Una biblioteca es una fiel radiografía de su dueño: de lo que fue, de lo que es y de lo que será. Porque junto a libros ya leídos, que justifican muchos rasgos de su personalidad, están cuantos materializan sus actuales inquietudes y cuantos forman parte de un futuro cercano atraído por el presente, como si fueran tripulantes de una máquina del tiempo responsables de una secreta misión.
La biblioteca de un exiliado empieza con tímidos brotes: libros que entraron en una única maleta, le hicieron compañía durante un primer viaje sin billete de vuelta y amenizaron momentos difíciles, cuando las barreras que superar se aventuraron demasiado altas, la nostalgia puso en duda la utilidad del camino ya andado y el regreso se convirtió en una posibilidad tentadora. Después, cada vuelta a casa por vacaciones permite traer ejemplares de esa otra biblioteca que las circunstancias obligaron a abandonar. Y más tarde irrumpen los libros del país de acogida, escritos en una lengua extranjera que se vuelve cada vez más familiar. Al principio se leen lentamente, echando mano de un diccionario que nunca anda demasiado lejos, pero poco a poco la propia lectura impone su ritmo y ayuda a deducir significados. Al final llega el día en que, a pesar de que ciertas palabras siguen siendo desconocidas, se leen con la misma facilidad que en la lengua materna.
En mi caso, cuatro lenguas conviven en casi cada estantería. A un lado destaca el imponente diccionario Español-Francés, de Larousse. Aunque necesite descargar todo su peso sobre una mesa para consultarlo, sigue siendo el libro al que más recurro. Los traductores en línea han progresado mucho, pero, con sus erróneas interpretaciones y su escasa ayuda para elegir un significado, todavía están lejos de superar a un buen diccionario. El Larousse propone ejemplos e incluso frases que ilustran matices dependiendo del contexto. Junto a él hay muchos títulos escritos en la lengua de Molière. Si bien hay bastantes libros españoles, no puedo afirmar que sean mayoría, pues conviven con ejemplares ingleses e incluso rumanos. Reconozco que la lectura del rumano me sigue costando, a pesar de contar con Le Roumain sans peine (el rumano sin esfuerzo), útil libro de la editorial francesa Assimil, cuyo método se basa en la inmersión en una lengua sin recurrir al arduo estudio de la gramática. Aunque la historia de un español que estudia un libro en francés para aprender rumano me pareció salida de un chiste, ahora ya no me sorprende, y tal vez algún día me anime a leer a Mircea Cărtărescu en versión original. Además de literatura, hay secciones dedicadas a cocina, botánica, náutica, astronomía, fotografía, pedagogía, biología, idiomas, revistas, cómics, libros infantiles, viajes, arte y, cómo no, arquitectura.
Es la biblioteca que comparto con mi mujer y mi hijo. Mi compañera de vida es rumana y me ofreció la oportunidad de aprender una lengua latina a la que no me habría acercado de otra manera. Nos conocimos en Francia, dos extranjeros en tierra de nadie, donde el hecho de compartir una misma situación nos unió, más allá de estereotipos o diferencias culturales. Cuando llegó nuestro hijo, aparecieron nuevas inquietudes y alegrías: nuevos libros, en definitiva, que se añadieron a nuestra particular biblioteca en el exilio, o “ex-i-libris”, como yo la llamo. Nuestras tres lenguas no solo se alternan en los libros, sino que dan color a las conversaciones. Pasamos de una a otra de forma natural, aunque recurramos a la lengua local cual comodín que nos devuelve a un terreno neutral. A veces le damos patadas al francés, pues estamos cansados y buscamos atajos que faciliten la comunicación, inventando palabras e incluso expresiones que surgen de una lógica mezcla de idiomas. A pesar de todo nos entendemos y demostramos que la lengua nunca es una barrera. Y en estos convulsos momentos de reivindicaciones nacionalistas, recomendamos bibliotecas multiculturales, para aprender que la diversidad no solo nos une, sino que nos enriquece y nos permite entender la complejidad del mundo en que vivimos.
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