Cuando se publicó Falcó el año pasado, Arturo Pérez-Reverte dijo que había disfrutado tanto sumergiéndose en esa España de guerra y espías de los años 30 que quería prolongar el placer de quedarse allí un tiempo más. Producto de ello es Eva, la continuación de la saga, que ha salido a la venta solo doce meses más tarde.
En esta nueva novela, Lorenzo Falcó, una especie de agente libre de los servicios de información franquistas durante la Guerra Civil, recibe una nueva misión, que esta vez lo llevará de Lisboa a Tánger. La acción tiene lugar cuatro meses después de aquel intento de liberar a José Antonio Primo de Rivera que ocurrió en la primera novela, y si una vez Diego Alatriste se vio envuelto en un asunto relacionado con una embarcación y con el oro del rey, trescientos años más tarde Falcó buscará echarle el guante a otra embarcación con el oro de la república. Tras un periodo de reposo, tanto Falcó como la mujer que da título a esta segunda entrega, Eva, se ven de nuevo mezclados en un asunto de cierta importancia relacionado con la Guerra Civil, en marzo de 1937, desde bandos enfrentados.
Falcó es un lobo solitario de buena familia jerezana (primo de los Domecq), guapo y ligón, adicto a la adrenalina, el lujo, el peligro y las mujeres. Tras más de una década como contrabandista de armas para el bando que mejor las pague en varios países y continentes más o menos lejanos, ahora el tema toca más de cerca, y aunque intenta mantener su tono cínico, egoísta y aprovechado, en cualquier armadura siempre hay algún resquicio. Uno de ellos parece ser Eva, una mujer de firmes convicciones y poderío tanto físico como mental, con la que en la primera novela corrió una aventura de peligro, sexo, violencia y tortura y que acabó con un «continuará» lleno de promesas: finalmente había quedado claro de qué lado estaba cada uno y cuáles eran sus convicciones básicas, y en este nuevo encuentro la relación adquiere nuevos matices, aumentando el entendimiento mutuo, que no siempre la comprensión, pero también ahondando brechas entre ambos quizá de manera definitiva.
Tanto es Eva una profundización en el mundo de Lorenzo Falcó que este se nos presenta con sus rasgos más característicos aún más pronunciados, e incluso doblando la apuesta. Hay más sexo, más violencia, más dura y más descripciones de mujeres desde la mente de Falcó, hechas en base a su atractivo físico y a cómo su atuendo los realza. Hay más caradura, más truco sucio, más desprecio por los hombres que le pueden obstaculizar su acceso a la próxima conquista, y más mujeres que lo llaman hijo de puta (en varias lenguas), sea antes o después de acostarse con él, o a veces, durante. Su galería de «hembras» («cansada» o «perfecta» o «singular» o «de bandera» o «por la que los hombres perdían el corazón y los viejos la cartera») añade a una cantante portuguesa, a una camarera mora o varias viejas conocidas. Es Falcó al cuadrado, o 2.0, o Versión 1937. Es así, y así seguirá siendo, porque la tercera novela ya está en camino. A quien no le guste, que se mueran los feos.
El esperado reencuentro de Eva y Lorenzo, o Neretva y Falcó, o Gómez y Ramos, es uno de los puntos importantes de este libro, pero una tradición de las novelas revertianas, expresado incluso abiertamente en público muchas veces, es la atención especial a «los sargentos de John Wayne», esos personajes secundarios que acaban haciendo memorable una historia más allá de los protagonistas principales, y aquí seguramente la más digna de ser recordada sea otra mujer, Moira Nikolaos, una griega de Esmirna, de 54 años, atractiva, manca y aficionada a las drogas, que conoce a Falcó desde 15 años antes en Beirut y con quien tiene un pasado que sale a flote de nuevo entre pasta de kif y canciones de Édith Piaf. De hecho, Moira acaba dejando una impresión a ratos más fascinante incluso que Eva, que por su parte aparece en esta entrega en modo serio, profesional e intenso, dedicada a su misión y dispuesta a mezclar lo que sabe y lo que entiende de Falcó con su ayuda a la causa, incluyendo los profundos efectos de las duras experiencias por las que pasó en la primera novela. También están los capitanes Quirós y Navia, dos asturianos, uno rojo y uno azul, uno republicano y otro nacional, uno leal y uno rebelde, o con la etiqueta que cada uno le quiera poner, pero ambos conscientes de su deber, de los hombres a su cargo y del valor y la dignidad del hombre a quien hoy les han mandado tratar como enemigo. Ambos, junto a sus tripulaciones en tierra y ese impagable episodio de la riña contra los ingleses, venganza por tantas novelas británicas llenas de sucios españoles, dan una decencia moral a la historia carente en muchos otros personajes del libro. Y qué decir de Paquito Araña y sus uñas pintadas o del Almirante gallego en plan padre sustituto, a la vez echabroncas y orgulloso de su retoño.
Como ya se ha dicho, Eva nace del deseo de prolongar el placer de estar a gusto en un mundo mezcla de realidad, historia y ficción, pero para los lectores habituales de Pérez-Reverte, esta novela es todo un bazar de referencias conocidas que resucita el placer de volver a ver a viejos amigos aparecidos en obras anteriores. ¿Qué otro personaje suyo bebe ginebra Bols? ¿Por qué motivo hay una calle Rafael de Cózar en la Sevilla falquesca? ¿Quién más, hace siglos, pensó que Iberia no siempre parió leones? ¿Qué hay detrás de una mención al archipámpano de Ruritania? ¿Qué otro marino está descrito como «un ladrillo obstinado»? ¿Quién más lee a Somerset Maugham? ¿Con quién comparte Falcó su creencia de que «de todo esto saldrá un dictador, es igual el bando que gane. Rojo o azul, dará lo mismo»? ¿Dónde hemos visto antes un tatuaje en forma de cruz sobre una piel moruna? ¿Quién, en la vida real, fue mujer y manca en Beirut y llamaba niño o muchacho a un español? ¿Quién más usa vergajos como método investigativo? ¿Cuántas mujeres revertianas muestran preferencia por los zapatos de tacón bajo o tienen caderas donde no se pone el sol? ¿Dónde está el río Neretva? Y así, varias más que cada lector podrá encontrar y saborear como extra especial: el Hotel Andalucía Palace, el autocalificarse de osito de peluche, un Antón, un Munárriz, un Márquez, el sentimiento de matar para aliviarse, el hombre que soñaba con irse, la fascinación con la imagen de «mi sable y mi caballo» o los Trescientos de Esparta, el no entrar sin saber antes por dónde irse, el no irse nunca de casa sin dejar todo ordenado… En 1992, cuando Pérez-Reverte aún solo había publicado tres novelas y no había comenzado su columna de los domingos, escribió para XL Semanal (entonces Suplemento Semanal) un artículo titulado Elegantes criminales, en el que hablaba de las historias de ladrones de guante blanco, y en el que decía: «Hay goces especiales, en literatura. Sobre todo en cierta clase de literatura de la antes llamada popular, cuando vamos a ella con la maliciosa disposición del público que una vez fue ingenuo pero que ya no lo es. En ese caso, cada lugar común, cada repetición del estereotipo, cada vuelta de tuerca o retorno de lo conocido, del golpe de efecto clásico o del recurso a determinados elementos antaño eficaces, supone un golpe de placer mayor aún que la originalidad, que el desviarse de patrones cuya solvencia quedó probada por el aplauso de las masas. Uno acecha con temblor de adicto el momento en que Holmes, envuelto en una nube de humo, toque el violín para aclararse las ideas, o espera anhelante que Edmundo Dantés se lleve una mano a la frente perlada de sudor y exclame “¡Fatalidad!” mientras la tormenta pone siniestro contrapunto a su venganza». Pues eso mismo, aplicado a las historias de espías en los tiempos de guerra en el siglo XX, es lo que está haciendo la saga Falcó: usar cada cliché del género para contar una aventura a la vez nueva y canónica, y a mucha honra.
Como es también marca de la casa, el lugar donde ocurre la trama de la novela es parte importante de su encanto. Tras pasar por Lisboa y Sevilla, la mayor parte ocurre en una Tánger que Pérez-Reverte conoce desde hace décadas y que, como él dice, ha «photoshopeado» para colocar el sabor del siglo XX sobre los restos del XXI. Y es que literaturizar una ciudad puede ser uno de los grandes placeres asociados con la lectura. Quien tenga en su memoria solamente referencias como James Bond (por la facilidad con las mujeres) o Casablanca (un hombre, una mujer, una despedida antes de partir) podrá usar esos filtros para colocarlos sobre la ciudad, pero quien también sepa de Eric Ambler o Graham Greene, seguro que puede enriquecer su imagen mental con tonos adicionales.
En cuanto a la Eva que da título a la novela, ya hablamos de ella más promenorizadamente al tratar del primer libro. Aquí también ella acentúa sus características, ya libre de las dudas y el secreto que tenía que plantear al lector entonces. Ahora, con sus colores ya definitiva y firmemente clavados al mástil, se confirma como una de las destilaciones más acabadas del tipo de mujer en quien Pérez-Reverte está interesado narrativamente, seguramente desde la edad en que empezó a tener acceso al misterio que representan. Su conversación con Falcó hacia el final de este libro también es una condensación de meses, y años, de haberse construido ambos una personalidad a conciencia, deliberadamente, en la que el reconocimiento de un valor compartido como iguales puede pasar, al menos hasta cierto punto, por encima de graves diferencias políticas o de concepción vital. Ese veneno que se echan mutuamente encima, después del intenso contacto físico (de varios tipos) que han compartido solo unos días antes, puede matarte o ser el antídoto perfecto para la próxima vez. Desde aquella primera Adela de Otero de El maestro de esgrima abundan en las novelas de Pérez-Reverte los encuentros entre protagonistas marcados por una combinación de sexo, peligro, atracción fascinada, violencia, separación y muerte, cada una en diferentes grados, y todas ellas en el marco de una situación de gran tensión dramática, como una conspiración política, la búsqueda de un tesoro o una serie de crímenes. Coy y Tánger, Lolita y Lobo, Faulques y Olvido, Julia, César y Muñoz, Lex y Sniper, Angélica e Íñigo, Alatriste y varias mujeres, Teresa y varios hombres, son todos ejemplos de estos emparejamientos que duran poco, explotan con morbo e intensidad y dejan tras de sí secuelas duraderas e inolvidables. Eva y Falcó son la última encarnación de ese baile de malditos.
En definitiva, Falcó sigue y seguirá habitando un mundo de sonrisas de animales depredadores: de lobo, de chacal, de zorro, de marrajo, de tiburón… Y él, como otros personajes revertianos antes y después, si se lo propone puede ser tan peligroso como cualquiera. En este mismo 1937, Max Costa y Mecha Inzunza de El tango de la Guardia Vieja también están teniendo su segundo encuentro en pleno territorio Reverte, en esa Niza de cañones aún lejanos, lleno de sexo, peligro, jugarretas, reproches, dudas sobre la naturaleza del amor y abrupta despedida. Sabemos que tanto Max como Falcó llegarán a viejos y también sabemos cómo trató la vida al primero y qué huella le dejó aquella mujer que se le metió por el resquicio de la armadura. Aún es pronto para saber cómo acabará Falcó en este sentido, ni si conocerá al bailarín mundano en persona, aunque sí se ha dicho que conocerá a Remil (otro a quien llaman muy a menudo hijo de puta, tanto que de ahí viene su propio apodo), el personaje creado por Jorge Fernández Díaz, a quien va dedicada la novela «por la hermandad y por el honor». Ya falta menos para Biarritz y París.
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Título: Eva. Autor: Arturo Pérez-Reverte. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon.
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