La no ficción está obligada a la verdad, y por eso rinde tributo a su estropeada belleza. Debe acreditar cada letra de la realidad y del lenguaje. Y aunque sobre el asunto «literatura y periodismo» todo catecismo es odioso y necio, hace falta quien asuma los riesgos. Lo hace quien escribe y, todavía más, quien publica. Ése es el caso de Círculo de Tiza, un sello fundado por Eva Serrano hace seis años y que en ese tiempo se ha consolidado como una editorial con un catálogo valiente, elegante y profundamente literario.
En Círculo de Tiza conviven tres generaciones de escritores. Desde Francisco Umbral, Manuel Vicent o Félix de Azúa, pasando por Antonio Lucas, David Gistau o Juan Tallón hasta la firma de novísimos como Juan Soto Ivars, Nuria Labari o Carlos Mayoral. Siendo un catálogo heterogéneo, los libros de Círculo de Tiza mantienen un aire de familia e incluso propician un diálogo y una armonía. Son sinfónicos en su conjunto.
Con la intención de recuperar lo mejor del periodismo narrativo, Eva Serrano —que trabajó como lectora de sellos como Alfaguara, Anagrama o Tusquets— impulsó este proyecto, y lo hizo con los atributos de quien sabe elegir: ojo y gusto, también oído y olfato, y un equipo pequeño de una eficacia tremenda, que ha conseguido posicionarse en apenas un lustro dentro del imbricado panorama editorial.
En Círculo de Tiza la única geometría posible es la literaria. Su criterio editorial desacredita y deja en paños menores a quienes intentan hacer pasar por crónica la prosa al peso o, lo que es peor, el mal periodismo cortado con pésima literatura. Pero aún más importante que aquello a lo que se opone es lo que construye. Círculo de Tiza ha publicado libros como América, de Manuel Vilas, que anticipó el fenómeno literario que el autor desató poco después con Ordesa.
La vocación de editora de Eva Serrano es anterior al 2014, el año en que fundó Círculo. Su pasión por la palabra y las historias le viene de familia. Su abuela, una gallega que emigró a Argentina tras la Guerra Civil, fue traductora, escritora y librera. Al partir, le dejó un legado, su nombre de pila, pero también un mandato que Eva Serrano blasona en cada una de sus palabras.
No existía momento más propicio que el paisaje roto tras una pandemia para abordar estos temas: la escritura, la lectura, la memoria. Tanto el aniversario de Círculo de Tiza como el futuro al que habrá de enfrentarse habla de todos nosotros. El dos mil veinte ha sido un año áspero y doloroso. Se lo ha llevado casi todo, desde muy pronto. En febrero murió el escritor y periodista David Gistau, tres semanas después murieron, que sepamos, casi treinta mil españoles a manos de una epidemia que está a punto de hundir la economía y que confinó a la humanidad entera en sus casas.
Lo de Gistau fue un golpe bajo. Su muerte hizo enmudecer las páginas de los domingos y las de los libros que no alcanzó a escribir. Quiso el azar, o la puta vida, que su último libro se titulara Gente que se fue, un volumen publicado por Círculo de Tiza en el que nos enterró los nudillos en la mejilla con aquella prosa cargada de la belleza que comparten los puentes y los rascacielos, porque duran en el tiempo. Él, al que tanto le gustaba boxear, libró su mejor combate con el idioma en esas páginas.
Cuando se cumplen tres meses de una ausencia que golpea con la misma fuerza —no importa cuánto tiempo transcurra—, Círculo de Tiza reedita el libro de Gistau, con un epílogo de Manuel Jabois que añade un broche que duele ver prendido de las páginas de Gistau, pero cuya belleza permite aceptar, quizá definitivamente, que él no va a volver. Sobre Gente que se fue y también sobre el futuro de la edición independiente conversa Eva Serrano en esta entrevista. Entonces se cumplían 60 días de estado de alarma, hoy suman ya 70.
—Círculo de Tiza reedita Gente que se fue, con epílogo de Manuel Jabois y el añadido biográfico. Se cumplen tres meses desde la muerte de David Gistau.
—Cuando decidimos hacer la reedición, llamamos a Jabois. Le preguntaos si podría cedernos el texto como epílogo. Nos contestó al minuto: «Por supuesto, ahí lo tenéis». Mandamos el libro a imprimir con la biografía escrita en presente: «David Gistau escribe, David Gistau hace»… Me llamaron de la imprenta para decirme que no tenía sentido, porque el texto escrito en presente acababa con «David Gistau murió». Todo debía estar en pasado.
—Muchos de sus lectores tampoco pueden conjugarlo en pasado…
—Incluso ya en máquinas, no me salía. Quiero seguir diciendo «David Gistau escribe, David Gistau participa, David Gistau hace»… Me costó mucho hablar de él en pasado. Lo cambiamos prácticamente en ferros. Cuando hicimos este libro, David quería darme sus artículos del XL Semanal, que eran excelentes. A pesar de su aspecto de capitán Ahab, me atreví y le dije que podía hacer algo mejor: un texto original. Ese verano escribió el primer cuento largo de este libro.
—Gente que se fue está repleto de personajes rocosos, solitarios, tiernos, trágicos y al mismo tiempo exagerados, excesivos, estrambóticos y rotos.
—En ese libro, David habla de una generación que se ha contado poco a sí misma. Los ochenta, con su halo de ruptura, lo devoraron todo. Los noventa fueron la resaca, pero en mi opinión la consolidación de un país que se modernizaba ocurrió en ese momento. Se ha escrito muy poco de los noventa madrileños.
—Muchos columnistas no tienen voz literaria, David Gistau sí. Y se muestra de forma rotunda en este libro.
—David tiene voz y trama, que es una cosa que al columnista no suele dársele muy bien. Este es un libro con mucha profundidad, porque entra y sale en el tiempo. Una juventud muy perdida. No hay que olvidar esos años 80, cuando la gente moría de sobredosis de heroína. Era una locura: todas las personas de provincias que llegaban a Madrid en aluvión se dedicaron a añorar lo que no era Madrid y, sin embargo, todo lo que hacen está relacionado con la ciudad. Quieren salir de ella, pero nunca la pueden abandonar. Es una bendición y una maldición. El personaje que narra en este libro cuenta cómo quiere irse en la moto, pero no lo consigue, porque no hay identidad fuera de la ciudad.
—Gistau, Tallón o Antonio Lucas forman una generación. Su catálogo incluye también a Umbral, Del Pozo o Azúa, la generación previa, y a los más jóvenes, como Soto Ivars. ¿Dios los crea y el editor los junta?
—Cuando comenzó Círculo de Tiza, yo buscaba los grandes cronistas latinoamericanos: Alma Guillermoprieto, Caparrós, Leila Guerriero. La crónica es el género por excelencia de América Latina, potentísimo. Pero descubrí que el columnismo español es muy bueno, por su tradición tan profunda. Todos los de la generación de los cincuenta eran escritores de periódicos, y eso está muy imbricado con la literatura.
—Eso borra o matiza la obcecación «periodismo versus literatura».
—Las personas suelen decirme: «Editas ensayo». No es así. Existe ese cajón de sastre que los americanos y los anglosajones bautizaron como non fiction, que es muy literario. El ensayo no necesariamente lo es. Más que el qué se cuenta, me interesa el cómo se cuenta. Hay una belleza en las palabras y un ritmo que se alcanza cuando la pluma está muy hecha. Es un punto de vista no literal. Eso convierte el columnismo en literatura. Al contar cosas que conoces, te habla de otras que no conoces.
—Círculo de Tiza. ¿Por qué bautizar una editorial con un nombre que sugiere lo efímero, lo que se borra?
—El nombre viene de una amiga, Nuria Labari. Ella ganó un premio de Caja Madrid con Los borrachos de mi vida. Era una chica muy joven. Estaba embarazada. Tenía todas las circunstancias para dedicarse a cualquier otra cosa que le permitiera vivir con mucha más soltura económica, no a escribir. Le decían «pero si nadie lee», «esto no le interesa a nadie», «las librerías están cerrando». Cuando recibió el premio dijo que todo cuanto le decían eran círculos de tiza mentales que nos fabricamos. Un círculo de tiza lo borras y desaparece. Puedes entrar y salir cuando quieras. La mayoría de las cosas no las hacemos, porque creemos que no podemos. Son invenciones. Puedes hacer lo que quieras. Entonces ya tenía la idea de crear una editorial, y la imagen me pareció preciosa. Pero además, en el Círculo de tiza caucasiano, Bertolt Brecht narra la historia de unos reyes cuyo palacio es asaltado por una marabunta. En su prisa por marcharse, se dejan al príncipe. Al chico lo rescata una lavandera. Ella lo lleva a una cabaña, desde la que el príncipe mira el palacio y dice: «¿Por qué estoy aquí, si yo pertenezco allí?». La lavandera le contesta: «Porque como nadie te quiso, te tengo que querer yo». Pensé: «Hay un género literario al que en España no se le da visibilidad y que las grandes editoriales, en su prisa por vender y sacar grandes éxitos, no valoran, pero son príncipes que pertenecen al palacio». Por eso vienen por ellos y los rescatan. Yo quería ser esa lavandera, aquella que se queda con lo que vale mucho, aunque sepa que no lo tendrá para siempre. Me gusta la idea de descubrir voces que se han hecho mucho más grandes.
—El catálogo de Círculo crece al mismo tiempo que la carrera de los autores que publica…
—Comenzamos con los autores grandes, para ampararnos en sus nombres: Manuel Vicent, Martín Caparrós, Umbral, Raúl del Pozo, Azúa, Leila Guerriero. Sin embargo, hay mucho talento en lugares pequeños, por ejemplo los blogs. Se sobreentiende que quien escribe en un periódico ha pasado por un primer filtro. Pero existen personas muy jóvenes que escriben en sus blogs. Y de ahí van progresando. El mejor ejemplo es Ricardo Colmenero. Lo tenían olvidado en Ibiza. Él mismo lo cuenta: que no lo echaron del periódico porque nadie se acordaba de que existía un corresponsal en Ibiza. Hoy, Colmenero ya escribe en las páginas centrales y está en tertulias de radio. Me gusta mucho verlos crecer. O Carlos Mayoral, que hasta entonces no había hecho otra cosa que autopublicarse, ya tiene una novela sobre Galdós y es una referencia de los clásicos en su generación. Para mí eso es una satisfacción. Por supuesto que también me la genera que Vila-Matas se ponga en contacto conmigo para que publique todos sus textos de Café Perec, pero yo siento que autores de ese peso son los que amparan a los otros. Son el paraguas de los más jóvenes. Círculo de Tiza se puede hacer más grande o más pequeño.
—Eso hace que convivan Patricia Highsmith con autores desconocidos. Y es particularmente literario.
—Es una editorial muy literaria, sí. Cuando me han ofrecido textos periodísticos y muy de actualidad, aun cuando son muy buenos, me crean una sensación de inseguridad, porque siento que no tienen recorrido. En el libro en el que rescatamos los textos más antiguos de Raúl del Pozo, y que escribió para el diario Pueblo y habla del barroco español, la naturaleza, son unos textos bellísimos. Te puede estar hablando de la corrupción, pero permanece. A lo político se lo lleva el viento, pero él lo cuenta envuelto con el sonido y la música de las palabras, y eso lo convierte en un libro precioso.
—¿Se llevan la contraria entre sí sus autores?
—Creo que nada es original, todos beben de otras fuentes. Todo se hereda. Antonio Lucas es un hijo directo de Umbral. Todos han sido en origen Umbral y van encontrando luego su camino. Hay un diálogo directo, muy anterior. Viene de Delibes, Cela, Torrente Ballester… Todos ellos escribían en periódicos. Es una línea de un cierto costumbrismo, que los escritores contemporáneos aborrecen, cuando en realidad fundan su propio costumbrismo. Lo adaptan a su generación, que los reconoce. Los que quisieron romper completamente con esa tradición muy española, por ejemplo, la generación Kronen… ¿Qué ha quedado? No te puedes convertir en un narrador anglosajón de golpe. Vives de lo que se conoce.
—En el caso de Gistau, por ejemplo, él tiene giros muy españoles y una sobriedad anglosajona muy marcada.
—Él ha creado su propio costumbrismo. Su generación está acostumbrada al cine, las series, los diálogos, que es por una parte muy difícil y también muy anglosajón. La sobriedad y la parquedad también. Pero lo que está contando no es americano. Tengo una teoría muy personal. Estamos con todo este mundo tan feminista: pues en estos autores, que son tachados de machirulos o como los llamen, hay un reconocimiento excepcional a la mujer . Las miran casi hasta con miedo. A mí me parece que hay una enrome ternura en la manera de mirar a los otros. Son más duros y críticos consigo mismos que con los demás.
—¿Quién funda Círculo de Tiza? ¿Una lectora, una editora?
—Círculo de Tiza lo funda una señora que sabía muy poco. Yo había trabajado como lectora para Tusquets, Alfaguara y Anagrama. Los libros malos, como los buenos, los ves enseguida. Hay una serie de textos intermedios, que con edición podrías recomendar. Pero los buenos son inconfundibles. Como lectora me ocurrió dos veces algo curioso. Entonces llegó a mis manos el manuscrito de Los girasoles ciegos. Me quedé extasiada. Un lector editorial tiene muy poca relación con el editor. Eres el último mono: lees, haces tu informe y no preguntas más. Pero, en este caso, pregunté. La editorial que me lo remitió me dijo que no lo iba a publicar: era muy triste y la Guerra Civil estaba demasiado abordada… Luego lo vi publicado en Anagrama con treinta ediciones, y me alegré.
—¿El segundo caso cuál es?
—Un texto de Leila Guerriero, Los suicidas del fin del mundo, que es una crónica sobre los suicidios en la Patagonia y que quintuplicaban la media nacional. Leila Guerriero fue hasta allí a hacer un reportaje para Página 12, y le salió un libro, ese libro. Ese texto me dio una vuelta a la cabeza. Era distinto. Pienso ahora que me saturé después de leer tanta novela, y por eso aquel manuscrito me pareció tremendo. Lo publicaron, pero arrastrando los pies. ¿A quién podría interesar lo que le pasa a estas personas en la Patagonia? Yo creo que habla de algo universal. Me di cuenta de que allí había una cuña, un asunto que estaba siendo poco abordando en España. Hice un máster de edición en la Autónoma. Aunque sabía algunas cosas, ignoraba por competo casi todas. Heredé un dinero de mi padre, con el que no contaba y dije: «Pues bien, voy a hacerlo yo». Afortunadamente era muy ignorante y no sabía nada: ni que los libros te los podían devolver, ni de IVA… No sabía nada.
—A juzgar por los resultados, sabría bastante más.
—Yo quería hacer una editorial, pero no sabía cómo hacer una empresa. Todavía no sé mucho sobre cómo hacer una empresa. Luego entendí que todo es subcontratable. No tenía ni idea de cómo eran las tiradas o el mercado. La ignorancia te hace ser osado. Porque no sabes dónde te metes. Si no fuésemos con una inocencia ignorante no tendríamos hijos, tampoco decidiríamos ser periodistas o escritores…
—Muy pocas veces Círculo de Tiza ha publicado un libro que no tenga mimbres. Hay elegancia en el sello. Nunca raya en lo vulgar o lo obvio.
—La obviedad es muy poco literaria. Si te tomas la molestia de comprar un libro y leerlo, es porque quieres ver algo. Hay muchos libros de autoayuda y muchas novelas negras muy fáciles, que están muy bien, no las desprecio. Pero a mí me gusta lo que no se ve a la primera. Me atrae lo que no puedes resumir en una sola frase. Hay una expresión que me repito a menudo —Eva Serrano ríe—, es una frase de una canción de Raphael que me viene mucho a la cabeza: «¿Qué nos importa la gente que mira la tierra y no ve más que tierra?». Pues eso. Con los libros que hacemos intentamos eso.
—Muchos de los libros que edita, aún sin guardar ninguna relación, se reflejan. ¿Me puede hablar de eso?
—Muchos libros hacen espejo. Eso es algo de lo que no era consciente. América, de Manuel Vilas, por ejemplo. El está hablando de América, pero en realidad habla de un español en América. Cuanto más América enseña, más España enseña. Ocurre que la tienes que buscar. No te va a salir a la primera. A veces pienso que en Círculo de Tiza hacemos literatura de proximidad. Buscamos cosas pequeñas que se hacen grandes a través de las palabras y la mirada de escritor. Son libros que te hablan de lo que tienes cerca. Eso es lo que los hace grandes. Es una literatura de lo fugaz
—¿Cómo ha cambiado su idea de lo que es un editor cinco años después de fundar Círculo de Tiza?¿Se enriqueció? Se hizo prosaica?
—Pues, ¿la verdad? Se hizo muy prosaica en algunas cosas. Hay que tener una base empresarial. Asuntos que yo recomendaría tener muy claros. Pero casi te diría que aún no soy prosaica, me encoquino con un autor porque me gusta. No miro si es vendible o no. Al final, los libros acaban funcionando. Soy una monógama sucesiva. Sólo hago un libro si me enamoro de ese libro, y si eso ocurre es obsesivo. Si no tengo ese pinchazo inicial no lo hago. No me compensaría. En este negocio no se hace dinero. Es un asunto pasional, y si no te emociona no merece a pena. Por ejemplo, yo no sabía cómo se hacía una cubierta. Conseguimos a Miguel Sánchez Lindo, nuestro diseñador. Le dije: «Miguel, no sé cómo se hace una cubierta, eres libre, eres el diseñador. Yo sólo quiero la idea de Gallimard de un enmarcado. A partir de ahí, yo no te voy a decir nada más». Como no sabía, dejé mucha libertad a quienes trabajan conmigo. Eso funcionó, porque las personas sacan lo mejor que tienen.
—Comenzasteis con un tamaño mucho más pequeño. Vuestros libros eran distintos.
—Lo queríamos pequeño, para que cupiese en un abrigo o un bolso. Que fuese algo que acompañara siempre. Al final, y ahí viene la parte prosaica, lo hicimos más grande, porque se pensaba que eran libros de bolsillo. También los hemos hecho menos sobrios. Eso sí: yo no quería fotos en la cubierta, para que el lector averiguara qué es el libro. Que fuese sugerente, en lugar de darle las cosas masticadas al lector. Además, vivimos en un mundo recargado de imágenes. El autor tampoco está a la vista. También hicimos una cosa curiosa, una efeméride literaria en el colofón y que debe tener alguna relación con el libro…
—¿Es real esa oposición entre los editores independientes y los grandes grupos? ¿Cómo sobrevivirán las independientes?
—Sobre los grandes y pequeños editores no tengo ningún apriorismo. La editorial de los grandes best sellers es fantástica, porque alimenta un sector: al editor, traductor, al distribuidor… En esta charca en la que viven todos esos actores hacen falta los grandes y los pequeños. Los grandes tienen ventajas, pero también nóminas que pagar. Los pequeños siempre viviremos. Es un Círculo de Tiza que se agranda y se empequeñece. Yo soy mas libre. No tengo una maquinaria que debe funcionar todos los meses igual. Puedo editar menos libros.
—¿Cuál es el eslabón más débil de la cadena del libro?
—El librero. Incluso aunque el editor vive permanentemente en la cuerda, porque les pagan tarde y nosotros tenemos que pagar pronto, pero el librero está más expuesto. La polémica sobre el editor independiente y el grande es anecdótico. El talón de Aquiles es la distribución. Amazon envía un libro en seis horas, el librero no puede. Y algo mucho más importante: los libreros son hombres y mujeres muy preparadas. Y no sé si la gente se toma el trabajo de escuchar lo que recomiendan. ¿Hay tiempo para pasar una hora y media para hablar con un librero? Yo puedo reducir mis gastos, pero un librero no puede, tiene gastos fijos.
—La Covid-19 ha intervenido en todos los procesos sociales, incluido el libro. Sant Jordi, por ejemplo, se aplazó, y la Feria del Libro de Madrid también…
—No ha habido Sant Jordi, ni librerías, ni Feria del Libro… pero ahí siguen los lectores. En Círculo de Tiza hemos subido ejemplares de ebook, que no es un formato que me guste demasiado en la lectura, y tampoco está muy posicionado en España. Pero hemos subido un 300%. También, desde casa, he enviado libros en físico. Siempre habrá gente que quiere contar una historia y otros que quieren leerla. Supongo que nos adaptaremos, como lo hemos hecho con todo. Haremos presentaciones en línea, pero lo más importante es que el contador de historias quiera seguir contándolas y los lectoras deseen leerlas. Me considero una optimista en constante preocupación. Vendrán tiempos malos, habrá que bajar las tiradas, ser selectivos, pero hasta ahora yo no he visto falta de interés en los libros. Al revés, ha aumentado.
—¿Cuál es su primer recuerdo de una biblioteca?
—En mi casa había muchos libros. Mi abuela fue traductora y también librera. Cuando tenía 11 años contraje hepatitis. Estuve tres meses en la casa. La tele no existía, emisiones muy puntuales, así que comencé leer, y lo hice en línea. Sin elegir, sólo avanzando: la Biblia, El amante de Lady Chatterley o Las aventuras de Tom Sawyer. Es verdad que era una niña un poco precoz y redicha, pero imagina tres meses sin hacer nada.
—Asumo que fue su abuela quien la hizo lectora.
—Mi abuela materna era una gran lectora. Después de la guerra, mataron a su familia. Se fue a Argentina en una situación horrible, en un barco en el que se morían los niños de tuberculosis. Dejó a sus hijos en un internado y comenzó a trabajar. Era perito mercantil, que sería como ser economista entonces. Era una mujer muy avanzada con respecto a su época. Trabajó en un periódico, una librería en calle Corrientes, se puso traducir en inglés, no sé cómo, pero lo hablaba. Vivía en un hotel, porque cuando llegó su madre montaron un petit hotel, donde iban los intelectuales españoles exilados. Alberti era uno de los que asistía. Creo que mi profundo amor por la palabra proviene de ella. Mi abuela nunca volvió a España, siempre en América, primero en Argentina y EE.UU., pero ella amaba España. Había una épica de mi familia que yo no conocía. Estábamos repartidos por todo el mundo. Mi madre hablaba de esas historias de desarraigo, de niños que se morían. Eran historias del bando perdedor, del que formaba parte mi madre, y que me interesaban. Eso me condujo, creo, a la fascinación por fabular y por las historias, por toda la clandestinidad con la que se hablaba. Mi abuela escribió varios libros, uno de ellos Tres muertes del siglo XIX, que era las vidas de Concepción Arenal, la condesa de Pardo Bazán y Rosalía de Castro. Lo hizo porque quería que sus hijos supieran de dónde venían, quiénes eran, que proveían de un mundo. Quería escribir un libro sobre la Galicia que ella dejó. Pertenecía a esa burguesía ilustrada que fue la que perdió la guerra en realidad. Mi abuela tenía mucho miedo al desarraigo, y por eso escribió la historia de todas las mujeres de su familia, desde su tatarabuela, que además se llaman todas igual: Elvira y Eva, aunque hay alguna Amelia. Cuando fui a verla a Nueva York, cuando ya ella estaba muriendo, me dio a mí todas esas historias. Para mí supuso por una parte una alegría y por otro lado un peso. Sentí que tenía que continuarlos y son una deuda que tengo pendiente. Pero creo que me dejó una especie de mandato.
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