Harto de estar harto fui a ver Silvio (y los otros). Sorrentino todavía me pone. Cosa que no ha conseguido este pasado año casi ningún libro. Sí, ha sido en lo literario un año muy flojito, qué le vamos a hacer. Mea culpa, que así dicho, ahora que caigo, suena a infección urinaria aguda. Y eso que yo no soy nada exquisito. Más bien un todoterreno. En fin, trataré de enmendar mis elecciones y acertar. Y me andaré con cuidado, no vaya a ser que con tanta corrección literaria y tanta lista de lo mejor del año acabe meando colonia. Ya veremos.
El caso es que salí de la sala con la cabeza empalmada. Satisfecho, pleno. «Debe de ser algo hormonal», pensé. Pero no. A mi mujer le pasó lo mismo. Así que, según salíamos del cine, nos miramos, ladeamos la cabeza y, sin mediar palabra, enseguida nos entraron unas ganas furibundas de insistir en la experiencia. Volvimos sobre nuestros pasos y adquirimos entradas para Un asunto de familia. Como lo leen, tal si estuviéramos en una de aquellas salas de antaño con sesión continua y ambigú. Vale, de acuerdo: 120 minutos, algo morosa para el ansioso estándar occidental, pero un remanso de paz para mi gusto. De repente caigo en la cuenta de que la peli agita mi jaula y advierto en ella esas pequeñas e inquietantes cosas de la vida de nuevo reflejadas en ese gran espejo que es el cine cuando es arte.
El japonés Kore-eda nos cuenta los avatares de una familia en la que casi ningún miembro está unido por lazos consanguíneos, pero cuyos destinos se han enlazado creando unas peripecias veraces, sutiles y amargas, profundas y claras, tanto o más que las que todos protagonizamos a diario con nuestros verdaderos familiares. Conclusión: que en todas las familias cuecen habas y que da igual cuál sea el tipo de relación familiar que tengamos. Importan las relaciones de familia que somos capaces de establecer nosotros. En este punto bien podemos recordar a Lev Tolstói y el inicio de su Ana Karenina: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo».
Así es. Porque pronto sabemos, por poner ejemplos, que nuestro padre a veces es una elección del destino y no sólo del azar biológico. Pronto, que el amor desinteresado de una abuela por una nieta no es otra cosa que el oscuro y desgraciado sino de unos padres. Y pronto, acaso, que cualquier mujer con la que compartamos uno o dos secretos, algún roce de cariño y una lealtad inquebrantable durante unos meses puede ser candidata a «la hermana de mi vida». No hace falta juzgar a nadie. Somos nosotros quienes paseamos y nos vemos reflejados en las emociones de estos personajes. Pero la familia, a pesar de los pesares, sigue siendo lo que es: ese nudo de pasado y sangre en el que dos hermanas pueden convertirse en competidoras letales, una madre manipular a sus hijos y un padre dejarte vendido en la esquina de cualquier calle después de haberte transmitido todo lo que sabía, a pesar de que ese todo consista en unos valores escasos y miserables. Son avatares que no sólo ocurren en el espacio familiar. En ciertas ocasiones un amigo deja de serlo aunque sea sin motivo o por un motivo inane y lo eliminas de la lista de favoritos y no vuelves a saber nada de él jamás. O de improviso, sin sentido o por un interés espurio, vuelve a serlo. La miseria del ser humano —como su munificencia y bondad— es siempre materia insondable.
Sin embargo, a veces también sucede que alguien pronuncia tu nombre, te hace ver algún dato de tu propia vida que desconoces, te protege de la intemperie con un abrazo inesperado y te enseña a sobrevivir. Y un día, cuando ya lejos y sin remedio te despides de él, mirando atrás como si tuvieras que decirle algo urgente que antes no habías sabido o podido nombrar, vas y en un susurro desconsolado dices «papá», sin que él pueda escucharlo ya nunca. Y esa palabra y su recuerdo se te clava en los ojos.
Como todo el mundo sabe, en estos casos, cuando la belleza nos asalta, enseguida distinguimos la inmundicia moral que nos rodea. Lo dicho: Sorrentino me pone.
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