“Hay que decir las bárbaras, amorosas crueldades. Las que nos hacen daño y que llegan a la verdad a través del sufrimiento.”
Cristóbal tiene la mirada dura y frágil, y manos delicadas y suaves. Nació hace 36 años con parálisis cerebral, y ha peleado por su vida en muchas, demasiadas, ocasiones. En su silla hay colores verdes para alejar esos tonos grises, tan serios y habituales de las sillas de ruedas. Su risa es la vida –“un canto”, como dice su padre, Andrés Aberasturi– y sus silencios son el enigma y desconcierto que abisman a su familia. He leído dos veces esta carta sin final, este diario desordenado de sensaciones y reflexiones recogidas a lo largo de tres años, lleno de frases inconclusas, porque las palabras no salían o, quizá, dolía demasiado pronunciarlas. Lo he leído dos veces porque Aberasturi lo ha escrito desde las entrañas, en voz queda, para su hijo Cris, y es un libro hermoso. Quiere contarle el mundo a ese hijo tan amado, no el mundo exterior, “esa infamia, que estremece hasta la ira”, sino el microcosmos que le rodea, aunque él jamás podrá leerlo. También lo ha escrito para sí mismo. “No sé si escribo para ti, o me sirves de coartada”.
“Mi verdad es que esperé tu muerte cuando apenas habías acabado de llegar al mundo, cuando, inocente, intuí que estabas condenado al sufrimiento, a una vida que solo era una burda imitación de la vida, una isla en medio de la nada, el silencio.”
El sufrimiento físico de su cuerpo herido no tiene ningún sentido, y así lo cuenta Andrés. Nunca tendrá el menor sentido que un ser inocente tenga que pasar tanto dolor. Ni lo tiene para esos padres, que no saben cuántos calvarios más podrían quedar por vivir. Andrés grita en silencio por tamaña injusticia, sin odio, pero con desasosiego. El mundo de Cris es un misterio para un padre que no puede traspasar la barrera de la piel en esa comunicación que a veces se abre con un cálido abrazo, y otras se cierra para regresar a ese lugar que tan solo Cris conoce, a esa ausencia mil veces vivida: “Más allá del tacto, de la piel, todo es grito o silencio”. Y eso es precisamente lo que lo que angustia y aterra a Andrés, porque la comunicación, la palabra, no es posible. No ha sido posible por un error de la naturaleza carente de sentimientos. Existen los gestos que se interpretan, “como sí” fueran las respuestas que conocemos en nuestro mundo, porque es necesario y humano interpretarlas así. Y quién sabe si en el fondo, en algún recoveco del cerebro dañado de Cris, es de algún modo también así.
“Cris es la última razón de esa paz interior que es compatible con la lucha cotidiana y el desasosiego. Lo más injusto es que al final resulta ser lo que equilibra el mundo.”
Sin palabras. Tan solo ese mundo íntimo de sonidos que no se puede descifrar. Sin una palabra que conecte el gesto con nuestro conocimiento. Mamá. Solo esa gran palabra hubiera mitigado el sufrimiento de sus padres, que no han podido llevarle de la mano, en el sentido más metafórico de la expresión. Cris, tan indefenso, tan inocente, y tan bueno. Andrés no pide que su libro sea una guía, ni un ensayo. Es éste su punto de vista, su realidad, que no tiene por qué coincidir con la de otras familias que estén pasando por lo mismo. Pretende ser sincero consigo mismo porque cada vez tiene más dudas y zozobra, y ha sentido que ha llegado el momento de dejarlo todo escrito. Es una responsabilidad exponer la verdad, para él, y por él. Dejar testimonio de la realidad sin matices, sin adornos. Andrés nos dice que “conviene morir con todo dicho”.
“Yo seguiré cada minuto de mi vida levantando mi voz sin esperanza alguna, porque este mundo no es digno, porque la naturaleza no es justa, porque el error se puede asumir pero no comprender y mucho menos aceptar.”
Andrés Aberasturi se pone en la piel de Cris e intenta mirar con sus ojos. Arranca belleza de la dureza en cada verso, pues este libro es como un poema, desde el momento en que su hijo llegó al mundo y pasó por sus primeras críticas horas, en las que su “verdad solo pedía ser el minuto siguiente”, pasando por momentos que rozan la paz, “estar feliz”, como lo denomina él. Y luego está la duda. La terrible duda de tener en tus manos el destino de la más amada de las vidas. Incluso lo que a nuestros ojos es lo más banal se torna desconcierto para un padre que se pregunta cuántas veces su hijo habría tenido sed y él no lo supo, cuántas puso su silla en un lugar donde a Cris no le apetecía estar. Un padre que se pregunta por qué cambia su mirada, qué es lo que produce la bendición de su risa. Qué impide que salga su llanto.
“Qué te puedo dar, que no me sufras.”
En este diario que cambia como el paisaje Aberasturi ha sido severo, pero honesto consigo mismo. Despoja los hechos de lugares comunes y consuelos que no sirven para explicar una realidad descarnada, y a la vez dulce, pues está colmada de cariño. No ha sido complaciente. Pero este testimonio, en muchos momentos desgarrador, es necesario. Y lo es porque en sus frontales revelaciones late la vida, la real, con sus derrumbes, y su renacer en forma de amor en su estado más puro y menos egoísta. Podemos pasar por la vida engañándonos con espejos deformantes, pero únicamente postergamos ese diálogo frente a uno mismo, cuando ya no quede más por andar, y quizás convenga concederse aunque solamente sea ese único momento. Cómo explicar el mundo. Empezando por intentar entender su terrible, hermosa y contradictoria Verdad.
“Lo que has amado es lo que justifica una vida.”
Al finalizar este extraordinario libro escribí un subtítulo tratando de ponerme, por un momento, en el lugar de Aberasturi y en el de tantas familias que pasan por el mismo trance: Cómo explicarte el mundo, Cris: ojalá pudieras explicarme tú a mí cómo es el tuyo.
“Estás tu que todo lo redimes, la inocencia hecha carne y habitando entre nosotros. Bendiciendo el mundo con tu risa, salvándolo con tu dolor a cuestas, haciéndolo, sin saberlo, un poco más hermoso, dándonos una razón para seguir aquí. Una razón injusta, pero cierta. Eres parte de Dios, eres Dios mismo. Tu existencia mantiene la armonía del mundo y las cosas. El mundo no es hermoso, pero tal vez se pueda vivir aún hermosamente sin necesidad de engañarse.”
Andrés Aberasturi, “Aberas” para los amigos, es escritor y reputado periodista. Ha trabajado en el diario Pueblo, así como en programas informativos y de entretenimiento en televisión y radio, especialmente en Onda Cero. Actualmente colabora en el programa de Radio Nacional de España No es un día cualquiera y es columnista en la agencia Europa Press. En 1972 publicó su primer libro de poemas, Sincronía en tiempo de vals, un volumen de relatos en 1986, Las soledades de la Carancanfunfa, y un ensayo humorístico, Dios y yo, en 1994. Cinco años después se editó su segundo libro de poemas, Un blanco deslumbramiento. Palabras para Cris.
–Estimado Andrés ¿Es menos duro ahora, tu diario ha ayudado?
–No, la realidad no cambia y el hecho de escribir, en todo caso, te enfrenta de nuevo con el pasado, te hace comprender el presente, y te das cuenta de que el futuro empieza cada día. No creo que escribir, al menos en mi caso, me libere de nada ni cambie nada.
–¿Has hallado alguna respuesta, o aprendido a convivir con las dudas?
–A los 68 años, si eres honesto contigo mismo, sólo aumentan las preguntas y son las preguntas de siempre y hay tantas respuestas que las preguntas siguen ahí sin resolverse. Supongo que la vida es eso, una eterna búsqueda de respuestas que nunca llegan o te das cuenta de que no son válidas. ¿Dudas? Imagino que, como dices, se trata de aprender a convivir con ellas sin resignarse.
–Al final, el Dios que guardó silencio está en el mismo Cris, y en otras cosas que tú describes en tu libro. ¿Es lo más parecido a hallar esa paz tan añorada?
–La paz es un concepto extraño, complicado. Yo intento vivir en paz conmigo y con las cosas pero sin resignarme. Y de alguna forma, sí: Cris, su vida, su mirada, sus silencios, su risa son mi guerra pero también mi paz.
–¿Has encontrado alguna forma particular de creer?
–Si te refieres a Dios, no. Creo en la armonía del universo, en el hombre de uno a uno, en la inocencia… Todo eso junto y muchas cosas más deben de ser Dios.
–Hablas de la muerte, dices no saber si la temes o no. ¿Qué te ayuda en ese pacto amor-odio con ella?
–Cuando tienes más pasado que futuro conviene acostumbrarte a la idea, convivir con ella, perder el miedo. La he visto muy cerca tantas veces que trato cada día de perderle el respeto. La muerte es el final y no hay más. No pasa nada.
–Nos educan para tener hijos sanos y, en general, a vivir “como si” todo respondiera a interpretaciones tranquilizadoras. Quizá el problema esté ahí, en que no nos forman para aceptar derrotas en esta contradicción que se llama vida y lleva implícito a su contrario. ¿Cómo desmontar todo eso? La gente en general vive como si la desgracia fuera algo tangencial.
–Yo creo que hay un concepto posmoderno –ponle el nombre que quieras– de lo que es la felicidad y que seguramente no es más que un gran error. No sé cómo se puede desmontar todo eso, imagino que no de la noche a la mañana, pero es evidente que no sabemos enfrentarnos a nuestro sufrimiento y, lo que es peor, ni siquiera al de los demás. No sabemos o no queremos, no sé.
–El paisaje es importante es tu libro, al menos a mí me lo parece. A veces se torna opresivo y amenazante, otras complaciente y en calma. Parece como si el escenario, Cris, y tú mismo fuerais en paralelo. ¿Es así?
–Sí, sí, y eres la única que se ha fijado en eso. Quizás es lo que te decía sobre Dios: la armonía –o todo lo contrario– es esa conjunción de lo que me rodea y me lleva a un estado de ánimo.
–Los familiares más directos de un niño con parálisis cerebral, especialmente en aquellos casos en que se sufre un grado de deterioro neurocognitivo más profundo, puede ser que no perciban por parte de éste señales afectivas de la esfera psicológica más básica, ya sea de amor, cariño, ira, rechazo, etc. No obstante, eso no significaría que estos niños carezcan de estas emociones. Por muy avanzada que esté la neurociencia, ¿no crees que sea muy posible que aún se desconozcan los mecanismos y resortes más íntimos que generan dichas u otras emociones, pese a la falta de expresividad que exista en algunos de estos pacientes?
–No tengo ni idea, apenas si se sabe nada del cerebro, y se sabe cada vez más. Pero es algo que ya no me preocupa. No sé lo que ocurre más allá de la piel de mi hijo y ese misterio seguirá siéndolo aún por muchos años. De ahí la incomunicación y el desasosiego.
–Andrés, en un momento del diario te confiesas. “Me acuso y no me culpo de no haber encontrado sentido a tu existencia, de haber intentado con todo mi corazón justificar racionalmente tu vida, tu presencia en esta tierra al margen del amor que te rodea”. Después de este ejercicio de sinceridad brutal, ¿te sientes más aliviado o, tal vez, un poco derrotado?
–Ni lo uno ni lo otro. Me siento en paz, como antes de escribirlo. El libro no es más que una reflexión de muchos años y que se hace pública ahora. Me hubiera gustado pensar otra cosa, escribir otra historia, pero no sería honrado. La existencia de un ser humano que carece de libertad desde el origen es una estafa sin sentido, una enorme injusticia.
–Cuando piensas en Cris, ¿qué palabra acude a tu cabeza?
–Inocencia, rabia, ternura…
–Cuando veía tus frases sin completar (en alguna ocasión confiesas cómo duele cada línea) a veces me inventaba un final. ¿Qué pasaba cuando las dejabas sin finalizar? Cuando hablas de la felicidad dices: “La felicidad no es más que… Da igual eso ahora”. Pero Andrés, a mí no me da igual, me gustaría saber cómo acabarías ahora esa frase.
–No lo sé, sigo sin saberlo y creo que me da igual. Sé lo que es “estar” feliz, pero no “serlo”. No creo que sea moral en este mundo ser feliz, al menos a mí no me lo parece, pero no trato de predicar nada. Sólo hablo de mí.
–Hay mucha gente que se sentirá identificada con lo que has escrito, pero quizá haya quien no, y ya lo adviertes en tu libro. ¿Qué respuesta has tenido de otros padres?
–En general creen que digo lo que muchos pensamos, pero también muchos de esos muchos no ven las cosas como yo, y están en su derecho y les respeto.
–Vosotros lograsteis llenar de color el mundo de Cris. He visto que también lo habéis hecho en El Despertar, la residencia que habéis construido junto con otros padres. Cómo sigue avanzando vuestro proyecto?
–Pues como todas estas cosas: de milagro. Las ayudas son insuficientes, las leyes no se cumplen y la crisis nos ha golpeado mucho. Pero es lo que hay, y seguimos levantando la voz por los nuestros.
–¿Crees que la imagen que la sociedad tiene de la discapacidad está muy edulcorada?
–No es que es esté edulcorada, pero no se puede hablar de discapacidad, así en general. La vida ha hecho que nuestro centro acoja al último peldaño de la parálisis cerebral, la más severa, la más dura, la que no puede ni tener talleres ni integración posible, la que muchos –llenos de buena voluntad– no pueden ver porque se les encoge el corazón. De ellos no se sabe nada, no salen en los medios.
–Hace 18 años le dedicaste a Cris el libro de poemas Un blanco deslumbramiento. Palabras para Cris. ¿Te fue más sencillo expresarse a través del verso, o lo ha sido ahora con la prosa?
–No hay diferencias; en ninguno de los dos casos pensaba escribir un libro, y lo mismo que el primero salió él solo en verso, este ha salido en prosa.
–¿Vas a seguir escribiendo el diario?
–No, no; ya he dicho lo que tenía que decir y el libro termina sin punto final. Es todo.
Estimado Andrés, nos iremos de aquí sin entender nada, o casi nada. No habrá respuestas, porque a lo mejor tampoco sabemos hacernos las preguntas. Las adecuadas. Pero quedará la belleza de algún momento, o de muchos momentos. Como tú dices, “impregnados de sensaciones –buenas, malas– que habremos sabido procesar, como hace Cris a su manera, distinta a la nuestra”.
Decía Semprún que si los novelistas, o los poetas, no se apropiaban de la memoria, ¿cómo iba a continuar? Tú eres una de esas personas que han contribuido a perpetuar la memoria, pues gracias a ti el chico que te enseñó a llorar siempre va a existir. Deseo que celebréis con Cris ese 40 aniversario, y que, aquí y ahora, el canto de su risa gane la partida al silencio.
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