Tuve la primera noticia de Delhy Tejero (Toro, 1904 – Madrid, 1968) cuando me la encontré deambulando silenciosa por las páginas de Calle Feria, la excepcional novela de Tomás Sánchez Santiago. No se ofrecían allí demasiadas pistas para el personaje; más bien al contrario, era tan tenue su pasar, tan deliberadamente espectral su irrupción inesperada y aparentemente superficial, que resultaba difícil no interesarse por la identidad y la historia de aquella mujer en cuyas incertidumbres parecían hallar asilo todos los destierros interiores. En realidad, casi se puede decir que fue de esa manera como se desarrolló el segundo tramo de su vida, aquel que transcurrió desde 1939 hasta su muerte en una España desgarrada por la gran brecha del franquismo.
Antes de que el 18 de julio de 1936 un grupo de militares se levantaran contra la II República en Marruecos, a la mujer a la que habían bautizado como Adela Tejero Bejate se le llegó a augurar un porvenir brillante. Ella y sus dos hermanas se habían quedado sin madre cuando aún eran niñas y su padre, secretario del Ayuntamiento de Toro, se hizo cargo de su educación. A Adela la inscribió en la Fundación González Allende, afín a la Institución Libre de Enseñanza, con el fin de que recibiera allí clases de dibujo, una disciplina para la que ella ya había demostrado cierta maña. Las lecciones le sirvieron para coger seguridad y poco después publicaba sus primeras ilustraciones en El Noticiero de Toro. En 1925, cuando contaba 21 años de edad, su padre quiso que fuese a Madrid para estudiar francés, taquigrafía y corte y confección en el colegio de San Luis de los Franceses. Lo que hizo fue examinarse para ingresar en la Escuela de Artes y Oficios e iniciar su preparación para incorporarse a la Escuela de Bellas Artes, cosa que ocurriría un año después.
La primera encrucijada se abrió en su vida cuando el Ministerio suprimió la beca que le permitía estudiar. Ante la disyuntiva de permanecer en Madrid o regresar a Toro, optó por lo primero y ofreció sus dibujos a varias revistas. Quería la independencia económica para continuar con su carrera y la consiguió gracias a los encargos que a partir de ese momento le fueron haciendo Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Crónica o Estampa. Sus ingresos le permitieron instalarse en la Residencia de Señoritas, donde permaneció cuatro años y comenzó a familiarizarse con las nuevas corrientes artísticas. En octubre de 1929 se hizo con el título de profesora de Dibujo y Bellas Artes en la Escuela de San Fernando. También en ese año comenzaría a firmar como Delhy, a la vez un diminutivo de su nombre propio y un guiño a la capital de la India, y con ese nuevo nombre recibió en 1930 un premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Pasó el primer semestre de 1939 estudiando en París y Bélgica las técnicas de pintura mural, disciplina de la que se convertiría en profesora cuando, a su vuelta a Madrid, se integró en la plantilla de la Escuela de Artes y Oficios.
Delhy Tejero instaló su estudio en la calle de Miguel Moya y obtuvo en la Exposición Nacional la tercera medalla en Artes Decorativas gracias a su obra Castilla. En diciembre de 1932 celebró su primera exposición individual, en la que mostró cómo empezaba a adentrarse ya en el campo de las vanguardias, en busca de vehículos que le facilitaran una manera tan personal como inédita de mirar e interpretar el mundo. En ese periodo pintó Mercado zamorano, que se convertiría en una de sus obras más emblemáticas. Recibió críticas muy positivas y le abrió las puertas de una beca que le permitió regresar a París para estudiar técnicas de pintura mural. El futuro se antojaba prometedor cuando el inicio de la Guerra Civil la sorprendió pasando sus vacaciones en Marruecos. Ante la imposibilidad de regresar a España según lo previsto, tuvo que permanecer hasta septiembre en el norte de África y las circunstancias le impidieron llegar a Madrid, por lo que acabó instalándose en su Toro natal, donde se empleó como profesora de Dibujo en el instituto. En 1937 el bando franquista le encargó algunos trabajos para decorar algunos comedores infantiles de Salamanca y varias dependencias del hotel Condestable, en Burgos. Poco después, pidió un visado especial para trasladarse a Florencia y un año más tarde estaba otra vez en París, ahora iniciándose en el surrealismo de la mano de André Breton y Óscar Domínguez. Se matriculó en la Universidad de La Sorbona, donde estudió pintura y teosofismo, y hasta participó en la muestra colectiva Le rêve dans l’art et la littérature, en la que figuraban obras de Man Ray, Chagall o Joan Miró.
Delhy Tejero volvió a España con la intención de retomar su carrera en el punto exacto en que la había interrumpido, pero el nuevo régimen no le iba a poner las cosas fáciles. Se instaló en una vivienda del edificio de La Prensa, en la plaza de Callao, e instaló allí su estudio. También pintó los techos del cine que abría sus puertas en los bajos del inmueble. Al mismo tiempo, el Ministerio le abría un expediente de depuración profesional motivado por el abandono de sus clases durante la guerra. Aunque ella demostró que había viajado fuera del país para ampliar su formación, los funcionarios no dieron su brazo a torcer y acabaron suprimiendo la cátedra de Pintura Mural que tenía encomendada. Comenzó entonces una etapa en la que se fue aclimatando a la atmósfera política y social, con incursiones profundas en un misticismo que la llevó a destruir todo cuanto había creado en París. Luego se deshizo de ese influjo y retomó su adhesión a unas vanguardias que fue moldeando hasta alcanzar texturas plenamente instaladas en la abstracción. Fue la única mujer que expuso obra cuando en 1953 se celebró la primera Exposición de Arte Abstracto en Santander. También llevó sus creaciones a La Habana y a las salas de la Dirección de Bellas Artes antes de padecer en 1959 un infarto de miocardio que marcaría el tramo final de sus días. Las cardiopatías no dejaron de agravarse mientras ella continuaba pintando murales y atendiendo diversos encargos hasta que el 10 de octubre de 1968 una angina de pecho acabó con su vida.
Pero no quedan sólo vestigios en las paredes o los lienzos. Desde su juventud, Delhy Tejero fue dando cuenta de sus andanzas por el mundo en una serie de apuntes, torrenciales y fragmentarios al tiempo, que unas veces arrojan luz sobre sus razones y otras contribuyen a ensombrecerlas aún más, haciendo buena la leyenda que se formó a su alrededor y que la presentaba como una figura errática y a menudo indescifrable. El contraste entre la constancia con que fue llevando esos diarios durante más de treinta años y la escasa información biográfica que se puede obtener de ellos da buena cuenta del carácter de su autora, muy dada a diluirse bajo los focos y a dejar que las ideas fluyeran libres y sin demasiado control por una mente en constante viaje hacia territorios inexplorados. Todo ese material vuelve a ver la luz en una nueva edición de Los cuadernines (Eolas) en el que se recupera el prólogo que Tomás Sánchez Santiago escribió cuando el volumen salió por primera vez de imprenta en el año 2004. Son un documento de primer orden para acercarse a la personalidad de una de las figuras más interesantes del panorama cultural español durante la primera mitad del siglo XX. Una de aquellas sinsombrero que tras conocer la efervescencia pedagógica y cultural de la II República tuvieron que acostumbrarse a vivir en la grisura de un franquismo que relegó su trabajo y truncó sus aspiraciones. «Fui una niña triste, preocupada», comienza una de sus anotaciones de carácter más puramente autobiográfico. El último apunte, pergeñado tras muchos años de registrar observaciones diarias, apreciaciones artísticas y evocaciones puramente personales, no deja de resultar estremecedor: «Tengo curiosidad por todo. Hasta la muerte quiero arreglarla. Y ante el miedo, en el sitio de este pongo la curiosidad para pensar cómo será, qué se sentirá, qué se verá… ¡Hoy, Señor, la siento tan cerca, quiero pensarla tan natural!» Entre uno y otro texto, queda el rastro escrito de una artista colosal. Por mucho que ella jugase a diluirse, a pasar por el mundo sin estar completamente en él, ni la vida ni la obra de Delhy Tejero merecen el olvido en el que las terminó por sumir su propio tiempo.
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