He notado en las últimas semanas un interés en las columnas relacionadas con la literatura de fantasía. Así que me he dicho “vamos palante”, si será por hablar de libros de magos y culturistas margis que descubren un gran secreto con el que salvar al mundo de tortugas parlantes. Soy consciente de que aquella columna en la que dije que no había modo de comenzar carrera literaria como autor de fantasía en una gran editorial —dejando de lado influencers y enchufistas— sentó mal a muchos. Que qué sabré yo, que un artículo “sensacionalista” —estaría bien entender que esto no son artículos, y que no cumplen con los requisitos mínimos para resultar sensacionalistas—, y demás diarrea verde con forma de palabras. A mí que me crea el lector o no me afecta bien poco. Entre los motivos por los que escribo esta columna no se cuenta ganar credibilidad. Pero me voy a reafirmar, estimados aspirantes a escritores, en que si desean ver sus obras publicadas y escogen la literatura de fantasía, tienen las posibilidades de un salmón contra una presa hidroeléctrica. Prueben otro mercado, otro género, no hagan caso a este consejo y sigan escribiendo, inundando las recepciones de las editoriales con vuestros manuscritos.
Y después de este lector tiene que pasar por mil lectores más, que seguirán el mismo protocolo, antes de llegar a un editor, que lo leerá también —si tienen la suerte de dar con uno de los que aún recuerdan cómo leer—. Después su obra magna dará vueltas por más departamentos, y si al final los astros se alinean, y el p-valor no decepciona, quizás lo publiquen. No es tan complicado. Son solo personas, ¿no? Son impresionables, seguro que llegarán ustedes a sus corazones con sus capítulos plagiados a Martin, a Tolkien, o a cualquier otro. Los lectores NECESITAMOS sus novelas.
Ahora en serio, les animo a seguir colapsando las editoriales. Les ayudan a sentirse superiores. Y un editor no es nadie sin sentirse culto y superior. Y los lectores profesionales tienen que comer. Aunque seguramente tendrían más éxito emprendiendo en España con una empresa de alquiler de películas.
Pues ya he conseguido que deje de leerme el cincuenta por ciento del público objetivo. Vamos ya con la columna de la semana, que espero que resulte de utilidad a quienes no leen mucho de fantasía. Es común querer adentrarse en este género y sentirse apabullado por la abundancia de historias, géneros y colecciones, como peces multiplicados por el mesías. No abundan los libreros capaces de ayudar al lector con este problema. Lo frecuente es encontrar obras superventas amontonadas sin mucho orden. Incluso la FNAC las agrupa de forma más eficiente que las librerías comunes. La literatura fantástica sufre a menudo de un desprecio mudo por parte de todos los que no la leen. Para ellos es el género que solo sirve para hacer películas o series. Y cuando una persona siente curiosidad por este tipo de literatura y se gasta treinta euros en un tocho de ochocientas páginas —todos los best sellers tienen que ser trozos de árbol, y no todos los libros de fantasía son tochos—, es muy improbable que vuelva a gastarse ese dinero si el libro no le encanta. Pero como la oferta literaria contemporánea es patética y paupérrima en su originalidad, el descontento está servido si no se tiene una alta tolerancia a la mediocridad.
Voy a ofrecer una clasificación de la literatura de fantasía sencilla. No abordaré los géneros más recientes, pues se pueden deshacer hasta ubicarlos en uno de los tres principales grupos que a continuación explicaré. Aprovecho esta columna como prólogo de una serie que está por venir sobre la importancia de la magia en la literatura fantástica y los tipos de magia.
Antes que nada, la fantasía no es un género reciente. Se conservan obras de hace miles de años, pues el uso de la fantasía ha sido un recurso literario frecuente en todas las culturas de las que tenemos constancia. Es un modo de entender la realidad. Es un formato de libertad donde el autor y el lector tienen permiso para entender y contar lo que deseen. A menudo se lo considera un género menor, por carencias culturales de quienes así lo juzgan. También está el problema de que no son lecturas obligatorias en institutos. Aunque bueno, no creo que ninguno de mis compañeros de instituto recuerden La casa de Bernarda Alba o Los Santos Inocentes. Pero si el asunto está en olvidar, ya podríamos haber jugado a leer Comedias bárbaras, de Valle-Inclán, que la fantasía no es una cosa de guiris, aunque solo se distribuya su interpretación del formato. Pero no se tomen los prejuicios a la ligera, ya que son responsables de que Tolkien o Ursula K. Le Guin no recibieran jamás el Nobel de literatura.
Entrando en materia, el género de Brujería y Espada es posiblemente el que se asocia con más frecuencia con la clásica imagen del friki. Es un formato sin ninguna pretensión más allá de la de desarrollar la propia historia y hacerla entretenida. El espacio empleado acostumbra a ser un mundo ficticio del cual se conocen solo los detalles imprescindibles para que funcione la narración, pero del que ni el autor tiene más información. Debe ser siempre posible que se cumpla la principal norma del género: pasar un buen rato. Este subgénero comprende batallas, traiciones, sexo y mucha magia. Es el más predispuesto a usar nombres propios largos y absurdos para absolutamente todo, desde las espadas hasta las botas. Podemos encontrar un paralelismo con las novelas de vaqueros: no en vano nacieron de una generación de escritores americanos que pasaron su infancia leyendo este tipo de novelas, los cuales, cuando crecieron, adaptaron la que fue su influencia literaria infantil a sus historias fantásticas. La explosión de la literatura de Brujería y Espada tuvo lugar un poco antes de la llegada de Marvel en 1939. En un principio, al igual que las historietas de Marvel, estaba dirigida a un público infantil, poco exigente con la solidez de las fantasías creadas, pero ávido de vivencias y situaciones que explotaran su joven susceptibilidad a los sentimientos. Es la hermana menor de los tres subgéneros, pero tiene un valor propio muy merecido. Si tuviera que recomendar lecturas, señalaría en dirección de la colección de la Dragonlance, comenzando con la trilogía de Crónicas de la Dragonlance, y continuando con La forja de un túnica negra —confíen en mí: una vez conozcáis a Raistlin Majere no podréis vivir sin saber qué fue del hechicero más grande de Krynn. Reinos olvidados es otra franquicia muy válida —en este género los libros se agrupan en mundos, que a su vez se recogen en franquicias; es lo que hay—, y El valle del Viento Helado es una colección más que recomendada. Con cualquiera de estas obras tendréis intriga, diversión y muchas risas con el Kender Tasslehoff —la versión de la Dragonlance de un hobbit—.
El segundo género, la Fantasía Heroica, es seguramente el más antiguo de los tres, si bien es cierto que en el pasado la literatura era un híbrido de Heroísmo y Brujería y Espada. En este subgénero el foco del autor está puesto en el protagonista, al que harán enfrentarse a duras pruebas personales y de quien nunca se alejará el foco de atención del autor. Lo que importa aquí no es tanto la historia como la evolución y transformación de un material primigenio amorfo que tanto lector como autor desconocen, hasta formar un personaje principal sólido como una roca, en el que se confiará más que en la propia familia y por el que se sentirá un cariño peculiar, tratándose de una ficción. La historia es susceptible de presentar características de los otros dos subgéneros. Sin embargo, es característico que el autor nos ofrezca un tour por los demonios del protagonista, que habitualmente caerá muy bajo —por causa de otros, por acciones propias o una combinación—, para encontrar la chispa de fuerza que le hace destacar por encima del resto de desgraciados y alzarse como un referente moral. Si bien la Fantasía Heroica cuenta con una base moral, la solidez de la misma no se aguanta fuera del marco de la historia. Una evaluación formal los dejará como simples pinceladas que aportan dimensión a la superación del protagonista. Pero nunca serán valores éticos que podamos extrapolar a otras situaciones. Conan el Bárbaro es una referencia habitual dentro de este género. Drizzt Do’Urden, personaje de la franquicia de Reinos olvidados, también encaja en esta descripción, aunque el marco de las obras en las que lo podemos encontrar lo saquen de este grupo. Mi recomendación personal es la saga de Druss el Hachero y Waylander el Conquistador, abarcados dentro del ciclo Drenai y escritos por un entrañable boxeador metido a periodista y después a escritor.
Por último queda el subgénero que quizás sea el más parecido al concepto de literatura que tiene la mayoría. También es la fuente principal de la que se nutre la industria cinematográfica para encontrar historias que adaptar. La razón de esta relación de amor es simple, la literatura de Alta Fantasía cuenta con un mundo complejo, muy bien descrito por el autor. A menudo se usa casi tanto tiempo en diseñar el mundo, hasta el más pequeño insecto y la cordonera más vieja, como se usa en escribir la historia. El conocimiento que el autor tiene de su mundo es tan completo que cuando narra la historia transmite una sensación de solidez, de verdad, que los lectores agradecen. Esta afición por la perfección se suele ver reflejada en arcos argumentales enormes, un dramatis personae eterno y cientos de páginas. Por desgracia, la afición de los nuevos autores —tan poco amigos de leer todo tipo de literatura—, por plagiar a los best sellers sin hacer uso del criterio —yo qué sé, si copiamos al menos copiemos con conocimiento— se materializa en tochos muy gordos, con personajes de cartón y argumentos tan manoseados que hasta tienen SIDA. Originalmente, el lugar común de este subgénero era el de representar problemas del mundo real extrapolados a entornos fantasiosos. A lo largo de las obras se analizaban sus posibles soluciones, todas las partes afectadas, y se podía reflexionar mientras se leía sobre la situación del problema real que el autor quiso estudiar en su obra. Pero esto ya ha quedado atrás en solo diez años. Los grandes libros de este género van quedando relegados mientras son sustituidos por copias en lo material, pero huecas en lo formal. El típico ejemplo de una copia hueca es cualquier libro de Brandon Sanderson —quizás le tenga manía, ¿no?—, Eragon, de Christopher Paolini, el trabajo de Joe Abercrombie, o la injustamente aclamada, e inacabada, trilogía del Asesino de Reyes. Si les tuviera que recomendar un perfecto exponente de este subgénero que no haya sido pervertido, e incluso que sea el patrón que siguen los múltiples imitadores, les aconsejaría sin dudar La Rueda del Tiempo, La Espada de la Verdad, El Señor de los Anillos, la obra completa de Ursula K. Le Guin o la excelente saga de Añoranzas y pesares. Eso sí, el lector debe tener presente que cualquiera de estas colecciones demandan mucho tiempo, y en algunos casos dinero.
Muchos de los libros que recomiendo aquí son difíciles de encontrar hoy día, a no ser que alguna productora se haya hecho con sus derechos cinematográficos —como es el caso de La Rueda del Tiempo— y la editorial haya ejercido sus derechos pirañescos para sacar alguna reedición. Sin embargo aún no es imposible. Me aseguré de no incluir los que ya no se encuentran salvo que cante el gallo en el mercado de segunda mano. Si usted es un amante de la literatura, le recomiendo atreverse con cualquiera de estas obras, no porque espere crear un nuevo adepto al género, sino porque cualquier lector que se precie debe haber leído toda clase de géneros y autores. Siempre habrá unos que se antepongan a otros, pero al final lo que se valora es el poder atemporal de la lectura. Y es una pena que los prejuicios priven a tantos de descubrir un nuevo modo de volar por encima de nuestra realidad. La globalización cultural apunta a que pronto desaparecerán los límites formales de la literatura de fantasía. Nos encontraremos diferencias materiales, poco más.
En cuanto al género de literatura de fantasía en español, afirmo, como siempre hago, que no hay nada contemporáneo que merezca la pena. No perderé mi tiempo en recomendarlo para que ustedes no pierdan el suyo en leerlo. Si acaso les ofrezco una simple conclusión: la fantasía en español resulta pésima, porque quienes son publicados copian con chabacanería patria los éxitos anglosajones. De este modo nunca tendremos una gran obra de fantasía que huya del esquema americano. Pero como cada libro es hijo de su tiempo, los libros tontos son solo un reclamo para las presas, digo lectores, que los han de consumir. Hay libros para niños tontos porque los criamos tontos, y la fantasía es para lectores huecos porque ya no quedan de otro tipo.
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