Pone una vez más en juego Ignacio Martínez de Pisón sus excelentes capacidades de narrador tradicional, refractario a todos los avances formales que han marcado la narrativa universal desde hace un siglo, al servicio de una amazónica crónica de un periodo particularmente amargo de la historia española aún cercana. Ya ha recreado a partir de idéntico criterio formal otros trechos o momentos de nuestro pasado, y con su trabajo atento se ha convertido en uno de los mayores y más conseguidos memorialistas literarios de nuestra dolorosa historia nacional. En su currículum narrativo se encadenan las sólidas estampas históricas tituladas Enterrar a los muertos, extraordinario relato documental de la guerra, La buena reputación, El tiempo de las mujeres o Derecho natural, las cuales recorren buena parte de la pasada centuria hasta el pasado próximo de la Transición.
Ahora, en Castillos de fuego, en un auténtico tour de force, despliega al máximo esas habilidades y hace una admirable demostración de poderío narrativo, mezcla de vigor imaginativo, de seriedad moral, de esfuerzo de escritura y de destreza. La ambición de su trabajo se muestra incluso en la dimensión del libro, que supera la no pequeña de otros suyos —siempre es un escritor caudaloso— y alcanza las 700 páginas. Nadie no muy bien dotado para contar una historia polifónica alcanza semejante medida con un resultado tan pleno. (Por cierto, y discúlpeseme el paréntesis, un volumen de semejante envergadura exige una encuadernación bien cosida y no el pegamento flojo por cuya culpa se desparraman las hojas en cuando uno fuerza un poco el lomo).
El índice del tomo señala con toda exactitud el periodo novelado, que va de noviembre de 1939 a septiembre de 1945. Este lustro se fracciona en cinco “libros” que seleccionan sendos momentos sucesivos los cuales, en conjunto, reconstruyen la primera etapa de la alta posguerra, la que va del entusiasmo nazi alentado por las fulminantes victorias alemanas al suicidio de Hitler, la rendición de sus tropas y la toma de Berlín por el ejército rojo, con lo que esto significaba para la dictadura española y para los disidentes del franquismo. Persigue Martínez de Pisón un designio coral y para ello selecciona un número suficientemente representativo de actitudes de los vencedores y de los vencidos, y este es un primer acierto de su recreación histórica, mantener con bastante nitidez e independencia historias individuales de ambos ámbitos y dotar a los personajes de capacidad simbólica. Conseguido este objetivo, se añade la vigilancia del autor para evitar la simplificación maniquea, de modo que el conjunto de actores del drama colectivo muestren costuras emocionales auténticas y determinantes individuales que explican su comportamiento más allá del papel que asumen como miembros de los dos grandes grupos de vencedores y vencedores. Habría sido tentador presentar ejemplares militantes de la clandestinidad comunista, pero la estampa de su Partido es muy dura. Igual habría resultado efectista elevar al catedrático represaliado al podio de la abnegación reflexiva, pero su figura está llena de patetismo al cobijar su sufrimiento en el misticismo religioso.
Ya acabo de señalar dos de las líneas anecdóticas de las que Castillos de fuego trenza y alterna en pequeños bloques anecdótico-argumentales. Otras varias se suman en esa operación estratégica de traer a la entraña narrativa una pluralidad de casos de entonces. Desfilan un policía de la brigada política que tapa sus antecedentes con criminal furor, un falangista que se aprovecha de su impunidad, modestas jóvenes proletarias que ensueñan un mundo feliz, un honesto abogado que procura hacer el bien sin participar en la degradación generalizada, una chica que se compromete acuciada por el ajusticiamiento de un hermano y por la obligada ausencia del otro, una partida de maquis que confían en derrotar al dictador, algunos activistas en la clandestinidad…
Estos personajes proporcionan la materia prima que alimenta el retablo de época. En él se recrean la represión de los gobernantes, la intransigencia fanática de los vencedores, la humillación de los vencidos, la pobreza con detalles de la situación económica, del hambre y del estraperlo. Nada de ello ofrece novedades ni peculiaridades respecto de la vulgata narrativa que han fraguado las innumerables novelas que giran en torno a la guerra y sus consecuencias. Quizás se aporta una minuciosidad informativa a un periodo menos atendido que otros desde el punto de vista de la ficción. En todo caso, si la materia anecdótica recoge ingredientes previsibles, sí alcanza a dotarlos de plasticidad literaria.
Además, Martínez de Pisón juega muy bien y con el instinto de la oportunidad la baza de aliñar la ficción con hechos y personajes históricos reales. En un lado encontramos al “cuñadísimo” y ministro Ramón Serrano Suñer, al Dionisio Ridruejo expedicionario de la División Azul y discrepante de Franco o al germanófilo ministro y secretario general del Movimiento José Luis Arrese. En el otro, aparecen el guerrillero depurado por la dirección comunista Jesús Monzón o el activista Gabriel León Trilla, asesinado por sus propios camaradas en un céntrico lugar madrileño. Las tensiones dentro del Régimen y el canibalismo de la dirección comunista en el exilio son historia verídica. El detalle con que se describe el lugar de la muerte alevosa de León Trilla no es un añadido circunstancial, sino que forma parte de una sostenida vigilancia de los escenarios de la novela, puntualizados con una topografía urbana precisa, con el nombre exacto de las calles, con mención de lugares públicos reales. Se suma este proceder a la dicha presencia de personajes reales, y así se realza la dimensión histórica de la novela.
Ignacio Martínez de Pisón hace en Castillos de fuego una absorbente expedición a unos años atroces. Su historia de aquella historia terrible, de aquel tiempo oscuro y desalentado, está cargada de fuerza comunicativa y produce un intenso impacto emocional. Trasforma la crónica y el testimonio en un desfile de vidas zarandeadas por el odio, la injusticia, la prepotencia, la venganza; en un catálogo del sufrimiento y de las ilusiones imposibles. No se trata, sin embargo, de una obra de pensamiento derrotista. La penúltima secuencia presenta la muerte sañuda por un policía de un animoso guerrillero y viene a indicar el triunfo de la maldad, el rencor y la violencia. La última, al contrario, funciona como su contraluz y tiene el alto significado que supone ser el broche de la historia, que, así, se cierra con un desenlace esperanzado. Una mujer, uno de los personajes principales, queda por fin embarazada cumpliendo un anhelado propósito y llora a lágrima viva de contento al saberlo. Ese hijo insinúa que no todo está perdido y que habrá un futuro mejor.
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Autor: Ignacio Martínez de Pisón. Título: Castillos de fuego. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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