—Creo que pasa con la mayoría de los escritores: a partir de una experiencia uno escribe una historia —dice, desde México, Fabio Morábito (Alejandría, 1955). Habla lento, arrastra las erres, sus pausas a veces son tan largas que a uno le cuesta saber si dio por terminada su respuesta—. Se arranca de algo vívido o leído que luego se transforma en otra cosa.
La literatura de Morábito tiene relatos que nacen de experiencias cercanas, que escribe y reescribe hasta convertirlas en ficción. En el libro de ensayos El idioma materno (Sexto piso, 2014), Morábito cuenta que cuando era joven acampó en una playa con unos amigos y echó a las llamas las páginas de una novela que acababa de leer para evitar que el fuego se apagara. En Madres y perros (Sexto piso, 2017), su volumen de relatos más reciente, una mujer se molesta con el protagonista por arrojar un libro a una hoguera que estaba a punto de extinguirse. En otro artículo de El idioma materno, Morábito escribe que cuando tenía doce años su padre le pidió que le ayudara a redactar cartas comerciales para sus clientes. En Madres y perros, un personaje imita el estilo de ese tipo de misivas para hacerle creer a su madre enferma que el negocio familiar se mantiene en pie.
Un lector de cuentos dirá que sus relatos recuerdan a Raymond Carver: parejas disparejas, relaciones imposibles, seres solitarios que deben cargar con la rutina.
—Todos los cuentos reflejan lo cotidiano. Hasta en la ciencia ficción hay un caudal de elementos diarios: puertas que se cierran o se abren, diálogos intrascendentes, ropa que hay que ponerse o quitarse. Y siempre, en algún momento, esa cotidianidad se ve trastocada por un hecho anómalo, insólito o inesperado que justifica que se cuente una historia.
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—¿Y usted a quién imitaba en sus inicios?
—Al principio mi ideal era Julio Cortázar. Hasta que aprendí que no había que imitarlo. Uno termina por odiar al modelo que lo guió: se da cuenta de que es inalcanzable, o bien porque su talento es superior o porque ya hizo él ese trabajo y uno reconoce que no puede repetirlo, que si lo hace siempre será su sombra.
Fabio Morábito se acercó a la literatura por imitación. Tomaba los libros que su madre Lidia —“una lectora desordenada que alternaba obras clásicas con novelas rosa”— dejaba por la casa. Así pasó de las tragedias de William Shakespeare a las historias de Corín Tellado. Así leyó a los 10 años De ratones y hombres, de John Steinbeck —“la novela que me hizo comprender el poder de un libro”—. Así llegó luego a Dino Buzzati, a Alberto Moravia, a Italo Calvino, a Franz Kafka, a Samuel Beckett.
—Claro que de muchos de esos libros yo entendía muy poco.
Nacido en Alejandría —hijo de italianos pertenecientes a la colonia europea que emigró al Norte de África—, Morábito llegó a Italia con apenas tres años. El advenimiento de Gamal Abdel Nasser a la presidencia de Egipto hizo que su familia regresara a Europa. En la Milán de la década de los 60 transcurrió el grueso de su infancia. Jugaba al fútbol con sus amigos, devoraba las páginas deportivas de los diarios que compraba su padre Octavio —un técnico de maquinarias de productos plásticos— y tuvo, de niño, la fantasía de ser periodista. Al final, pudo más la literatura que cualquier otra cosa.
—La infancia en Italia fue fundamental para mí. Los valores que aprendí todavía permanecen. La cultura, el arte y la literatura italiana me han proveído de un imaginario: muchos de mis cuentos tienen que ver con ese ambiente. Mi oficio es fruto de esa educación desordenada y lúdica de mi madre. Quizás si ella no hubiera sido la lectora que fue tal vez yo no me hubiera vuelto lector ni escritor. Lo dicho: siempre estamos imitando.
A México llegó cuando tenía 15 años. Su padre aceptó una oferta de trabajo —“nunca bien esclarecida”— y cruzaron el atlántico para quedarse.
—El primer año fue difícil. No quería mudarme. El último año en Milán fue importante para mí. Crecí de golpe, dejé de ser un niño y me volví un adolescente. Fue un año crucial y tuve que interrumpirlo para venir a este país del que no conocía nada, que me parecía extraño y aburrido. Como pasé todo ese año sin ir al colegio, se acentuó mi soledad, que combatía en casa leyendo mucho. Todo en italiano.
Ese primer año sin estudios también sirvió para escribir cuentos, siempre en italiano, que enviaba a su antiguo profesor de secundaria en Milán.
—¿Y ese profesor qué le decía?
—Era muy generoso. Incluso se los mostraba a un par de verdaderos escritores. Me daba mucho ánimo. Creo que intuía que estaba un poco solo y que necesitaba eso. Me decía: ‘Tienes madera, tienes que seguir’. En esa época estaba muy influido por Pirandello. Escribía cuentos pirandellianos que tuve la mala ocurrencia de quemar un día. Hoy me arrepiento porque me hubiera gustado leer esos esbozos de escritura en otro idioma.
Todo cambió cuando ingresó al colegio: hizo amigos, comenzó a dominar el español, frecuentó a personas con las mismas inquietudes y se integró, poco a poco, a la sociedad mexicana. En la universidad se matriculó en Sociología y la abandonó al cabo de un año. Su facultad le quedaba lejos de casa y se agotó de viajes a tempranas horas.
—Me gustó, pero entendí que no era mi verdadera pasión. Yo pude desde el principio haber estudiado literatura, pero tenía un poco de miedo de convertirme en un académico más que en un escritor. Entonces prefería estudiar otra cosa.
Dejó la Sociología y comenzó a traducir. Tradujo del italiano a Giuseppe Ungaretti, a Cesare Pavese, a Eugenio Montale. A través de la traducción se separó de su lengua materna y adoptó, definitivamente, el español. Tenía 18 años.
—Fue otra época de mucha soledad. La traducción me ayudó a tener más confianza con el idioma y fue el paso previo a escribir poesía en primera persona. Después de eso, no me quedó más remedio que cursar la carrera de Letras modernas.
—¿Ya entonces sabía que iba a ser escritor?
—Uno realmente no es escritor hasta que publica su primer libro. Antes todo son aspiraciones, ganas. No es como ser médico o ser abogado. Como no se puede vivir de eso, uno no puede ordenar ni estructurar su vida sobre el hecho de escribir. Una vez que publiqué mi primer libro me dije: ‘Bueno, seguirá otro’. Tuve la suerte de ingresar al Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), que ha sido un trabajo que me ha dado elasticidad para escribir.
A su primer libro, El viaje y la enfermedad (1984), le han seguido otros 21, de poesía, de cuentos, de ensayos, de prosa y novelas. Con Lotes baldíos ganó el premio Carlos Pellicer de poesía en 1985; con De lunes todo el año ganó el premio Aguascalientes de poesía en 1991; con Grieta de fatiga ganó el premio de cuentos Antonin Artaud en 2006. Su obra se ha traducido al alemán, al inglés, al francés, al portugués y al italiano. Ha traducido, entre otras, la obra completa de Eugenio Montale al español.
—¿Hay algún libro que hoy no publicaría?
—Creo que escribí lo que tenía que escribir. Nadie me dijo cómo tenía que hacerlos. Cada libro me ayudó a escribir el siguiente. Yo, por lo general, no suelo releer mis obras anteriores. Me dejan de interesar. Hoy puedo renegar de algunos textos, de poemas o cuentos, pero de los libros no. He escrito lo que podía.
—¿Y no ha tenido algún momento de crisis?
—No. Sigo con ganas. Escribir es una cosa que todavía me sostiene y me da muchas alegrías. Quizás en algún momento me canse y diga: ‘Ya no tengo más nada qué decir. Me voy a dedicar a otra cosa’. No sé a qué. No pienso que si tomara la decisión de dejar de escribir lo viviría como una tragedia. A lo mejor sería una liberación.
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Fabio Morábito ha vivido en Alejandría, en Milán, en Ciudad de México, en Berlín, en Buenos Aires, en Roma, en Bari. Esa extranjería se refleja en su literatura. En su poema “In limine”, publicado en La ola que regresa (Poesía reunida) (2006), escribe: “Yo nací en una playa / de África, mis padres / me llevaron al norte, / a una ciudad febril, / hoy vivo en las montañas, / me acostumbré a la altura / y no escribo en mi lengua, / en ciertos días del año / me dan vértigos y mareos, / me vuelve la llanura”.
—La extranjería me ha llevado a ser un escritor de cierto tipo. Cada vez que regreso a Italia estoy a gusto, pero debo decir que ya no lo siento como mi país. Estoy arraigado aquí, a México, aunque no dejo de sentirme extranjero. Siempre tengo la fantasía de que si hubiera llegado un par de años después quizás no me hubiera animado a escribir en español. Uno no sabe qué tanto domina la lengua que aprendió.
—¿Eso le ha creado dudas?
—Y me las sigue creando. Yo vivo en un estado de vigilancia, de alerta. Siento que el idioma materno está ahí, molestando, interfiriendo o haciéndome sentir como un intruso en la nueva lengua. Todo eso creo que ha determinado mi estilo literario.
Morábito intenta borrar sus dudas con sus seres más cercanos: no publica nada sin antes pasar sus escritos por varios filtros. Su hijo Diego, músico, y su esposa Ethel, antropóloga, son sus primeros lectores. También sus amigos: desde hace veinte años asiste a una tertulia literaria con un grupo de escritores que se reúnen semana a semana. Ya desde sus inicios había hecho de sus colegas sus principales aliados.
—Los verdaderos maestros de uno son sus compañeros, porque son los más implacables en sus críticas. Un maestro de mayor edad siempre es un poco condescendiente, un poco didáctico, un poco complaciente. En cambio, los que tienen tu edad y luchan contigo codo a codo no piensan dos veces para criticarte. Mi hijo tiene muy buen ojo para decir: ‘Este verso sobra, esta rima es muy banal, este adjetivo no dice nada’.
—¿Le hubiese gustado que su hijo fuera escritor?
—No, hombre. Que sea lo que sea. Él también escribe poesía y lo hace muy bien.
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