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Un extraño en el paraíso, rememorando a Enrique Urquijo

Un extraño en el paraíso, rememorando a Enrique Urquijo

1.- El número 23 de la calle Espíritu Santo

 

                                                           Turista en mi país, amor de contrabando.

                                                           Extraño en mi ciudad, un náufrago en mi barrio.

                                                           Porque aún no he podido saber qué voy buscando.

                                                           (Buscando, 1991)

 

                                                           Estoy buscando y no encuentro mi lugar,

                                                           ni tampoco una salida…

                                                           (He perdido el tiempo, 1993)

La puerta está pintada de un verde pálido, aunque de noche apenas se ve. A la luz de la farola más cercana se pueden leer tres o cuatro mensajes escritos a rotulador: “Te recordaremos”, “He muerto y he resucitado”. No son muchos. Tampoco hay flores. Ni ningún tipo de recordatorio. En cambio hay, a uno y otro lado del portal, dos cubos de basura: ¿estarían allí la noche en la que Enrique Urquijo se murió en este portal? Es probable que sí, y eso me ha entristecido. Me lo imagino parando, tiritando de frío, en pleno bajón, después de uno de esos periodos suyos en los que desaparecía de casa, dos o tres noches, y luego volvía hecho una pena. Esta vez no volvió. Murió como había vivido, desamparado, perdido, siendo un extraño en el paraíso de su propio éxito.

"Malasaña ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Se ha fuencarralizado —murmura Enrique."

A mi alrededor repiquetea la lluvia, golpea sobre la acera. Es una noche de abril y llueve. La gente pasa cerca con paraguas o con el cuello de la chupa subido. Hay menos gente por esta calle del Espíritu Santo, en pleno barrio de Malasaña, que de costumbre. Y llueve, sí. Llueve sobre Madrid como llueve en muchas de las canciones, tiernas y llenas de derrotismo, de Los Secretos. Y yo, parado delante del portal número 23, rememoro esa noche de noviembre del año 99, cuando se le encontró muerto. A mí me chocó leerlo en la prensa. Chocaba, su muerte, por lo cruda y solitaria. Murió como nadie debería morir: solo como un perro, lejos de quienes lo querían.

—Fue un momento desagradable, sí. Hacía mucho frío ese día.

Me  vuelvo sorprendido y lo veo ahí, apoyado de espaldas contra el muro. Lleva cazadora de cuero y la melena larga inconfundible le tapa esos rasgos tan vascos de los Urquijo: la cabeza grande, la frente alta, las cejas espesas, los labios gruesos y —lo más característico— unos ojos abiertos, oscuros, que te miran casi con pasmo, como sorprendido de encontrar a nadie al otro lado del escenario. Todo pronunciado por las sombras que proyecta la farola y le dan un aspecto ciertamente fantasmal. La lumbre del pitillo se ilumina. El humo escapa, emborronando su cara.

—Mucho frío, sí –musita, casi para sí.

Frío. Manolo Tena con Álvaro Urquijo

Frío. Así se titula una de sus canciones. “Grito los nombres, nadie responde/, perdí el camino de vuelta al hogar”. Es difícil, con versos así, no acordarse de su muerte. “Estoy ardiendo y siento frío. El frío que no quiero contagiarle a los demás”. Es difícil no encontrar en ellos algo premonitorio.

—El frío —repite, como si estuviera leyéndome el pensamiento.

—Esa canción la escribiste con Manolo Tena —digo, amarrando la ocasión. Es raro poder tener a Enrique tan cerca. Es todo un privilegio que no quiero desaprovechar, y menos visto que la revista Zenda me ha encargado escribir sobre él.

—Manolo era un gran tipo.

—¿Sabes que murió el año pasado?

—Sí.

—Lo publicó la prensa.

—No me enteré por la prensa.

—¿Y cómo lo sabías?

—Porque Manolo me dejaba siempre una copa en los garitos que frecuentaba. Pedía una para mí y otra para Antonio Flores… Desde hace un tiempo, ha dejado de aparecer esa copa –dice Enrique, terminándose el cigarrillo. Sin más, se empieza a alejar, calle arriba, hacia la plaza.

¿Te importa si te acompaño?

—No.

—¿Y te puedo hacer una entrevista para Zenda?

—¿Tú crees que todavía intereso?

—Los suicidas y los desesperados siempre interesan. Sois la crema del rocanrol. ¿Por qué te sonríes?

—Por nada, porque a Los Secretos siempre nos consideraron los blanditos de nuestra época. Y ya ves ahora, nos han hecho un santoral…

—Espera un momento, Enrique. ¿Dónde vas?

—Me dedico a patear las calles, a callejear por Malasaña, en espera de que arriba o abajo decidan si admitirme o no de una vez en el santoral de la música patria.

Vagabundear sin dirección, sin saber hacia dónde. Con el cantante de Los Secretos no podía ser de otra manera. Pero no es eso lo que me extraña.

—Yo pensaba que ya estabas más que aceptado en el templo de las estrellas de la música española.

—Ojalá. Para estas cosas siempre hay cola. Uno se tira la vida esperando, y resulta que muerto también hay que esperar…-dice, casi con mal humor. Yo asiento con prudencia. Sé que a Enrique no hay que hostigarlo, y camino a su lado en silencio. Nuestros pasos se confunden con el repiqueteo de la lluvia sobre el asfalto. Vamos dejando atrás bares, pequeños restaurantes, mucha tienda moderna.

Malasaña ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Se ha “fuencarralizado” –murmura Enrique. Vamos por la Corredera Alta de San Pablo-. En mis años había menos Erasmus y más gente de verdad. Más músicos. Manolo Tena mantenía su piso por aquí. Nos veíamos a menudo. Era un buen tipo, Manolo –dice, parando a la puerta de un local-. Venga, pasa.

—¿Aquí es donde quieres hablar? Pero si este es el Penta, Enrique.

—Te he dicho que pases.

Pero a tu lado. Los Secretos.

2.- En el Penta

Un día cualquiera no sabes qué hora es,

Te acuestas a mi lado sin saber por qué.

Las calles mojadas te han visto crecer

Y con tu corazón estás llorando otra vez…

(La chica de ayer, Nacha Pop)

Estamos en el interior del Penta, calle de la Palma. Aquí solía venir, por supuesto, Antonio Vega. Desde su muerte, se ha convertido en otro lugar de culto ochentero. Hay fotos de los Nacha Pop por doquier, y una, encima de la puerta, del propio Antonio. Al ser lunes, hay poca gente. Un puñado de Erasmus y el camarero, que al ver instalarse en la esquina a Enrique, le sirve, sin más, una primera copa.

—Aquí todavía se acuerdan de mí. Míralo. En cuanto me ve, es de los pocos que comprende que aún me gusta escuchar música. ¿Ves lo que suena? El Déjame. Ese cabrón no se da cuenta de que me está torturando.

"La poesía, para mí, se lleva dentro. Es la emoción que nutre las palabras. En ese sentido, yo he sido más poeta que ellos."

El Déjame fue prácticamente el primer single que sacaron Los Secretos. El tema ya aparecía en el EP del 79, y luego también en su primer LP. A fecha de hoy es la canción más representativa del grupo, el de la primera formación, con Pedro Antonio Díaz como batería. Es quién sale en la foto en blanco y negro del disco. Al estar un poco separado de los tres Urquijo (Javier, Enrique, Álvaro) y al ser estos tan parecidos físicamente, el batería pelirrojo, con su chaqueta blanca y sus sempiternas gafas de sol (las llevaba en todas las actuaciones), tiene más protagonismo en la imagen que Enrique. Era una personalidad exuberante, cantaba y componía, y quién sabe si de no haber muerto en otro accidente en el año 84 (los Secretos tuvieron la maldición del batería) no habría eclipsado al tímido Enrique. Su desaparición obligó a los hermanos Urquijo a dar un paso al frente.

—Ah, esto es insoportable —musita Enrique, escuchando los acordes de su canción más celebrada—. Años y años trabajando, componiendo, creando buenas canciones, todo tipo de canciones, para que al final lo que quede en la memoria colectiva sea eso, el primer single que publicamos. Tiene algo de irónico, como tantas cosas en mi vida.

—Pues a mí me gusta.

—A mí también, pero es limitado. No tiene la profundidad de los temas de Adiós tristeza, por ejemplo, que fue bastante mejor álbum.

Ese fue el disco que los consagró. Un gran disco, es posible que el mejor de Los Secretos. La crítica especializada también está de acuerdo. En un listado de los mejores discos del pop español lo colocaron en el número 27. Se enriqueció con la colaboración de Sabina y Manolo Tena. Eso dio más relieve a las letras y les permitió dar un salto cualitativo.

—Es que yo y mi hermano Álvaro siempre fuimos muy prosaicos. Ellos siempre fueron mejores con las palabras que nosotros.

—¿Mejores poetas?

—No he dicho eso. He dicho mejores con las palabras. La poesía, para mí, se lleva dentro. Es la emoción que nutre las palabras. En ese sentido, yo he sido más poeta que ellos. Yo siempre estuve muy metido en todas mis canciones.

—Yo creo que eso todo el mundo te lo concede, Enrique. Sigues siendo el ejemplo del artista con sensibilidad a flor de piel, de una vulnerabilidad absoluta. Dicen que cantabas como si estuviera a punto de morir al día siguiente. Una especie de quejío en clave menor, por decirlo así, en clave pop, pero que en tus mejores momentos conseguías ese desgarro que se palpa, por ejemplo, en Kurt Cobain. Sé que la comparación es extraña, pero para mí hay algo en el timbre de voz, en esa ronquedad entrañable y rasposa, que se parece.

—Sigue, me interesa.

—Solo eso, que, salvando todas las distancias entre la música de vuestras respectivas bandas, en cuanto a la voz puramente en sí, tenías esa misma capacidad de transmitir emoción en estado bruto que Cobain. Eso siempre lo dijeron tus productores. Que Álvaro cantaba mejor técnicamente, pero no transmitía lo que tú.

Enrique parece que entre eso y el alcohol se empieza a animar. Siento que a lo mejor consigo sacarle la entrevista.

—Gracias, tío, porque eso es lo que he querido sacar de la música. Esa emoción desgarrada, epidérmica. Que al oírme sintieran la tremenda frialdad de la vida. Dicen que mis letras tienen una tristeza contagiosa, pero es que eso es lo que tienen las canciones que siempre he admirado. Si lo mío es triste, ¿qué se puede decir de Leonard Cohen o de la música mejicana?  Pero entonces, ¿por qué ha quedado solo esto? —dice, irritándose. Sigue sonando los últimos acordes desenfadados de Déjame—. ¿Por qué esto y tan poco de lo demás, que es mucho mejor?

—Porque es una canción de pop perfecta.

—Tienes razón. Eso también lo quisimos hacer Los Secretos. Buenas canciones de pop.

Déjame. Los Secretos.

3.- El pop y Sabina

—Mi opinión es que el pop tan limpio de esas primeras canciones parece que encauza la emoción, la limita, obliga al intérprete a controlarse, y favorece la canción. Yo recuerdo, Enrique, haberte visto alguna vez en algún garito más tarde, cuando ya cantabas sin guitarra ni bajo, enclaustrado en la emoción, con el público rendido, y aquello se convertía en una especie de misa contigo oficiando de sacerdote. Para entonces (te hablo de a principios de los noventa) tú ya eras un mito para mucha gente. Venían respetuosamente a adorarte. Es lo que pasó también con Vega —digo, señalando una foto—. Y hasta con Tena. Solo que Tena tardó más en conseguirlo.

—Sí, Manolo tardó más en conseguirlo, pero también lo alcanzó con Sangre española. Pero termina con tu idea —me dice Enrique, que ahora me escucha con atención.

—Solo eso. Mi impresión es que en esos conciertos, cuando la gente venía a venerarte, parecía que la música era casi comparsa, que sobraba. Te preciabas de ralentizarlo todo para expresar al máximo lo que tenías que expresar.

—Es posible. Pero no hay que olvidar que el rock y el country o las rancheras, que es lo que a mí me iba, son, por naturaleza, dramáticos. Todo está en la expresión.

—El rock y el country o las rancheras, sí. Pero no el pop.

"Muchas veces, de madrugada, igual me presentaba en el piso que Joaquín tiene en Tirso de Molina. En ese loft, con el confesionario, nos poníamos unas copas y más cosas…."

Enrique Urquijo me mira, se termina la cerveza, pide otra, y sencillamente no contesta. Su laconismo me hace temer lo peor. Siempre fue difícil tratar con él, y con la muerte no parece haber cambiado. Me siento tentado de hablar de los desamores de su vida, pero sé que si lo hago se me cerrará como una ostra, de modo que, aprovechando que suena Joaquín Sabina, (“Lo nuestro duró/lo que duran dos peces de hielo/ en un whisky on the rocks…”) y que Enrique empieza a tararearlo por lo bajinis, contagiándose de la atmósfera, le pregunto por el de Úbeda.

—Un gran amigo —dice—. Y ha triunfado más que ningún otro, y lo sigue haciendo. Como cantautor, por supuesto. Mira Serrat. Suena cada vez más viejuno. A lo mejor porque sus orquestaciones, con muchos violines y así, han quedado desfasadas. Joaquín es mejor músico. O, por lo menos, suena más contemporáneo, más roquero. Y ya no es solo que haya sorpassado a Serrat. Es que hasta aquí, en pleno templo de la Movida, de lo que fue la modernidad, se le pincha. Y con razón. Tiene mucho talento.

—¿Cómo era vuestra relación?

—Ya te imaginas. Bebíamos mucho juntos. Eso cuando salíamos. Si te acercas a los bares de la época y le preguntas a sus dueños quienes iban por allí, te dirán fulano, mengano, zutano, Sabina y Enrique. Si vas al que cerraba a las cuatro, a lo mejor dicen lo mismo. Pero llegas al Lady Pepa, y ahí ya nos quedábamos solos Joaquín y yo. Muchas veces, de madrugada, igual me presentaba en el piso que tiene en Tirso de Molina. En ese loft, con el confesionario, nos poníamos unas copas y más cosas…

—¿Y lo de aquella canción que escribisteis a medias, Ojos de gata, cómo fue?

—¿Qué quieres, la versión oficial o la realidad?

—Lo que prefieras contar.

—La versión oficial es que la compusimos a medias y que cada cual la terminó por su lado. La realidad es que yo andaba falto de material para terminar mi disco y se la pedí. Y quedó muy bien. A mí me gusta más mi versión, desde luego. ¿A ti?

—Son muy diferentes. Sabina se lleva el gato al agua. Se acuesta con la camarera. En tu versión, en cambio, acabas ofendiendo a la chica porque, al haber bebido tanto, la utilizas como almohada. Y termina con una de tus declaraciones más significativas: “Y cómo explicarle/ que me vuelvo vulgar/ al bajarme de cada escenario”.

—Es que es verdad. Es algo que también cantaba en Algo más, nuestro tercer elepé: “Cuando las luces se apagan y el concierto terminó/, y la música se acaba, entonces vuelvo a ser yo”. Es mi drama, y el drama de cualquier artista. Que uno nunca está a la altura de las expectativas de sus admiradores. Los mitos necesitan distancia. A quienes se acercan demasiado, los decepcionamos… Y por eso, supongo —tantea, antes de continuar—, por eso supongo que huimos tanto de los fans y nos mostramos tan ariscos. Las estrellas tenemos miedo de decepcionar. A mí, por lo menos, ese miedo me acompañó siempre… No –dice tajantemente, viendo que una chica rubia inglesa se acerca a brindar con él, vaso en alto: Cheers”-. Venga —dice terminando la copa—, vamos a tomar algo enfrente.

—¿Seguro? Es el Madrid Me Mata.

Por eso mismo. Me hace gracia. Vamos.

Ojos de gata. Los Secretos.

4.- Madrid me mata

Cerrar todos los bares que hay en Madrid,
porque es la única manera de que ella vuelva a mí…

(Cerrar los bares, 1986)

Nos hemos metido en el Madrid Me Mata. Mientras nos apalancamos en la barra, mi vista pasa de los pósteres de los Ramones a una nota de Alaska debajo de un clavo con tachuelas (“Este guante me lo fabriqué yo y lo llevaba en la época de Los Pegamoides. Un beso desde 1982”) y un póster de Los Secretos, que Enrique me indica discretamente, vagamente satisfecho, después de haber pedido más copas. Luego, mira con algo de disgusto un vídeo en el que se ve a los Radio Futura originarios, con Herminio Molero a los teclados. Cantan “Enamorados de la moda juvenil…”. En el vídeo se superpone la imagen del grupo en un escenario, a la Puerta del Sol. El Madrid de la época parece muy lejano y provinciano. Santiago Segura y Javier Pérez Grueso se contonean de manera paródica.

—Antes has dicho que te consideraban blandito.

—Eso fue al principio, cuando se empezó a catalogarnos entre modernos y duros, los estrafalarios en lo estético, los Kaka De Luxe y los Enrique Sierra, por ejemplo –dice, e indica hacia Javier Pérez Grueso que, con pantalón blanco y camisa amarilla, canta en el videoclip-, y los blanditos o babosos, que era la palabra que empleaban para referirse a nosotros. No puedes saber cómo nos molestaba, pero especialmente a mí. Alguna de las canciones de nuestro segundo elepé eran una respuesta a ello… El propio título, Todo sigue igual, supongo que también tenía que ver. Tiene gracia que nos llamaran blanditos a nosotros, cuando Los Secretos somos de los grupos que más mártires hemos aportado.

—Curiosamente, el concierto-homenaje a Canito, vuestro batería cuando todavía erais Tos, que falleció en un accidente de tráfico en la sierra, fue el arranque de lo que se considera la Nueva Ola madrileña, la Movida. Estuvisteis en la base de un movimiento que luego continuó sin vosotros. Da la impresión de que os dejaron de lado.

—Es que fue así. Álvaro considera que fue porque fuimos los primeros que fichamos por una gran discográfica. Tuvimos éxito muy pronto. Y se nos marginó, se nos consideró unos vendidos… La tontería de siempre. Abajo hay un popurrí con collages de conciertos de la época, si te interesa… Lo de Canito fue muy duro para nosotros. Lo atropellaron en la Nacional VI. Murió unos días después… Cuando lo supe, yo me tiré una semana llorando…Siempre he soportado mal el sufrimiento. Fue el primer amigo que perdía.

—Y luego, en el 84, ocurrió lo de Pedro Antonio Díaz, el pelirrojo. Otro accidente de tráfico.

—Sí, Pedro. Un buen fichaje. Estuvo con nosotros durante nuestros primeros tres años como Los Secretos. Aportó mucho… Ya sabes que, además de la batería, cantaba y componía.

—Él fue, también, quien dicen que os metió en ambiente… Con las drogas, me refiero.

—Pedro venía de otros mundos. Se movía con otra gente. Él fue quien primero nos invitó a probar la heroína… Era lo que se llevaba en la época. Y yo…, pues yo tenía personalidad de adicto. A mí me gustó, y disfruté… No voy a decir lo contrario. Aquellos años fueron mi luna de miel con las drogas. Entonces lo llevaba bien. Lo malo, en realidad, llegó con los noventa. Las rehabilitaciones, las recaídas… Nunca lo superé. Y eso que me centré bastante, llegué a tener una relación estable con Pía Minchot. Sin embargo, de vez en cuando tenía necesidad de volver a bajar a los infiernos, y entonces desaparecía…

—¿Dónde ibas?

—Garitos en los que conocía a gente.

—Al lady Pepa, supongo.

El Lady Pepa. Un garito en la calle San Lorenzo. Su puerta permanecía siempre cerrada. No había ninguna indicación, no se oía ningún ruido. Había que saber dónde estaba. Se llamaba, y su dueño abría una mirilla, te escrutaba. Si no te conocía, podía no dejarte entrar. A Enrique, por supuesto, lo conocía perfectamente.

—El Lady Pepa me encantaba. Allí la gente comía unos platos de espaguetis que daba gusto… Claro que yo nunca fui de mucho comer… Así me quedé de delgado… Y menos cuando me iba de farra. En cambio, lo que hacía era coger de vez en cuando la guitarra y marcarme un cante… A la gente le gustaba. Nos quedábamos hasta bien entrado el día siguiente. Mi novia, Pía, nunca lo entendió, pero yo necesitaba de vez en cuando fustigarme, maltratarme… Siempre he sido un tanto masoquista…

—Es curioso, porque esa imagen que se tiene de ti, de malquerido, de fragilidad enfermiza, contrasta con la realidad. Tuviste muchos y buenos amigos. No te faltó nunca la amistad, en tu vida.

—Es cierto, pero la soledad se lleva consigo. Es como una sombra que se arrastra siempre…

—Tuviste una estructura familiar. Tu chica, una hija. Estabas rodeado de hermanos. Y tus padres…

—Mis padres fueron fantásticos. Nos cuidaron mucho. Nos dejaban hacer de todo, teníamos una libertad fenomenal…

—Por eso mismo lo digo.

Enrique se encoge de hombros.

—Supongo que, como canto en uno de mis temas, tenía la vida llena y el alma vacía. Uno es como es. Vamos a pedir otra copa —dice, volviéndose hacia el camarero.

Enrique Urquijo y Los Problemas. Aunque tú no lo sepas.

Noto que de nuevo se ha cerrado, y que ha perdido interés en la conversación. Le digo que me espere, que tengo que ir un momento al baño (“Claro, aquí estoy”); bajo y cuando subo ya ha desaparecido. Su copa queda vacía sobre la mesa. Cuando le pregunto al camarero, dice que no ha visto a nadie. “El tipo con cazadora de cuero que estaba conmigo”. Pero repite que no ha visto a nadie. Al final me conformo con tomarme a solas esa última copa y, digiriendo la decepción, se me viene a la cabeza otra de sus canciones: “Siempre estuve de paso y no supe bien qué hacer,/ nunca conservé un trabajo ni terminé lo que empecé”. Su vida fue un esbozo, un dibujo sin acabar. Es lógica que también la entrevista quede incompleta.

"Vacío mi copa y vuelvo a la calle. Llueve, como llueve en tantas canciones de Los Secretos."

Me doy cuenta de que me he dejado muchas cosas en el tintero. Me habría gustado preguntarle más por su familia. Decirle que me he acercado alguna vez a la calle Rodríguez San Pedro, en Argüelles, solo para ver su casa. Es un piso espectacular del señor Urquijo Grijalba, que no en balde era un exitoso ingeniero de Minas. Creo que en esa estructura familiar, abierta y liberal, está una de las claves de su personalidad, y creo que su canción “Volver a ser un niño” es tan reveladora como el título In utero de Cobain, si me permitís de nuevo la comparación. Los dos añoraban el paraíso perdido de la infancia. De alguna manera, Enrique Urquijo nunca logró encontrar su lugar y se tiró toda su vida vagabundeando perdido, sin saber adónde ir ni por qué.

Vacío mi copa y vuelvo a la calle. Llueve, como llueve en tantas canciones de Los Secretos. El corazón de Enrique Urquijo sigue vivo, aquí, en este barrio de Malasaña.

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