Ulrich Schmidel vivía pegado a su arcabuz desde que puso un pie en América. En la cubierta del barco que le asignaron, tenía la orden de vigilar las orillas del río que surcaba e informar en cuanto avistara a algún indio. Lo que el mando de la expedición parecía no haber comprendido aún es que los indios no se veían a menos que ellos se dejaran ver. Y no era este un buen momento para contactar con ellos. No solo desaparecían en los bosques, sino que antes de marcharse quemaban todos sus alimentos y cosechas. Schmidel se moría de hambre. Formaba parte de una flotilla de cuatro bergantines y tres bajeles que transportaban a trescientos cincuenta hombres armados con arcabuces y ballestas. Iban sobrados de panoplia para rendir a toda nación india que se cruzasen por el camino, pero apenas comían cincuenta gramos de bizcocho al día por cabeza. La mitad de la expedición murió de hambre. Schmidel sobrevivió para contarlo.
El bávaro Ulrich Schmidel (1510-1579) fue uno de ellos. Formaba parte de los ciento cincuenta arcabuceros flamencos, neerlandeses y alemanes mercenarios que se embarcaron en 1535 bajo el mando del adelantado Pedro de Mendoza, quien, con catorce barcos y unas dos mil personas, partió desde España con el objetivo de colonizar el Río de la Plata. El 2 de febrero de 1536 fundaron Buenos Aires. Allí vivieron de los alimentos que recibían de los indios querandí. En cuanto se interrumpió el suministro, siguió la dinámica repetida a lo largo y ancho del continente americano por todas las naciones y expediciones colonizadoras: intentos de acuerdos con nativos, ruptura de esos acuerdos, ataques, represión y explotación de los recursos (los propios nativos contaban como recursos).
Al igual que otras muchas fundaciones coloniales, en Buenos Aires el hambre hizo estragos. Schmidel y todos los que iban con él tuvieron que alimentarse de ratas, víboras, raíces, suelas de zapato y también se comieron algún que otro caballo, lo cual estaba prohibido. Tres hombres fueron ahorcados por comerse uno. Esa misma noche, varios camaradas cortaron partes de los cuerpos colgados y se las comieron.
Mendoza organizó una flotilla para remontar el río Paraná en busca de nativos que les diesen comida. Esta situación se repitió en muchas ocasiones y sus historias de horror viajaron de vuelta a Europa en boca de los supervivientes. ¿Por qué no dejaron de salir barcos de España cargados de hombres y mujeres rumbo a América? La respuesta y un puñado más de historias como la de Schmidel es lo que reúne el historiador Antonio Espino en Exploradores del Nuevo Mundo (Arpa), un libro con el que uno aprende sobre “naufragios, codicia, canibalismo, oro y miseria, héroes y traidores… La extraordinaria aventura del descubrimiento de América”. Y digo bien: uno aprende. Porque Espino dedica el primer tercio del libro a desglosar la teoría de la exploración, la mentalidad de la época y los recursos que explican el porqué de uno de los procesos más fascinantes de la historia de la humanidad. Es justo el contenido que el lector no experto en la materia necesita para que las historias de Schmidel y tantos otros exploradores puedan calificarse de aventuras sin caer en una frivolidad y extraer todo el jugo de lo que vivieron los europeos en el Nuevo Mundo y su impacto en él.
¿Qué tipo de barco se utilizó en los descubrimientos? ¿Cómo era la vida a bordo? ¿Qué requisitos debía cumplir una hueste de europeos para adentrarse en América? ¿Cómo enfrentarse al mayor peligro del Nuevo Mundo? No, no eran los indígenas, fue el propio medio: su clima, sus enfermedades, la escasez de alimentos. ¿Alguien conoce un libro sobre las dificultades de comunicación entre europeos e indígenas y cuantísimas operaciones mal organizadas se hicieron en consonancia? Que lo deje en los comentarios, por favor. Mientras, la base del cómo y porqué navegar a América en los siglos XVI y XVII te la explica Antonio Espino de la mano de los propios exploradores del Nuevo Mundo.
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Autor: Antonio Espino. Título: Exploradores del Nuevo Mundo. Editorial: Arpa. Venta: Todos tus libros.
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