El ojo del cielo es una novela rara, seductoramente rara. Uno no sabe muy bien a qué carta quedarse con esta cuarta novela de Manuel Gutiérrez Aragón desde que se cortó la coleta como cineasta en 2008 tras su última película, Todos estamos invitados, y se dedicó a la narrativa. A golpe de vista, podría pensarse que se inscribe en la última tendencia de nuestra narrativa, recrear los efectos de la crisis financiera motivada hace un decenio por la quiebra de Lehman Brothers. Así lo da que pensar su núcleo anecdótico. Cuatro mujeres lo ocupan: la madre, Margarita, y sus tres hijas, Valen, la mayor, Bel, la mediana adolescente, y Clara, niña todavía en edad colegial. El grupo padece una situación económica muy apurada: al echarles el banco de la vivienda urbana en la que viven por las deudas contraídas tienen que marcharse a una cabaña en el monte, que también está en el punto de mira del banco. La madre quiere pedir un préstamo para costear los estudios de bachillerato de Bel, pero ni siquiera será suficiente la hipoteca de la cabaña para conseguirlo: se lo niegan con las consabidas excusas, la caída del crédito, la «gran tormenta financiera»…
Las penurias familiares se acompañan de indicios anecdóticos que apuntan a un concreto estado social en el año 2008, el de la acción novelesca: los obreros esperan, como en las novelas y el cine testimoniales de medio siglo largo atrás, que alguien les contrate en la plaza pública (en realidad, símbolo y sarcasmo juntos, al lado de un famoso mercado ganadero, donde ejerce de intermediario un tratante de compraventa de hígados de vaca); la familia emplea a un hombre («criado», lo llaman en el lugar), mayor, marroquí, ilegal, Abderramán. Otros indicios aportan piezas al retrato de una situación social y económica: Clara, que padece alguna clase de deficiencia, no está, a sus diez años, escolarizada; Abderramán padece un trato humillante de la gente, en general, y de la propia familia que le da empleo, signo de xenofobia. La menesterosidad incentiva el ingenio picaresco: se exagera la suave deficiencia de Clara para obtener una licencia municipal de venta ambulante ventajosa, para la suspensión provisional del desahucio de la vivienda y para que Bel opte en mejores condiciones a una beca (Pinto, compañero de la chica, hijo de una limpiadora, comenta la fortuna de tener una hermana disminuida: «Qué suerte —dijo él—. Nosotros solo somos pobres». Bel le consuela a su joven amante: «Pero tú eres negro, y eso seguro que puntúa mucho». Pinto se lamenta: «Bueno, no soy tan negro»).
No sería, en fin, forzar mucho el contenido narrativo relacionarlo con el drama rural de antaño en el que el primitivismo favorece acciones morales reprobables: en ese sentido cabe leer el ajuste de cuentas de Abderramán con Macho Sañudo (¡vaya nombre!), sempiterno estudiante, dañino correveidile local. Esta gavilla de indicios, más algún otro detalle menor, invitan a aplicar aquello de blanco y en botella: El ojo del cielo es una cuenta más a añadir al rosario largo de narraciones recientes que testimonian, entre el costumbrismo y la denuncia, la precaria situación social de este momento.
Pero esa impresión superficial queda pronto rectificada por los otros muchos componentes que conviven con el documento directo de época y que convierten los datos en lo que Flaubert calificaba de petit fait vrai, el conjunto de pequeños hechos verdaderos que sostienen la ficción. Con ellos se asegura Gutiérrez Aragón un soporte veraz sobre el que emprender una aventura de otro tipo, lo cual queda claro desde el mismo comienzo al atribuir la situación de las mujeres no al malvado mercado ni al capitalismo sin entrañas sino al comportamiento del padre, un tipo de campanudo nombre, José Bustamante de Mier, heladero al frente de la furgoneta «La Flor del Pas». El trotamundos pater familias había falsificado letras de cambio con nombres falsos de personajes famosos (la duquesa de Alba, y otros de igual renombre) y un buen día desapareció dejándoles deudas. Además, el título de una novela, si está bien elegido, supone una orientación de su significado, y ese El ojo del cielo no apunta a causas económicas o materiales sino a algo misterioso, a una enigmática mirada sobre el mundo, la que se atribuye a la esfera del radar militar que, desde el lugar más alto, secreto e impenetrable del monte, vigila a las mujeres, al valle del Pas y a Torre y Vega, las dos localidades a pie de montaña donde se sitúa la acción. Algo así como la versión tecnológica del icónico triángulo que representa a la providencia sustituyendo el ojo divino tradicional por un inquietante globo. Realidad y misterio andan a un paso de distancia en la novela.
La anécdota de El ojo del cielo se llena de curiosas situaciones alrededor de la familia. Tiene subido interés todo lo que ocurre en las relaciones entre sí de las cuatro mujeres hasta configurarlas como un grupo humano peculiar. Con una madre que impone el orden cinturón en mano y con unas hijas de armas tomar a las que viene bien la definición de hermanas tormentosas que Francisco Nieva aplicaba a las Martín Gaite. Con un trato entre todas ellas complejo y difícil que va de la ternura a la violencia, con la vivencia interiorizada de orfandad en las hijas, con una predisposición intensa a los sentimientos en las cuatro, con el anhelo y el disfrute del cuerpo o con el descubrimiento del sexo en Bel.
También tiene interés lo que les ocurre a las mujeres en sus relaciones con el exterior. Con Macho Sañudo. Con Cobo Menudo, el apoderado del banco. Con el profesor de instituto Ludi Pelayo (Pelayo Pelayo firma sus colaboraciones en el periódico local), el amante de Valen (ya hubo otro Ludi en la obra de Gutiérrez Aragón, en Cuando el frío llegue al corazón, algo a señalar, porque resulta llamativo que alguien que cervantinamente cuida tanto la onomástica repita el nombre: pero no pueden ser el mismo sujeto por razones de edad, lo cual insinúa un mensaje privado que no se me alcanza). Con Abderramán, un tipo literario excepcional que dispara la novela a cotas de emocionalidad altísimas.
Lo que pasa en el conjunto de todos estos personajes forma parte de la peripecia humana rica, dura, amarga y conmovedora de la ficción. Pero también tiene otra lectura que no se atiene a su consideración psicológica o social. Lo que pasa suena a un cuento, a algo que una polifonía de voces cuenta a un destinatario ávido de saber noticias curiosas acerca de unas gentes variopintas. Ese estar leyendo un cuento y no una historia verídica se refuerza con el cuento explícito, este sí, que refiere Abderramán a una encandilada Clara, un cuento legendario, repleto de imaginación y gracia, sobre otro heladero de Marruecos, un reputado Mantecón que logró entrar en la intimidad del rey con sus famosos helados, y que sugiere un paralelismo fantaseador con el marido y padre fugitivo. También otros momentos suenan a cuentos, aunque tengan una base real: la anécdota divertida de la vaca muñeca y el pasaje triste y desternillante de Dámaso, el toro detector de celo que tiene prohibido beneficiarse de sus prodigiosas dotes olfativas.
La tonalidad cuentística de El ojo del cielo descansa en buena medida en la malla de voces narrativas con sus particulares puntos de vista de los sucesos. Tiene bastante la novela de historia oral, con significativa preocupación por el arte de contar («Hay que salir a tiempo de las historias, si no serían como la vida»), por la veracidad de la narración («ningún narrador es tan omnisciente como para acabar con todas las incertidumbres del relato») y con insinuaciones sobre su carácter hipotético que Bel corrobora con una paradoja: algún día, dice la bachillera, pondrá esos mismos sucesos por escrito «y haré como que pertenecen a la ficción». El sustrato de relato popular se sostiene, por otra parte, en el diálogo. Muestra Gutiérrez Aragón un dominio magistral de este recurso narrativo que suele tenerse por algo sencillo, simple copia de la lengua de la calle, pero verdaderamente difícil si se quiere que exprese la riqueza expresiva de lo conversacional con espontaneidad, gracejo y buen oído.
Manuel Gutiérrez Aragón hace en esta nouvelle concentrada y divertida, sencilla y con mucha retranca, una magnífica fábula actual sin moraleja: conviven en ella lo cotidiano y lo telúrico, la realidad y la fantasía, las vacas y la electrónica hoy puntera (wifi, internet, ajetreo de teléfonos móviles), la alegría y la soledad, la esperanza y el fracaso, el cariño y el rencor, la risa y el penar. Está El ojo del cielo cerca de la literatura pura, de la recreación de peripecias humanas posibles a las que no se busca sentidos trascendentes, pero tampoco gratuitas. Esta gran pequeña novela es una nueva «mesa de trucos» cervantina. Como las «ejemplares», no vende ninguna lección pero a este «honesto y agradable» ejercicio narrativo también se le puede sacar algún provecho, «si bien lo miras».
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Autor: Manuel Gutérrez Aragón. Título: El ojo del cielo. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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