El gran problema de la última temporada de The Crown era que todos los espectadores no solo conocían las andanzas de Lady Di y Dodi Al Fayet, sino que las conocían demasiado. Los fans de los años de plomo italianos conocen de sobra el secuestro y el asesinato de Aldo Moro, la red Gladio, la malévola ambigüedad de Andreotti, la Logia P2 y su implicación con la muerte de Juan Pablo I, el atentado de la estación de Bolonia y los vínculos de las Brigadas Rojas con el establishment. Incluso el secuestro del nieto de John Paul Getty y el corte de su oreja han merecido series y películas. Marco Bellocchio, viejo zorro, sabe que sus espectadores no quieren escuchar u oír lo mismo de siempre. Los espectadores italianos lo tienen más que trillado porque forma parte de su leyenda y los europeos porque, quienes se interesen por un producto tan artsy, han leído y visto decenas de libros y producciones que tratan el tema, entre otras la tercera parte de El Padrino. Por eso Bellocchio, sin postergar la Historia, se centra en el conflicto íntimo de unos personajes que oscilan entre sus intereses políticos, y sus sentimientos y obligaciones personales. El tema es una de sus obsesiones favoritas, y ya lo narró en la película Buenos días, noche, premiada en el Festival de Venecia.
Y es en esa contradicción donde se centra Bellocchio porque todos tienen corazón en Exterior Noche, incluso lo tiene Andreotti, el eterno villano. Entre ellos destacan el ministro del interior, Francesco Cossiga, que llegará hasta presidente de la república y, por supuesto, Pablo VI. Pero son políticos italianos, y su mano izquierda y su mano derecha pueden tocar distintas melodías, como haría un consumado pianista. Ejemplo claro es ese Papa, amigo íntimo del secuestrado, que reúne una suma ingente, millonaria, para el rescate, pero termina esquivando la negociación, al mismo tiempo que la fomenta. Incluso dudan los comunistas, que ven como los más radicales, representados por las Brigadas Rojas, pueden tomar el mando de la oposición. Unas Brigadas Rojas que representaban, junto con la Baader Meinhoff y otros movimientos de la época, un tipo de terrorismo afortunadamente olvidado y definitivamente burgués, hijo del 68, ajeno al obrero y sus deseos o circunstancias, a quienes decían representar cuando Italia vivía los mejores años de su Historia con mayúsculas. Ya escribió Pasolini que los obreros estaban entre los policías, no entre los manifestantes.
En un alarde de libertad narrativa, Bellocchio se atreve al principio y al final de la serie a especular una liberación y a mostrar a un Aldo Moro lleno de ira y decepción, capaz de dinamitar el sistema. Sin duda su muerte convenía a todos.
No es una serie especialmente conspirativa, pese a la aparición de un misterioso agente de la CIA que entorpece cualquier negociación con el pretexto de ayudarla. Además de que Italia, como afirman en Il Divo de Sorrentino, es el único país en el que las conspiraciones son reales, los estadounidenses eran omnipotentes en aquellos tiempos. Recordemos su ambigüedad frente al atentado a Carrero Blanco. Tal vez uno de los pocos errores de la serie sea la canonización de Moro, porque si estaba rodeado de tales víboras y llegó tan alto, tan santo no sería. Le faltan matices, aunque se intuye cierto carácter obsesivo en su fijación por la higiene. Andreotti es demasiado Andreotti, con su maquiavelismo extremo, su utilización magistral del mal para conseguir el bien (su bien) y su pose de cardenal renacentista. Es de agradecer que no pronuncie sus típicas y archisabidas sentencias. En lo que sí coinciden todos los protagonistas es en su arquetipo. Son políticos antiguos, hombres de mediana edad, profesores, serios, siempre con traje oscuro, ajenos a los focos, con poco don de gentes. Ambiguos, pero también cultos y con sentido del estado. ¿No es mejor tener al mando a un hipócrita que a un incompetente? A veces cae en el estereotipo, por ejemplo cuando retrata a la terrorista y sus contradicciones. Su doble vida como madre y trabajadora integrada, y como brigadista está bien trazada pero sus sentimientos son demasiado previsibles. Sin embargo el retrato de la esposa, de Francesco Cossiga y, sobre todo, de Pablo VI, son espléndidos.
Después de un prólogo dedicado a la perspectiva del propio Moro y a los previos al secuestro, adopta la perspectiva de cada uno de los protagonistas. Utiliza, por lo tanto, un mismo narrador, pero distintos puntos de vista, que avanzan de manera lineal, solapándose solo cuando es necesario. Consigue una mirada panorámica, casi operística por su humanidad y tragedia, pero relativamente sobria. No necesita subrayar la gravedad de lo que cuenta, ni adornarlo con sentencias neomaquiavélicas. La fotografía es muy de los 70, muy contrastada, digna del Vittorio Storaro que sirvió a Bertolucci, y remite al cine político italiano, capitaneado por el propio Bellocchio y por otros grandes, como Francesco Rosi, mencionado en la serie, o Gillo Pontecorvo, cuya Batalla de Argel es la joya indiscutible del género. Parece que va a aparecer Gian Maria Volonté en cualquier momento. La ambientación es perfecta y los actores no son impecables, sino sobrenaturales. Destaca, como siempre, Toni Servillo como Pablo VI, y sobre todo, Fausto Russo Alessi como el dubitativo y atormentado Cossiga, quien representa al espectador, torturado por las tensiones que le llevan de un lado a otro, por la imposibilidad de conseguir una solución coherente, digna al mismo tiempo para el ser humano y para el político.
¿Fue tan importante el secuestro y asesinato de Aldo Moro o se magnifica, como ocurre en tantas narraciones históricas? Es imposible saberlo.
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