Algunos recordarán la Antología de Spoon River, aquella maravilla poética que publicó Edgar Lee Masters hace algo más de un siglo, una suerte de compendio biográfico a modo de epitafios entrelazados de las gentes que poblaron el espacio imaginario de Spoon River. Si aquella hazaña literaria contaba el devenir de las vidas sencillas de hombres y mujeres temerosos de Dios, lo que parece contar William Howard Gass (1924-2017) en La suerte de Omensetter (1966) es la crónica de lo que les pudo suceder a otros tantos seres humanos antes de que les llegara el momento de la despedida de este mundo. Lo cuenta como lo hacen sus propios personajes, narrando “una historia tras otra, todas una y otra vez, y las contaba bien o lo procuraba, maravillado de cuánto había olvidado y de cuánto recordaba. En todas ellas había un secreto y él intentaba descubrirlo”.
Su mundo es el territorio rural metodista de la América profunda, en esta ocasión alrededor de 1890, donde los gatos siguen cazando entre las vías polvorientas del tren y los hombres de arraigado racismo escupen hacia las caléndulas agostadas el polvo que se ha acumulado en sus bocas durante la mañana. Su tono una abigarrada oralidad que conjuga el monólogo interior con los diálogos chispeantes, los saltos temporales, las pinceladas líricas y varios narradores que son todo menos fiables. En cualquier caso, la novela es exigente con el lector advenedizo, aunque queda garantizado que se sale de ella con la jovialidad infantil de quien no ha podido dejar de prestar atención a los enfrentamientos entre el desprendido Brackett Omensetter y el enloquecido reverendo Jethro Furber. Gass no se deja nada, monta una historia buena y larga para su debú novelístico, que confirma lo que saben los niños cuando ya están duchos en la escucha de relatos: que “las buenas historias son largas”, largas y apasionantes.
En 1999, David Foster Wallace incluyó La suerte de Omensetter entre las cinco novelas estadounidenses más infravaloradas de la segunda mitad del siglo XX, junto con obras de Jerzy Kosinski, Denis Johnson, Cormac McCarthy y David Markson. A su parecer, “la primera novela de Gass, y su menos vanguardista, es la mejor. Básicamente un libro religioso. Muy triste. Contiene la línea inmortal El cuerpo de Nuestro Salvador está destrozado pero Nuestro Salvador no está destrozado. Oscuro pero hermoso, como la luz a través del hielo”.
En The New Republic se dijo en el momento de aparición de la novela que se trataba de “la obra de ficción más importante llevada a cabo por un estadounidense en esta generación literaria” y otros tantos críticos elogiaron su virtuosismo sin contemplaciones. A pesar de todo ello, a la obra de Gass —también cuentista y ensayista excepcional— no le ha acompañado la suerte editorial que sí parece regir a su inmortal personaje Omensetter. Esta edición pretende subsanar la anomalía con la excelente traducción de Ce Santiago, quien se ha volcado en trasladar la heterodoxia tipográfica y el dispar flujo narrativo del autor al castellano, como también ha hecho con el luminoso ensayo Sobre lo azul, publicado igualmente por La Navaja Suiza. En Alfaguara había aparecido en 1985 el libro de relatos de Gass En el corazón del corazón del país (hoy en La Navaja Suiza) y por entonces se anunciaba la próxima aparición de La suerte de Omensetter y El túnel, pero no hubo fortuna. Hoy el lector en español ya dispone de referencias que completan los intereses literarios de William H. Gass: la novela, los cuentos y el ensayo (que también incluye la crítica literaria, por la que también ha sido galardonado en más de una ocasión).
Gass consideraba que el periodo en el que supuestamente la novela iba a morir —los convulsos años sesenta— supuso, contrariamente, uno de los mejores momentos en toda su historia, y aquí surge La suerte de Omensetter para confirmarlo. Heredero de Robert Louis Stevenson, Henry James, James Joyce, Ernest Hemingway o William Faulkner, este doctor en filosofía nacido en Fargo (Dakota del Norte) monta un relato de aire experimental con el que mira de retratar la extrañeza del mundo que rodea a quienes no necesitan la presencia divina para justificar su lugar en la Tierra. Omensetter llega al pueblo ficticio de Gilean, en el curso del río Ohio, con una carreta, el perro, su mujer encinta del futuro Amos, dos chiquillas y la ambición de seguir respirando el aire que le llega a los pulmones. Brackett Omensetter llega para reanudar sus trabajos como artesano curtidor y, sin querer, trae consigo otras formas de relacionarse con sus semejantes, una especie de ingenuidad primigenia acompañada de la extrañeza que supone para la comunidad cualquier gesto que se salga de lo esperado. En la reseña que Frederick Morton publicó el 17 de abril de 1966 en The New York Times hablaba de que lo inquietante de Omensetter es que “su suerte es que aún no ha llegado al árbol del conocimiento”, y estaba en lo cierto, no yerra en su juicio.
El conflicto que recorre tres cuartas partes de la novela se centra en el enfrentamiento entre Omensetter y Jethro Furber, el reverendo que no acepta el carisma que arrastra el negro Brackett, “marrón oscuro como una olla de carne en salsa”. Cerrar la novela implica asimilar que el párroco se enfrenta a Omensetter porque éste simboliza la existencia del bien, la constatación del bien sin necesidad del mal, a pesar de lo paradójico de la expresión. Jethro encarna todo lo contrario. Él se afana en evidenciar que en todo reside el mal y que es gracias a sus esfuerzos, su perseverancia y su conexión con lo divino podría hacer que todos pudieran salvarse. La presencia de Omensetter lo convierte en alguien sustituible, intercambiable y, al fin, innecesario. Para qué luchar si la aspiración al bien existe sin necesidad de intermediarios, sin las muestras de ostentación divina del padre Furber, celoso hasta la médula del carisma del humilde Omensetter hasta el punto de querer buscarle la ruina a toda costa. La administración de maldad en quien debería hacer todo lo contrario dado su figura ejemplar es también una de las razones, además de su maestría narrativa, por las que Susan Sontag dijo de la novela que se trataba de una obra “extraordinaria, maravillosa y bellísima, de admirable factura.”
La novela inició su andadura creativa algo más de una década antes de su publicación, pero como explica el propio Gass en el epílogo, el manuscrito le fue sustraído de su escritorio en la facultad (ahí podría haberse convertido en una pieza de terror, pero Gass desiste y la reescribe hasta fijarla en la que hoy conocemos) hacia 1958, cuando estaba a punto de ponerle el cierre. El resultado final parece querer responder al doctor Ástrov de Tío Vania de Chéjov, cuando en un rapto de lucidez entre vaso y vaso de vodka, le pregunta a Sonia, la sobrina y enamorada secreta no correspondida, “dónde cree que podemos encontrar una relación espontánea con nuestros semejantes en este mundo”. El lugar bien podría ser Gilean, Ohio, a finales del siglo XIX.
El enigma de la suerte de Omensetter, no ya de la novela sino de la propia suerte o fortuna a la que aluden los personajes no es otra cosa que la bondad más pura o, como se dice en ella, “perder la pesadez de la vida.” Sentirse liviano en el devenir de la existencia. Así vivían Omensetter y su familia; así era incapaz de vivir el reverendo Furber, tentado además con la codicia de la carne infantil, y odiaba al negrísimo Brackett por ello. Más si cabe cuando el arrendador de la casa en la que vive de alquiler la familia Omensetter, Henry Pimber, desaparece en extrañas circunstancias. Incluso en esos momentos críticos, nuestro protagonista atraía el interés “como el verano atrae a la sombra”. El mundo no estaba preparado para alguien como él.
En lo que respecta al estilo, La suerte de Omensetter es digna heredera del mejor Faulkner, al tiempo que entronca con toda la tradición de los predicadores sabios y embaucadores que manejan con soltura criminal la retórica del sermón. Aquí hay verdaderas muestras de ello, empezando por los monólogos del padre Furber, siempre con el portador de presagios en la mente, que es el significado que esconde el apellido Omensetter (Furber, en cambio, podría traducirse por peletero, un desollador en toda regla, y ahí también hace Jethro honor a su estirpe). Entre símbolos, metáforas y recursos propios de la poesía, se aprecia cómo Gass dedica una atención sin desfallecimiento a la construcción de oraciones. Entre otros adjetivos, su prosa ha sido descrita como llamativa, difícil, vanguardista, magistral, inventiva y musical. Steven Moore llamó a Gass “el mejor estilista en prosa de Estados Unidos” —John Banville lo correspondía desde el otro margen del océano— en las páginas del The Washington Post. Mientras, Earl Shorris la describió en Harper’s Bazaar como “una fiebre abundante, un desfile de secretos, delirante, atormentada, aterradora, cómica… una de las novelas más emocionantes, enérgicas y bellas que podamos leer”. Para qué hay que echar mano de la imagen cuando en dos frases tenemos toda la atmósfera que Gass desea trasladar al imaginario del lector:
“La habitación estaba fría. En el hogar las ascuas tenían gruesas capas de ceniza, y el vaho se había helado en las ventanas”.
La suerte es que Omensetter ha vuelto para dejar constancia de sus pasos por el mundo. Gass no dudó en reescribir la obra tras su extraña desaparición. Pensó, con razón, que aquel mundo que había puesto en pie merecía un lugar entre los lectores de entonces. Medio siglo más tarde, aquí sigue su relato, para regocijo de quienes se adentren en él y para disgusto del reverendo Jethro Furber, que desde el limbo bibliográfico vuelve a sentir el carisma natural del Adán del río Ohio. Allí seguirá a bien seguro por toda la eternidad.
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Autor: William H. Gass. Traductor: Ce Santiago. Título: La suerte de Omensetter. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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