Disney continúa su enorme proyecto con Falcon y el Soldado de Invierno, una serie llamada a establecer la extensa mitología de la marca Marvel en la plataforma Disney+ y, a la vez, servir de eslabón de transición hacia próximas secuelas cinematográficas tras ese colofón de diez años que fue la formidable Endgame de los hermanos Russo.
Falcon y el Soldado de Invierno podría definirse como la apología del sidekick. Una vez fuera de circulación el Capitán América, sus compañeros de fatigas en distintas épocas y lugares vitales toman el protagonismo en un relato que, en sus mejores pasajes, funciona como heredero del tono de espionaje de El Soldado de Invierno (quizá la mejor película Marvel, aún por encima de la dupla final Infinity War / Endgame) y la subsiguiente Civil War, que sumó a la fantasía de la Guerra Fría pulp ciertas ramificaciones de política y moral contemporánea. Pero a la vez es una que carece de su intensidad, reciclando elementos sin rubor y sin que los tímidos pasos adelante en el engranaje narrativo sorprendan al personal.
El resultado es una buddy movie donde un agradable colegueo masculino sirve de combustible a un hilo conductor un tanto tenue, y donde los indudables destellos de interés ceden ante la pura rutina de un relato típico, contado sin personalidad. Sebastian Stan es un intérprete capaz de sumergirse en la oscuridad, la villana Karli Morgenthau ofrece interesantes contrastes y lo mismo vale para el John Walker de Wyatt Russell, hijo de Kurt, aunque todos ceden ante la previsibilidad de un producto plano, perfecto en sí mismo para una época de intangibles y hashtags donde las películas y las series se llaman “contenido”. Si la factoría dice que la serie ha sido un absoluto éxito, nosotros no deberíamos necesitar más datos que lo refrenden.
Falcon y el Soldado de Invierno es una serie que muestra las virtudes y defectos que vienen caracterizando todas las ofertas de la casa, aseados productos capaces de complacer a cualquiera y que a su vez adolecen de cualquier personalidad; paridos con inefable convencimiento industrial al tiempo que nulo riesgo personal. La canadiense Kari Skogland pone en pantalla algunas de las escenas de acción más grandes jamás mostradas en televisión, pero el conjunto resulta de una insignificancia asombrosa, sobre todo si su objetivo es picar la curiosidad por lo que tiene que venir.
Su dirección se limita a canalizar una inyección de dólares inaudita hasta hace poco en televisión, pero es en sí misma la (des)personificación del funcionalismo puesto al servicio de movimientos sociales como el Black Lives Matter: toda la serie está dirigida a convencernos de que es el turno de un hombre negro para ser el Capitán América, algo que en realidad ya teníamos todos asumido.
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