendidos que hablé entonces, la afirmación era taxativa: la autopublicación es un suicidio, un estigma para cualquier escritor que lo hundirá en el fango para siempre. Fundamentalmente daban tres motivos.
El primero era la demostración inequívoca de la mediocridad de tu obra. Autopublicarse era la prueba del algodón de tu escasa calidad literaria dado que ninguna editorial ―ni grande ni pequeña― se había dignado publicar tu retoño. La frase era «si la obra es buena, tarde o temprano verá la luz», dicha siempre ―con suficiencia― por autores que habían conseguido cruzar la línea de meta. Se asumía que autopublicaban los mediocres, obras que carecían de calidad y atractivo para el público, y, aunque ese no fuera el caso, tu nombre quedaría esculpido para siempre en la lista de los mataos.
El segundo, porque las propias editoriales te mirarían mal de cara al futuro, como un rara avis de no fiar, un apóstata de los cauces establecidos y, además, como en el párrafo anterior, con el sello de mediocre en la frente. Los antisistema no son bien recibidos por el sistema y el sector editorial no es una excepción.
Y el tercer motivo era más pragmático: lo difícil no es publicar, entendiendo como tal tener tu obra impresa en papel, aunque tengas que invertir tu propio dinero, sino distribuirlo. Y ahí, o te enfundabas el traje de vendedor puerta a puerta o como independiente lo tenías crudo. Por entonces la venta en digital era casi testimonial.
Esto era lo que se palpaba a finales de 2007 cuando, como digo, comencé a caminar con El final del ave Fénix bajo el brazo. Si no autopubliqué entonces fue por dos razones. La primera, lo difícil que me parecía. Acababa de iniciarse la publicación en digital, en España todavía no existían plataformas fáciles de usar para ello y me faltaba tiempo y conocimientos. La segunda razón por la que no llegué a lanzarme fue porque, justo en ese momento de debilidad, apareció alguien que se hacía llamar editor y Dios guarde en su Gloria ―¡ay, si alguien me hubiera explicado alguna de las cosas que he expuesto por aquí!― y, para mi sorpresa, se empeñó en ficharme y me convenció.
A pesar de la mala prensa de esta práctica, algunos visionarios adivinaron qué nos deparaba el futuro e iniciaron esa vía con mucho valor y aplomo. A su favor tenían un nicho por explotar y era más fácil destacar, pero eso no les quita un ápice de mérito.
Yo los observaba con curiosidad y admiración desde la barrera. Y, tras dos experiencias frustrantes con editoriales tradicionales, me decidí a publicar en digital mi primera novela. Los derechos para libro electrónico ―todavía poco conocido y regulado― se habían quedado en el limbo y eran míos, y yo estaba harta de que los lectores me preguntaran donde encontrar mi novela tras búsquedas infructuosas. Eso fue en el último trimestre de 2011. La preparé con todo el esmero del mundo y la subí a Amazon. El cambio fue brutal. De no cobrar nada con la primera editorial ―una edición de más de 2000 ejemplares que se vendió casi completa―, y apenas llegar a las librerías con la segunda, a estar al alcance del mundo entero, cobrar con puntualidad cada mes y en cuatro meses situarme en el número uno de Amazon.
La consecuencia directa fue que en marzo de 2012 me llamó Ediciones B para ofrecerme un contrato, cuando una novela ya publicada ―la mía ya lo había sido dos veces con editoriales distintas― es casi imposible que sea objeto de interés. Esto da una muestra de la evolución, incluso la inversión de percepciones, en el mundo editorial sobre esta alternativa de publicación.
La audacia de algunos autores con visión y también, creo, con la sensación de que no tenían nada que perder, ha demostrado la falibilidad de algunos editores y agencias. Manuscritos que circularon por sus mesas sin merecer la atención de ninguna de ellas ―o de sus lectores profesionales― resultaron ser superventas en digital y han alcanzado puestos de privilegio entre los autores consagrados.
El fenómeno continúa. Ahora son los lectores quienes tienen el poder en la mano y sentencian haciendo clic sin importarles ni mucho ni poco que haya una editorial detrás.
Todavía hoy queda quien persiste en aquella visión peyorativa sobre la publicación independiente. Son muchas las conversaciones ―discusiones, incluso― en redes sociales entre los puristas y los defensores del háztelo tú mismo, pero la realidad se impone, la cadena de valor ha cambiado y ya no hay una salida única para publicar. Ni un autor tiene que ceñirse a una de ellas. Pueden complementarse.
En papel es más complicado porque el control de la distribución sigue estando en manos de las editoriales. Pero también hay alguna alternativa que comentaré en la próxima entrada.
Los dos grandes estigmas de la autopublicación han desaparecido, o casi. Su público ha aumentado, si bien quedan muchos que se quejan de la mediocridad ―que también la hay― de lo que se publica sin filtro editorial. Hoy en día cualquiera capaz de juntar letras puede creerse el nuevo superventas y subir su obra a la red aunque no pase ni un examen de redacción de primaria. Pero tampoco es oro todo lo que reluce con sello editorial. Además el sistema se ha popularizado y la oferta ha crecido de forma exponencial.
Pero a pesar de esto, incluso las editoriales miran las listas de los independientes más vendidos con ojos golosos ―o temerosos― y los tientan para que acepten incorporarse a las mismas filas que meses o años antes los había despreciado. Ahora son estos los que miran con recelo a esos editores, con la duda de por qué tendrían que repartir un pastel que tanto les ha costado cocinar con quien antes se negó a probarlo.
La autopublicación en Internet se ha convertido, paradojas de la vida, en un cauce muy consistente para que una editorial te abra la puerta. Aunque no siempre los motivos son nobles. Hay editoriales que descubren el potencial de un autor gracias a su éxito como independiente y quieren contar con él para lanzar su carrera literaria con seriedad; pero también las hay que ven con desagrado como esos autores desplazan de los puestos privilegiados de las listas de ventas a sus autores estrella y optan por barrer del mapa a esos díscolos independientes mediante la compra de los derechos de sus obras a un módico precio ―estos autores no suelen tener agente y, salvo excepciones, se conforman con poco ante la posibilidad de ver cumplida su ilusión de siempre―, para abandonarlos después a su suerte con poco o mucho disimulo tras una edición de prueba y falta de apoyo o cariño. Son muchos los escritores que, después de haber pasado de publicar por sus propios medios a hacerlo con editorial, han preferido recuperar su libertad y gestionar sus obras de nuevo por su cuenta. No pongo ejemplos de estos autores boomerang, pero en la Red hay muchos que han contado su experiencia. Cada caso es un mundo.
El tercer mito, el de que para llegar a los lectores tenía que haber una editorial detrás, es más incierto que nunca con Internet, aunque sigue en vigor con la obra en papel. Aun así, también hay casos llamativos como el de Eloy Moreno, que con su archifamoso El bolígrafo de gel verde bajo el brazo rompió todas las estadísticas, hasta conseguir el anhelado contrato editorial.
En definitiva, que las cosas han cambiado por completo y hoy en día autopublicar es una opción tan buena ―para algunos autores incluso mejor―como otra, al menos en la edición digital. Pero no te engañes, no es fácil. Hace falta mucho trabajo, hay muchas formas de hacerlo, todo tiene sus pros y sus contras. Si quieres conocerlos, te espero en la próxima entrada de Tinta invisible.
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