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Extraña vecindad, de Lourdes de Orduña

Extraña vecindad, de Lourdes de Orduña

Mickel es un joven informático neoyorquino, brillante en su profesión, bien situado dentro de la vida social y con un prometedor futuro en el que le esperan grandes retos. Pero ¿es eso lo que de verdad quiere Mickel? ¿La prioridad de su ambición personal concuerda con lo que se espera de su camino hacia el éxito? Extraña Vecindad se desarrolla entre Manhattan y Brooklyn, donde se irá descubriendo cuál es el deseo de este joven emprendedor, dispuesto a luchar por sus anhelos, y qué va sucediendo desde que piensa en un posible giro en su vida.

A continuación reproducimos el primer capítulo de la novela de Lourdes de Orduña.

*****

Miré al cielo y pensé: noche de vampiros, de lobos, y ahí comenzó todo… Fue en verano, recuerdo el calor del mes de julio en Manhattan, concretamente ese día había llegado a cotas casi asfixiantes, y yo, después de una jornada agotadora de trabajo, salí por la noche a dar una vuelta, con la sana intención de tomar algo ligero y fresco, quizás una ensalada o una crema fría, y hacer un poco de tiempo antes de retirarme definitivamente a descansar.

El calor siempre ha influido en mi estado de ánimo de una forma especial, y mi carácter se suele transformar en irascible, inquieto e insatisfecho. Ese día, desde luego, me llegó a afectar de tal modo que, mientras me encaminaba hasta el restaurante donde pensaba cenar en Brooklyn, y mientras soportaba el calor paseando sin excesiva prisa a la espera de que refrescase un poco, sin ningún éxito por cierto, me dio por pensar que estaba harto, que necesitaba un radical cambio en mi vida… No es que tuviese mucho trabajo o que me sintiera infeliz, era para mí algo peor, llevaba demasiado tiempo haciendo lo mismo de una forma rutinaria sin mayor perspectiva que el de ganar mucho dinero. Siendo joven como era y soltero, no me cabía duda de que estaba en una posición favorable para poder permitirme aún algunas licencias, después de todo, no tenía todavía a nadie que dependiese directamente de mí, que me pudiese imponer de alguna manera el tipo de vida y el tipo de trabajo que debería hacer. Soy informático, número uno de mi promoción; llevo ejerciendo algún tiempo y con mucho éxito profesionalmente. Estoy seguro de que nadie tiene dudas a ese respecto, pero yo…, en fin, eso pensaba mientras me iba acercando lentamente hacia el sitio elegido, que por cierto, estaba bastante alejado de mi casa, situada en el centro de Manhattan.

Estaba tan cansado que andaba como un autómata, pero aún cansado, la cabeza no dejaba de darme vueltas sobre la idea de un cambio en mi vida.

"Ese era el panorama, realmente encantador; era lo que me faltaba. Me acerqué hasta la barra, que también se veía llena, y logré hacerme un hueco"

Llevaba las manos en los bolsillos de un pantalón bermudas de hilo y un niqui ligero de algodón, pero iba empapado en sudor, malhumorado. Ya no podía más. Aligeré el paso lo que pude ya casi al final de mi meta y, por fin, llegué al restaurante.

Al entrar en él, después de atravesar el puente y todo el centro de la ciudad, me di cuenta de que el restaurante que había elegido tenía estropeado el aire acondicionado y además estaba atestado de gente. Como consecuencia, debía esperar un buen rato para que me diesen una mesa si pretendía cenar tranquilamente.

Ese era el panorama, realmente encantador; era lo que me faltaba. Me acerqué hasta la barra, que también se veía llena, y logré hacerme un hueco. Pedí una cerveza fría y me apoyé a esperar; después pedí otra, y otra… Noté que me refrescaba un poco, pero casi inmediatamente, el calor del restaurante atiborrado de personas hablando en alto, palabras que llegaban a mis oídos de manera inconexa y de fondo insustancial, disparó mi irascibilidad, y la poca paciencia que me quedaba llegó a su fin. Tuve ganas de gritar, de echar a todo el mundo de allí, pero, antes de que pensaran que me había vuelto loco, cosa que no descarto de haber seguido ahí más tiempo, decidí salir enseguida e irme sin cenar; pagué las cervezas que me había tomado en ese rato y salí a la calle.

Al salir, percibí que la temperatura había bajado algún grado y que se levantaba un ligero y agradable viento. Respiré hondo y anduve un momento con la intención de parar un taxi, no estaba dispuesto encima a volver a pie, ya era suficiente por esa jornada…, pero no era suficiente, pues, durante un rato largo tuve que seguir andando.

La noche, que ya estaba más fresca, sin embargo, tenía algo de enigmática, de espesa, de fantasmal, y yo, dejándome llevar por esa sensación, comencé a fijarme en algunos edificios que iban apareciendo en mi camino. En un momento dado, clavé la mirada en uno que atrajo mi interés. Crucé de acera para verlo con mejor perspectiva. Ese edificio tenía un halo a su alrededor, algo que llamó poderosamente mi curiosidad, algo que me hizo abstraerme de todo el entorno para acaparar toda mi atención. Era como si sus muros guardasen algún secreto recóndito desde mucho tiempo atrás y quisiera que yo lo averiguase, como si necesitara de mí para descifrar su enigma, o como si yo presintiera que en ese edificio fuese a ocurrir un hecho que yo debería averiguar…

"Me encontraba sudando, cansado en extremo, realmente hecho una piltrafa. Apenas tenía fuerzas para llegar al portal y menos para subir hasta el décimo piso"

Me recreé un rato en mirar su fachada. Estaba oscuro, pero podía darme cuenta de que su estilo era anglo-italiano, que sus paredes estaban viejas y sucias, que no parecía tener más de cuatro o cinco plantas, y que encima de él había unas mansardas que parecían esconder unas buhardillas. La creí abandonada, y de pronto alguien encendió una luz desde dentro a la altura del tercer piso. Fue entonces cuando pude fijarme con mayor precisión y vi que, a la altura de la calle y al lado del portón de madera de entrada al inmueble, había sendas tiendas cerradas con unos cierres ciegos y metálicos, y que, encima de ellos, en lo que se suponía una cornisa, se veían también sendos carteles que anunciaban los negocios que dentro de esos locales se escondían. A la izquierda, el cartel rezaba GROCERIES (ultramarinos), y a la derecha del portón, el otro negocio tenía el letrero de FLORIST (floristería); además, en la tienda de ultramarinos había un segundo cartel más pequeño que anunciaba «Se necesita chico dependiente y recadero». En un gesto más de atención, me di cuenta de que una de las letras de la palabra GROCERIES estaba suelta, y otra, concretamente una E, no existía. Me pareció raro no haberme dado cuenta antes, pues tuve la impresión de haberla leído la primera vez, pareciéndome que estaba correcto, pero estaba tan cansado… Después, pude ver, al levantar de nuevo la vista hacia el tejado, que un último cartel escrito sobre algo que parecía un soporte de chapa tenía escrito con letras grandes SE VENDE. Otra vez me dije que mi despiste no podía ser por otra razón que por el cansancio acumulado, pues, cuando estaba mirando las mansardas, hubiese jurado que entonces no estaba allí. Luego se encendieron algunas luces más y comprendí que, aunque viejo, estaba habitado por completo. ¿Pero por qué, entonces, el cartel de se vende? Todavía me interesó más.

Cuando empezaba a volver de mi abstracción y mi vista se deslizaba por otros edificios colindantes, vi que se acercaba un coche rápido hacia donde yo estaba. Me di cuenta de que por fin era un taxi libre y bajé la calzada para que me viese al tiempo que le gritaba: ¡TAXI! ¡TAXI! Paró en seco, casi encima de mí. Luego, creo recordar que fue así: entré en el coche, le di las buenas noches de cortesía al conductor y la dirección de mi apartamento, y no volví a abrir la boca hasta el final del trayecto. Pregunté qué le debía y le pagué con un billete que no recuerdo de qué cantidad era. Le dije que se quedara con el cambio. Oí un «gracias, señor», como muy lejano, y salí del coche trastabillando. Me encontraba sudando, cansado en extremo, realmente hecho una piltrafa. Apenas tenía fuerzas para llegar al portal y menos para subir hasta el décimo piso. Rogué porque funcionase el ascensor. Afortunadamente así era. Aunque tardó un poco en bajar hasta el portal, deduje, con las pocas luces que me quedaban, que debía venir desde el último piso. Por fin apareció delante de mí en unos segundos.

No sé la hora que sería cuando llegué a mi apartamento, pero lo hice como si entrara en el cielo. Abrí las ventanas y encendí el aire acondicionado, todo de manera incoherente, sin cabeza, como un autómata. Después, me desnudé casi sin saber dónde iba dejando la ropa. Abrí la ducha, me metí dentro y este fue el único gesto del día que me devolvió el sosiego. Casi sin secarme, desnudo, me dejé caer sobre la cama, pero ya había decidido dar un vuelco a mi vida.

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Autor: Lourdes de Orduña. TítuloExtraña vecindadEditorial: Círculo Rojo.  

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